Tintín vive entre las páginas de sus libros, surcando los mapas de cada una de sus historias una y otra vez, ajeno al ajetreo del mundo actual, los tristes derroteros de su profesión en nuestros días, el iPad en el que hoy puede leerse, la muerte de Osama, la crisis. Lleva muchos años en el rock and roll, pero Tintín no sabe nada más allá de lo que narren sus bocadillos, no sabe que hoy es más que nunca una estrella renacida en manos de dos de los mayores popes del cine, Spielberg y Peter Jackson, que acaban de lanzar al mundo el trailer de la película que lo convertirá en criatura del celuloide -y tridimensional, claro-, en pleno Cannes, entre obras de Kaurismäki y Malick y entre las relaciones fílmicas de Mel Gibson con un castor. Ni que estas primeras imágenes, que a tenor de lo que cuentan las redes sociales han hecho las delicias de sus seguidores, ocupan las portadas de muchos diarios digitales. El resto de la película, el 23 de diciembre.



Tampoco sabe el reportero que en septiembre su nombre estará en boca de un tribunal, acusado como está (y van ya muchas acusaciones para la criatura de Hergé) de racista por una viñeta hoy anacrónica de su odisea en El Congo. Sostiene la acusación que los niños no deben leer ese pasaje publicado entre 1930 y 1931, el segundo de su larga saga de 24 volúmenes, y que en su cubierta debe llevar una advertencia de su contenido racista, además de un prefacio que contextualice históricamente la trama.



Y mientras su defensa planea acogerse al derecho de la libertad de expresión para mantener la obra incólume, tampoco sabrá Tintín que en España una editorial independiente le dedica una completa monografía en la que se estudia su paso por el siglo XX y en la que todo, su presunto racismo, sus polémicos viajes a la URSS, su ética y sus valores están puestos en tela de juicio. Fórcola sacará a la luz los próximos días Tintín-Hergé: una vida del siglo XX, un interesante análisis dual (autor-personaje) de Fernando Castillo, conocedor y admirador del reportero que se detiene aquí en los pormenores de la vida de Hergé y que a la vez confirma la necesidad del mito, convirtiendo la serie de historietas en una suerte de biografía del siglo pasado.



Al mismo tiempo, en su estilo ameno y en su narración rigurosa, Castillo anima a descubrir en Hergé los valores que encarnan la sociedad europea: los de la Caballería medieval, cuyos principios arrancan de la cultura clásica y del cristianismo, así como de aquellos que surgen de lo mejor de la Revolución Francesa, e insiste en algunos de sus pilares, como los de los derechos humanos, la filantropía y la libertad.



Un libro para tintinófilos y tintinólogos, "esa población que no ha dejado de crecer en el solar patrio", según confirma este volumen prologado por Luis Alberto de Cuenca, pero también para todos aquellos que alguna vez se han acercado a sus historias y del que a continuación adelantamos algunas páginas.



EL JOVEN REPORTERO



El 10 de enero de 1929, diez meses antes de que se desatara en Wall Street el colapso financiero que supuso el preludio de una crisis económica de una magnitud desconocida en la todavía joven sociedad capitalista, Tintín nace en Bruselas. Los acontecimientos económicos y sociales derivados del crack hicieron que este año se convirtiese en una fecha de referencia y que entrase en la historia como el comienzo de un periodo de depresión e inestabilidad mundial, cuyas consecuencias se iban a extender hasta más allá de 1945. Ciertamente, no era 1929 un año fácil para venir a este mundo, sobre todo sabiendo lo que le esperaba poco después a la vieja Europa, aunque alguna atracción debía ejercer Bélgica sobre el destino, pues unas semanas más tarde del nacimiento de Tintín veía la luz en Bruselas otro de los belgas más famosos del siglo xx, Jacques Brel, el cantante poeta cuya biografía discurrirá casi paralela en el tiempo a la del reportero.





Todavía vivía Bélgica en el sosiego de sus particulares años veinte, si no tan felices como los de sus vecinos franceses ni tan excitantes como los de su antiguo enemigo alemán, sí más estables y, ¿por qué no?, también más tediosos, aunque desde luego no totalmente exentos de las tensiones ni de las transformaciones que afectaban a todo el continente.



Y es que, a pesar de la quietud de las villas flamencas y valonas, ya no era posible identificar a Bélgica con el mundo de la novela de Georges Rodenbach, Brujas, la muerta. Ya no era tan evidente en todo el país el ambiente asfixiante de "la ciudad que posee un aspecto de creyente", en la que se desarrolló la trágica obsesión de Hugo Viane por la bailarina Juana Scott. La modernidad ya había aparecido de la mano de escritores como el citado Rodenbach y Émile Verhaeren, tan cercano a nuestro país como para escribir en 1888, con grabados de Darío de Regoyos, La España negra, crónica del viaje realizado junto con el artista.



