Blair en Bruselas (2008) cuando era enviado especial para Oriente Medio
Sin embargo Tony Blair no es sólo importante por su papel en la guerra de Irak. Su trayectoria política resulta de interés porque representa mejor que nadie una política basada en la superación de la distinción tradicional entre derecha e izquierda. Líder del Partido Laborista, al que condujo a tres victorias electorales sucesivas, y responsable de una política social que combina elementos liberales y socialdemócratas, Blair se entendió muy bien con líderes conservadores como George Bush y José María Aznar, con los cuales integró ese triángulo de las Azores execrado por la opinión progresista de toda Europa. En realidad Blair es en buena medida un pragmático, pero no carece de convicciones morales y esto le permitió defender el combate contra la tiranía de Saddam Hussein en unos discursos cuya fuerza parecía nacer de su sinceridad (aunque la sinceridad de un político resulta siempre un tema opinable). Su éxito se debió a su capacidad de abandonar, sin nostalgia alguna, ciertas políticas tradicionales del laborismo que no respondían ya a la orientación mayoritaria del electorado británico. Fue capaz de centrar a su partido como lo había hecho Bill Clinton, el político con el que más puntos de contacto tiene.
Su afinidad política con Bush era menor, pero ello no le impidió una estrecha colaboración, sobre todo en el crucial tema de Irak. La opinión tan extendida en ciertos medios de que Bush tiene una inteligencia limitada le parece ridícula. Nadie puede triunfar en la política americana o la británica sin ser inteligente, arguye Blair, pero hace falta más que eso, es necesaria una claridad de ideas y una capacidad de decisión rápida que a veces surgen de una sencillez en los planteamientos. Ese era el caso de Bush: "George tenía una inmensa sencillez en su forma de ver el mundo. Para bien o para mal, eso conducía a un liderazgo decisivo". La cuestión que se plantea el lector es si la simplificación del problema iraquí, que llevó a la decisión de resolverlo mediante una intervención militar cuyas dramáticas consecuencias no se previeron, es o no un ejemplo de los errores a los que puede llevar una visión del mundo demasiado simple. Las preguntas de por qué se invadió Irak y de si fue una decisión acertada son claves para una evaluación del legado de Bush y del propio Blair.
La iniciativa vino de Washington y la aportación personal de Blair se centró en intentar que se contara con el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y que se impulsara un acuerdo entre israelíes y palestinos satisfactorio para la opinión árabe, a la que habría de inquietar la intervención en Irak. Blair creía que la estrecha alianza entre Estados Unidos y Gran Bretaña era crucial para la paz mundial y para la propia influencia británica en el mundo, pero que además era necesario convencer al mayor número de países posible, incluidos los árabes, cuya ciudadanía culpaba a Occidente de los males de Palestina. En cuanto a los motivos para la invasión, Blair sostiene que las atrocidades de Saddam ofrecían un poderoso argumento moral para imponer un cambio de régimen, y los atentados del 11-S habían creado en Estados Unidos un clima favorable a la acción enérgica, pero si se intervino fue para poner fin al programa iraquí de armas de destrucción masiva. En realidad ese programa se había interrumpido años atrás, pero Blair insiste en que la convicción entonces era que seguía en marcha y niega que se manipularan las pruebas existentes, un tema sobre el que hay una aguda polémica. El temor era que una combinación de proliferación de armas de destrucción masiva y terrorismo creara una grave inseguridad global. Ahora bien, si Saddam había interrumpido su programa, ¿por qué no dio facilidades a los inspectores de Naciones Unidas para que lo comprobaran? Una posibilidad a veces apuntada y que Blair recoge es que Saddam creyera que Bush y él iban de farol con sus amenazas, cuando iban en serio, mientras que ellos creyeron que Saddam iba en serio con su programa, cuando lo había interrumpido. Por otra parte Blair afirma que, de haberse permitido a Saddam salirse con la suya, no sólo seguirían los iraquíes sufriendo su brutal opresión sino que el dictador habría reanudado su letal programa de armamento.
Lo cierto es que la invasión fue un éxito a corto plazo, pero condujo a una feroz guerra de insurgencia que ocasionó años de terrible sufrimiento en Irak. Lo más sorprendente de la argumentación de Blair es su afirmación de que no se habían previsto los factores externos que condujeron a la terrible guerra civil iraquí, es decir el estímulo de Irán a la insurgencia chií y el papel de Al Qaeda en la radicalización de la insurgencia sunní. Su tesis de que sin esos factores exógenos apenas habría habido insurgencia es discutible, pero lo más llamativo es que no los hubieran previsto. Al margen de lo que se opine sobre la decisión de intervenir, la planificación de la posguerra fue pésima. A pesar de lo cual es posible que hoy, ocho años después, Irak esté saliendo ya de su larga pesadilla.
Traje, corbata, sonrisa
Es improbable que un hombre público redacte seiscientas páginas para ponerse a caldo. Las de Tony Blair no incurren en excesos de franqueza. Predomina en ellas la técnica afirmativa, con más volutas de justificador que sencillez de confesante arrepentido. No pocos pasajes contienen elogios destinados a quien los escribió. Fue un guapo del poder, un poco de derechas, un poco de izquierdas, según las conveniencias y el arte de gustar; un bien vestido con ribetes de patriota, complacido en asemejarse a un líder modernizador. Sin embargo, jugó imprudentemente las viejas bazas del imperio. Denomina a la escabechina de Irak "pesadilla", como si la hubiera sufrido él más que ninguno por la noche, en la cama. A ciertos ciudadanos británicos en edad de fallecer en dichos sueños se les ocurrió acudir a las librerías a colocar las Memorias de Tony Blair en la sección de novelas de crímenes. Fernando ARAMBURU