Jesús Marchamalo, nombrado por Antonio Gamoneda Inspector de bibliotecas
Una de las mejores maneras de conocer a una persona es observar sus libros. Lo decía Margarite Yourcenar. Jesús Marchamalo (Madrid, 1960), periodista y escritor curioso donde los haya (sobre todo en cuestiones literarias), se aplicó el cuento y decidió meter sus narices en varias bibliotecas ajenas, las de 20 escritores punteros de nuestras letras: Mario Vargas Llosa, Arturo Pérez-Reverte, Luis Alberto de Cuenca, Juan Manuel de Prada, Javier Marías, Antonio Gamoneda, Luis Landero, Andrés Trapiello, Fernando Savater...
Su propósito, en principio, iba a toparse con el estricto sentido de la intimidad de los hombres de letras, poco dados a abrir las puertas de sus sancta santorum al primer periodista que porracea sus aldabas. Pero ocurrió todo lo contrario: "Fue sorprendente. Las bibliotecas son espacios de reclusión y paz. No esperas que venga nadie a espiar, pero todos a los que se lo propuse se mostraron encantados, incluso aquellos que suelen ser reacios a aparecer en los medios. Fueron todo facilidades". Marchamalo llegaba con un bolígrafo y un cuaderno, sin saber nada de lo que se iba a encontrar. Antonio Gamoneda, con cierta guasa, le impuso el título de Inspector de Bibliotecas. De sus pesquisas ha surgido Donde se guardan los libros (Siruela).
"Mi intención, más que hablar de bibliotecas, era hablar de los propios escritores; hacerlo a través de su libros", explica. Una vez dentro de sus domicilios ese propósito empezaba a simplificarse. La relación de identidad entre las bibliotecas y sus propietarios era, en la mayor parte de los casos, una evidencia. Enrique Vila-Matas es uno de los ejemplos más claros. "Antes de ir a visitarle, me mandó una foto de su biblioteca. Era una imagen muy curiosa, de un rincón apartado donde habían amontonados un centenar de libros, sin orden ni criterio". El autor de Doctor Pasavento volvía a manifestar así su querencia por lo excéntrico, por lo periférico...
Luego, ya en su interior, Marchamalo se encontró con lo que se esperaba: "Su biblioteca era muy grande, sí, pero con unos fondos muy cuidadosamente seleccionados, y organizados con criterios muy personales, casi obsesivos, nada de orden alfabético, ni convenciones de ese estilo. El orden de su biblioteca respondía a un mapa interior único, dibujado por los escritores que más le habían iluminado". Con Robert Walser y su Jacob von Gunten en un lugar preeminente. Le confesó a Marchamalo que gran parte de su manera de narrar había salido de ese volumen, que lucía maltrecho y desgastado de haber sido leído tantas y tantas veces. El insomnio había fatigado sin tregua sus páginas.
Peor aspecto todavía presentaban dos libros que Arturo Pérez-Reverte había rescatado de las ruinas de la Biblioteca de Sarajevo, víctima de las bombas incendiarias lanzadas contra ella por el ejército serbobosnio, que tenía estrangulada la ciudad bajo uno de los asedios más inhumanos de la historia de la humanidad. Fue la noche del 25 de agosto de 1992. Por allí andaba el ya por entonces bien curtido corresponsal de Televisión Española, que luego dedicaría una de sus novelas, Territorio Comanche, a narrar la insania de aquella guerra. Jesús Marchamalo cuenta que los rescoldos de los libros quemados se mantuvieron activos durante tres días. Algunos afirman que en aquel incendio fueron un millón y medio libros.
Porque en las guerras mueren muchas personas, y eso es lo que más duele (por supuesto), pero también las sufren mucho los libros. Nuestra Guerra Civil, sin ir más lejos, fagocitó muchas bibliotecas. Entre ellas, la del padre de Antonio Gamoneda, en Oviedo, desvalijada como toda la casa. Cuando ya vivía en León el único libro que tenía en su casa era, precisamente, el único que había escrito su progenitor, también poeta (Otra más alta vida). Y con él, con los versos de quien le había dado la vida, el premio Cervantes en 2006 aprendió a leer.
Luis Landero también enseñaba a leer a sus alumnos en el instituto. A leer los clásicos. Les intentaba inocular el gusto por Shakespeare, Homero, Cervantes... "Por eso sacaba libros de su propia biblioteca y los metía en el maletero de su coche, para tenerlos a mano en el momento que le pudieran hacer falta para sus clases". Eso le provocó una cierta esquizofrenia bipolar, porque no eran pocas la ocasiones en las que, buscando un título en concreto en su casa, se daba percataba de que estaba en el coche y tenía que estar bajando cada por tres a buscarlo. Esa bipolaridad también la padece Andrés Trapiello, que tiene sus volúmenes repartidos entre Madrid y su finca de Extremadura. Es algo que le genera una gran inseguridad: "Siempre tienes la sensación de que los libros están en el otro lado".
El problema se agrava en el caso de Mario Vargas Llosa. En el Nobel de Literatura este trastorno presenta un vuelta de tuerca de más: es un bibliotecómano tripolar, producto de su errancia constante por el mundo. Tiene tres bibliotecas, una en cada casa que posee, en París, en Lima y en Madrid. En esta última, donde hay alrededor de 5.000 ejemplares (en la capital peruana son más de 20.000) es donde se coló -con permiso- el inspector de bibliotecas. Y allí se encontró el sistema logístico más sofisticado de todos: "Él es muy desordenado pero tiene personas que trabajan ordenándoselas. Le hacen fichas y luego las registran en un programa informático, así sabe en cualquier momento dónde está el título concreto que busca".