Si estos escritores, que se agrupaban alrededor de la revista La Jeune Belgique, abrían las puertas del simbolismo y del modernismo en la literatura, en la pintura estaba la figura esencial de James Ensor, un artista singular, al margen de las modas pero no impermeable a las influencias, que unía la tradición de la pintura flamenca, que arranca de El Bosco y Brueghel, con el expresionismo, todo aplicado a la sociedad industrial y urbana en que se había convertido Bélgica. A estas manifestaciones de modernidad, anunciadoras de la vanguardia, hay que añadir la presencia de dos arquitectos: Victor Horta, todavía cercano al modernismo, y el racionalista Henry Van de Velde, quienes aportan al paisaje de Bruselas ejemplos de la nueva arquitectura.



En los años en que apareció Tintín había en Bélgica un ambiente artístico renovador, que había contribuido al desarrollo de los movimientos de vanguardia. Se puede citar a Georges

Vantongerloo, personalidad plural y activa que ya en 1919 expuso en Bruselas una escultura cercana a De Stijl (cuyo manifiesto había firmado, continuando luego con su actividad cercana a la abstracción geométrica desde el grupo Abstraction-Creation), y al extraordinario grabador Frans Masereel, cuyas xilografías recogen como nadie tradición y realidad de las nuevas metrópolis.



Por último, hay que aludir al muy literario surrealismo pictórico belga, encarnado por Paul Delvaux y René Magritte, cuyas obras remiten tanto a los maestros flamencos como a la

Nueva Objetividad, que tan cerca está de la "línea clara". En este ambiente cultural destacaba una poderosa escuela belga de historiadores, comparable a la francesa de los Annales, que estaba encabezada por Henri Pirenne, autor del sugestivo ensayo Mahoma y Carlomagno, que influyó en toda Europa al renovar la visión de la Edad Media, al tiempo que contribuyó al desarrollo del nacionalismo belga dotándole de un discurso argumental.



En lo que se refiere a la literatura gráfica, Bélgica atravesaba a finales de los años veinte un momento de esplendor, encarnado por dos escuelas que se consideran unas de las bases del cómic moderno. Por un lado estaba la Escuela de Marcinelle, cuya culminación será la revista Spirou, caracterizada por un estilo expresivo, por el movimiento y la caricatura, de la que formaban parte Jean Dupuis, Robert Velter, André Franquin, etcétera.



Por otra parte estaba la llamada Escuela de Bruselas, de la que tradicionalmente se señala su inclinación por el trazo limpio, continuo e idéntico, por los colores planos, sin sombras ni volúmenes, y por el realismo y el detalle. Es un estilo que surge a mediados de los años veinte, en el contexto artístico de la "vuelta al orden", de la aminoración del entusiasmo vanguardista y el regreso a lo clásico, al dibujo ingresiano, preocupado por la línea, aunque sin renunciar al lenguaje de la modernidad. Estos dibujantes, que se declaraban influidos por Alain Saint-Ogan, el creador de Zig y Puce, y Jean Pierre Pichon, eran fundamentalmente Edgar Pierre Jacobs, Bob De Moor, Jacques Martin y, por supuesto, Hergé, todos ellos creadores de la llamada "línea

clara".



En el primer día de su vida, Tintín se asoma al mundo a través de las páginas de Le Petit Vingtième, el suplemento infantil de periodicidad semanal del diario de Bruselas Le Vingtième Siècle, e inicia sus aventuras encaminándose hacia la Rusia Soviética, como entonces se llamaba habitualmente a la URSS. Este medio, que será el empleado por Tintín durante más de diez años para asomarse al mundo y a su época, era un periódico católico, de carácter conservador y nacionalista, dirigido por el abate Norbert Wallez, un sacerdote amigo personal de Mussolini dotado de una personalidad arrolladora y muy influyente en su entorno. Por sus características, este periódico, cuyo subtítulo rezaba "diario católico y nacional de doctrina e información", era el lugar idóneo para acoger a Georges Remi, un muchacho de veintidós años que dibujaba con excepcional personalidad.



Este joven, que firmaba sus obras como Hergé, había entrado a trabajar como ilustrador en la redacción en 1925 procedente de otra publicación, Le Boy-Scout Belge, órgano de la facción católica de los exploradores. Hergé provenía de un ambiente que encajaba a la perfección en el ideario del periódico, sobre todo cuando, debido a la presión del dueño de la empresa en la que trabajaba su padre, un fervoroso católico, se vio obligado a abandonar la escuela estatal y laica a la que acudía para incorporarse a un colegio religioso. Este cambio también afectó al grupo de boy scouts de carácter laico al que el futuro Hergé acudía con entusiasmo, viéndose obligado a partir de entonces a integrarse en otra organización de exploradores, en este caso dependiente de la Iglesia.