Arturo Pérez-Reverte. Foto: Juan Medina / Reuters



El capitán Alatriste se va haciendo mayor. A Arturo Pérez-Reverte, que le dio vida con su pluma, su ingenio y su experiencia en mil guerras, le pasa lo mismo. El uno y el otro comparten "una amistad" que ya tiene quince años. En 1996 salió la primera entrega de la saga de su popular héroe y este miércoles llega a las librerías la séptima, El puente de los asesinos (Alfaguara). Entretanto, son ya cuatro millones de ejemplares los que ha vendido entre España e Hispanoamérica. Un auténtico milagro de la literatura en español. Los dos se conocen ya casi de memoria, son capaces de leerse el pensamiento sin que concurran las palabras, como dos viejos camaradas que se sientan a la par de una chimenea para compartir una botella de vino.



Pérez-Reverte explica esa simbiosis: "Empecé a escribir Alatriste con 45. Ahora tengo casi 60. Evidentemente, he cambiado. Ahora soy más reflexivo, más descreído, todavía más. Yo le presto ahora mi mirada cansada. Y el capitán es cada vez más oscuro, más sabio y más desesperadamente lúcido". Tan lúcido que cuando un alto jerarca de la diplomacia española le cita en Nápoles y le ofrece una copa de vino, Alatriste rápidamente activa todas sus alarmas: "Cuando a un soldado le dan de beber, o está jodido o le van a joder". Y no falla en sus recelos: ahora le toca asesinar al dogo de Venecia, en la basílica de San Marcos, en plena misa del gallo. Una auténtica encerrona.



Ahí arranca la trama de El puente de los asesinos, que coloca al veterano militar en mitad de un laberinto de canales del que le va a resultar muy complicado escapar. La España de Felipe IV, con el imperio forjado por sus predecesores resquebrajándose, intenta así recuperar la hegemonía en el Adriático, muy comprometida por los manejos de la República Serenísima ("Esa puta de mar, la ramera de Europa", según palabras literales y cargadas de bilis de Quevedo). Realmente el capitán está jodido. Su legión de lectores, de todas las edades ("incluidas muchas mujeres", matiza Pérez-Reverte), volverán a tener el corazón en un puño por la suerte del admirado capitán. Un hombre capaz de despertar fervorosas empatías a pesar de que, desde la primera línea de la saga, ya se advierte que no estamos ante una figura ejemplar, sin tacha alguna en su pasado: "No era el hombre más honesto, ni el más piadoso pero era un hombre valiente".



"Alatriste me reconcilia con España", advierte su autor. "Hay días que me levanto y pienso que este país merece que le llueva napalm. Y luego, cuando bajo al bar de la esquina, pides un café, pones la oreja y empiezas a escuchar a los alatristes que hay a tu alrededor: el que acaba de venir de su Flandes que es su oficina, el que acaba de venir de su guerra con el turco que es el matrimonio, el jefe, el político... Te das cuenta de que esa gente, gobernada por personas honradas y cultas, haría cosas estupendas, de hecho cuando tiene oportunidad las hace. Eso me devuelve la fe en la gente y hace que me reconcilie con mi país". Un país que según Pérez-Reverte quedó truncado en ese siglo XVII que tan exhaustivamente está reconstruyendo. "De ahí vienen muchos de los problemas de hoy. Esta España no se comprende sin aquélla. Allí fracasó una España cuyos despojos todavía padecemos. Somos lo que somos porque no fuimos lo que pudimos ser cuando pudimos serlo". Valga el juego de palabras.



Confiesa Pérez-Reverte que cuando está arremangado con sus alatristes muy frecuentemente le da la sensación de que escribe sobre la actualidad. Y la crisis tampoco le es ajena. No hemos aprovechado ahora la época de bonanza para apuntalar un país más sólido. Igual que entonces. Igual que siempre: "Nuestra historia es una sucesión de oportunidades perdidas, de intentos loables y grandiosos que se quedaban en charlotadas circenses". "Durante el imperio malgastamos el oro y la plata de América, no quedó nada. Lo gastamos en guerras, en fiestas y en hogueras de la inquisición. En estos últimos años tuvimos construcción, ladrillo, dinero... ¿Y qué? Lo hemos tirado todo en el Audi, el viaje a Cancún, en política... Cada vez que pasa el oro por nuestras manos lo tiramos, por vanidad, por puro derroche, por irresponsabilidad", remacha.



Ahí está sin duda una de las claves del éxito de esta serie de aventuras de capa y espada: en esa conexión entre pasado y presente, que cada vez se va haciendo más nítida. Aunque, eso sí, señala Pérez-Reverte, "Alatriste no tendría ninguna oportunidad en la España actual. Él es un mercenario, alguien que se gana la vida con la violencia. Algo que ahora es tan políticamente incorrecto pero que en su época era moneda de cambio habitual. Sería un tipo marginal, un delincuente de moto y polígono, carne de presidio". El héroe taciturno y silencioso es hijo de su tiempo, y de ninguno más.



En ese tiempo, el siglo de Oro en las letras, y de plomo en la política, fueron vecinos de Madrid, en cuatro o cinco calles aledañas, Quevedo, Lope de Vega, Cervantes, Calderón de la Barca, Ruiz de Alarcón y otros cuantos segundones de la pluma nada desdeñables. "Si este barrio hubiera estado en Francia, sería ahora un barrio monumental, lleno de placas, de autobuses de turistas... Lo que pasa es que esto es la maldita España. Vas por allí y nadie sabe nada, y a nadie le importa", lamenta Pérez-Reverte. Pero una mañana su visión negativa se la modificó de raíz un profesor que "andaba por allí con su mochililla, rodeado de chavales, diciéndoles aquí nació tal, y aquí murió cual, y en esta casa vivió...". Libraba su modesta batalla contra la ignorancia. Y cuando, por casualidad, avistó al popular escritor, que pasaba por allí, les dijo: "Y este señor es el que ha escrito El capitán Alatriste". "Yo no soy un tipo blando, pero esa vez me emocioné".