El Papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia), uno de los más polémicos en toda la historia del papado.

Bill Keller

John Julius Norwich recalca en la introducción a su historia de los papas que él no es "ningún erudito" y que es "un protestante agnóstico". La primera observación significa que, aunque sea escrupuloso con su abundante investigación, no siente ninguna obligación de desenterrar nuevas revelaciones ni de inventar teorías revisionistas. La segunda significa que no tiene "ningún interés oculto". En resumen, su única intención es contarnos la historia.



Y tiene mucha historia que contar. Absolute Monarchs se desarrolla a lo largo y ancho de Europa y el Levante, durante dos milenios, y con un reparto de una inmensidad imposible: 265 papas (más varios usurpadores y antipapas), hordas salvajes de vándalos, hunos y visigodos, emperadores expansionistas, intrigantes bizantinos, miembros de los Borgia y los Medici, fanáticos heréticos, clérigos conspiradores, inquisidores brutales y más. Norwich consigue organizar este abarrotado escenario y crear un relato entretenido. Mantiene las cosas en movimiento a ritmo de lectura de playa siendo selectivo con aquello en lo que se detiene y adoptando el tono de un guía turístico entusiasmado, experto pero no demasiado reverente.



Un erudito o un católico romano devoto probablemente no se habría divertido tanto, por ejemplo, con la historia de la papisa Juana, la mujer inglesa de mediados del siglo IX que, según la leyenda, se disfrazó de hombre, se convirtió en papa y no fue descubierta hasta que dio a luz. Aunque Norwich considera esto "uno de los bulos más antiguos de la historia papal", no puede resistirse a dedicarle un capítulo propio. Es un placer culpable, especialmente su desapasionado seguimiento de la historia de que la Iglesia, decidida a no dejarse engañar otra vez, exigió a los sucesivos candidatos al papado que se sentasen en una silla con un agujero para que los tocase por debajo un clérigo de rango inferior, el cual gritaba a la multitud: "¡Tiene testículos!". Norwich le sigue la pista a dicho mueble en el Museo Vaticano, informa diligentemente de que podría haber sido una silla obstétrica cuya intención fuese representar a la Madre Iglesia, pero añade: "No se puede negar, por otra parte, que está admirablemente diseñada para un tocamiento diaconal; y hace que uno se sienta considerablemente reacio a rechazar la idea".



Si les han educado como católicos, puede que les resulte desconcertante ver tan profundamente desacralizada una institución en la que les han enseñado a pensar como en la depositaria de la fe. Norwich habla poco de teología y trata las disputas doctrinales como cuestiones de diplomacia. Como señala, esto está en consonancia con muchos de los propios papas, "un sorprendente número de los cuales parecen haber estado mucho más interesados en su propio poder temporal que en su bienestar espiritual". Durante la mayor parte de sus dos milenios de historia, los papas fueron gobernantes de un gran Estado confesional, gestores de una administración civil, estrategas militares, ocasionalmente generales en el campo de batalla, mecenas de las artes y las humanidades a veces y, algo muy importante, diplomáticos. Fueron, de hecho, monarcas. (Pero hay que decir que no "monarcas absolutos").



Quienquiera que sea el editor que convenció a Norwich de que cambiase el título británico, The Popes: A History [Los papas: una historia], puede que le haya hecho al libro un favor en lo que a marketing se refiere, pero a costa de la exactitud: el poder de los papas estaba siempre compartido con emperadores y reyes de diversa clase, o subordinado a ellos. En tiempos más recientes, los papas no han tenido ningún poder civil más allá de las 272 hectáreas de la Ciudad del Vaticano, ningún poder militar en absoluto y hasta su autoridad moral ha sido desobedecida por legiones de fieles).



Norwich, entre cuyas obras de historia popular se encuentran libros sobre Venecia y Bizancio, admira a los papas que fueron administradores y hombres de Estado eficaces, entre ellos León I, que protegió Roma de los hunos; Benedicto XIV, que mantuvo la paz e instauró reformas financieras y litúrgicas, lo que permitió a Roma convertirse en la capital religiosa y cultural de la Europa católica; y León XIII, que condujo a la Iglesia hacia la era industrial. Sin embargo, los papas que alcanzaron la grandeza se vieron superados en número por los corruptos, los ineptos, los venales, los libidinosos, los despiadados, los mediocres y aquellos que no duraron lo suficiente para dejar huella.



Los pecadores, como cualquier dramaturgo o periodista podrá contarles, son más entretenidos que los santos, y Norwich tiene mucho con lo que trabajar. Si prestaron atención durante la escuela secundaria, sabrán algo sobre los papas Borgia, a los que se dedica un capítulo sucintamente titulado Los monstruos. Pero no fueron los primeros ni los últimos sinvergüenzas sagrados, y ni siquiera los más llamativos. Los obispos que recientemente han culpado de la plaga de sacerdotes pedófilos a la cultura libertina de los años sesenta deberían consultar a Norwich para ver las pruebas de que los abusos clericales no son una anomalía histórica.



Sobre el secundario papa del siglo XV Pablo II, por mencionar a uno cualquiera de los pervertidos, Norwich escribe: "Las tendencias sexuales del papa dieron pie a una gran cantidad de especulaciones. Por lo visto tenía dos debilidades - los hombres jóvenes y bien parecidos y los melones -aunque los rumores contemporáneos de que disfrutaba viendo cómo torturaban a los primeros mientras se atiborraba de los segundos seguramente son poco probables".



La conducta sexual impropia ocupa un lugar destacado en la historia del papado (otro capítulo se titula Nicolás I y la pornografía), pero no es ni mucho menos la única mancha de la institución. Clemente VII, el desastroso segundo papa Medici, supervisó "el peor saqueo de Roma desde las invasiones bárbaras, la instauración en Alemania del protestantismo como una religión diferente y la ruptura definitiva con la Iglesia de Inglaterra por el divorcio de Enrique VIII". Pablo IV "inició la campaña más salvaje de la historia papal contra los judíos", al obligarles a encerrarse en guetos y destruir sinagogas. Los derroches de Gregorio XIII sumieron al papado en la penuria. Urbano VIII encarceló a Galileo y prohibió todas sus obras.



La mayoría de los papas, al ser humanos, eran complicados; los granujas tenían cualidades redentoras, los dirigentes capaces tenían defectos. Inocencio III fue el más grande de los papas medievales, un hombre con una asombrosa confianza en sí mismo que consolidó los Estados Papales. Pero también puso en marcha la Cuarta Cruzada, que desembocó en el brutal saqueo de Constantinopla, "la más incalificable de las muchas atrocidades de toda la espantosa historia de las Cruzadas". Sixto IV vendió indulgencias y cargos eclesiásticos "a una escala sin parangón hasta ese momento", nombró arzobispo de Lisboa a un niño de ocho años y dio comienzo a los horrores de la Inquisición española. Pero también encargó la Capilla Sixtina. Y hasta al papa Alejandro VI, de la famila de los Borgia, que cuando accedió al cargo a base de sobornos había sido ya padre de ocho hijos de al menos tres mujeres, se le atribuye el mérito de haber mantenido vivo el amenazado papado gracias a una administración competente y una diplomacia astuta, "por cuestionables que fueran sus métodos para lograrlo".



En el momento en que llegamos al siglo XX, al cabo de unas 420 páginas, nuestras expectativas no son muy elevadas. Encontramos un desalentador capítulo sobre Pío XI y Pío XII, cuyo miedo al comunismo (junto con la eterna vena antisemítica de la Iglesia) les hizo cómplices permisivos de Mussolini, Hitler y Franco. Pío XI, en opinión de Norwich, se redimió por su tardía pero inquebrantable hostilidad hacia los fascistas y los nazis. Pero su condena de Pío XII - que se resistió a todas las súplicas para que se pronunciase en contra de los asesinatos en masa, incluso mientras los camiones transportaban a los judíos desde Roma hasta Auschwitz - es sólida, ecuánime y devastadora. "Es doloroso tener que hacer constar", concluye Norwich, "que, por orden de su sucesor, el proceso de su canonización ya ha empezado. Baste decir aquí que la actual moda de canonizar a todos los papas por principio, si continúa, acabará convirtiendo la santidad en una farsa".



Norwich dedica exactamente un capítulo a los papas de mi tiempo, desde el paternal y amistoso modernizador Juan XXIII, al que claramente adora, hasta el austero Benedicto, que ha tenido unos "comienzos poco firmes". Al popular papa polaco Juan Pablo II - otro candidato a la santidad - le reconoce el mérito de su diplomacia mundial, pero le pone la pega de sus opiniones retrógradas en asuntos de sexualidad e igualdad sexual. La conclusión de Norwich puede recordar a los lectores que se ha presentado a sí mismo como un protestante agnóstico, porque independientemente de su visión de Dios, sus opiniones sobre el papado son claramente prorreformistas. "Hace ya más de medio siglo que los católicos progresistas están deseosos de ver a su Iglesia entrar en la era moderna", escribe. "Con la llegada de cada nuevo pontífice, han expresado sus esperanzas de que se logren avances en los principales problemas actuales (la homosexualidad, la anticoncepción, la ordenación sacerdotal de mujeres). Y en cada ocasión, se han visto decepcionados".



(Reseña publicada en el NY Times el 7 de julio de 2011)