Manuel Seco. Foto: Julián Jaén

Espasa. Madrid, 2011. 720 páginas, 39 euros

Este Nuevo diccionario de dudas y dificultades de Manuel Seco es la versión más completa y precisa de un trabajo ya clásico.

La Lexicografía es una tarea delicada, y se aloja en un ámbito restringido en el que sólo tendrían que moverse los especialistas. Pero debe de ser un territorio atractivo, porque son numerosos los aficionados que, practicando el allanamiento de morada, penetran en este recinto con maneras de okupas urbanos sin conseguir otra cosa que poner patas arriba el mobiliario. Por suerte, Manuel Seco no pertenece a esa cuadrilla de lexicógrafos amateurs, y una dilatada ejecutoria avala su autoridad en estas materias. Este Nuevo diccionario de dudas es la culminación de un proceso comenzado cuando, hace más de medio siglo, apareció la primera edición de la obra. Diversas reediciones, reimpresiones y ediciones abreviadas han ido sucediéndose desde entonces, incrementando el texto y modificándolo donde era necesario -porque el lenguaje es un instrumento dinámico y en constante evolución-, hasta desembocar en esta versión, sin duda la más completa y precisa de un trabajo ya clásico. Tanto, que ha sido modelo de muchos otros.



Aceptando la afirmación de Landau según la cual "la imitación es la forma más sincera de lisonja", comenta Seco: "Puede afirmarse que cierto ambicioso y bastante reciente Diccionario de dudas, amparado por el nombre de una venerable institución, ha constituido la mayor de las alabanzas que podía esperar este Diccionario mío en su edición de 1998". Y añade: "Desde la idea general hasta no pocos contenidos concretos, y desde la estructura básica hasta la disposición tipográfica, la obra admiradora deja patente huella de la obra admirada, aunque, por explicable olvido, en ningún lugar haya mencionado la fuente inspiradora" (p. 10). Esa obra innominada y olvidadiza es, naturalmente, el llamado Diccionario panhispánico de dudas de la Real Academia Española, en cuyo enfático título campea ya un prefijo redundante, puesto que hispánico bastaba para englobar a todos los países de habla española. El hecho de que el propio Seco sea académico no significa que comparta los mismos criterios idiomáticos de la institución.



En el artículo ADECUAR se señala, por ejemplo, que debe rechazarse la extensión creciente de la acentuación adecúa frente a la correcta adecua, si bien el Diccionario académico -y el "panhispánico"- aceptan las dos (según el autor, "desacertadamente" en el caso de la forma acentuada). Algo parecido sucede con PALIAR, que, como Seco advierte, se conjuga, en cuanto al acento, como cambiar, aunque existe una modalidad con acento ("palía") que es la "única que conoce el DRAE". Cuando Seco censura la inclusión innecesaria en el DRAE de "millardo", observa que algunos "han empezado a usar el nuevo vocablo por seguir la creación académica, en la creencia ingenua de que todo lo que inventa la Academia tiene carácter preceptivo" (p. 411). En el artículo EFEMÉRIDE se indica un grueso error del Diccionario académico; en GREGÜESCOS se hace notar la inconsistencia de haber incluido en el DRAE una forma falsa, y parecidas consideraciones provoca la palabra "desapercibido", que desata esta dura crítica: "la postura académica ante la locución pasar desapercibido es tan suficientemente imprecisa para que haya hoy críticos del lenguaje que sostengan opiniones opuestas entre sí basándose unos y otros en las mismas confusas explicaciones del DRAE" (p. 213 a). En otro lugar se juzga equivocada, con buen criterio, la voz extrovertido, aceptada por el DRAE. Los motivos de discrepancia son frecuentes, y en casi todos los casos hay que suscribir la opinión de Seco por ser más sensata y de sentido común. No falta algún caso curioso, como el de la voz PRESA, forma lexicalizada en usos como "presa del miedo". Indica el autor que en estos casos existe variación de número ("miles de personas huyeron presas del pánico"), pero no de género, aunque señala un par de desviaciones: dos usos de "preso de" correspondientes a escritores que son también académicos.



A propósito de la locución hacer agua (una embarcación o, en sentido figurado, un negocio o cualquier empresa), señala el autor la frecuente confusión -que tacha de ridiculez- con hacer aguas, que significa "orinar", para añadir: "El hecho de que este uso haya sido recogido por el DRAE no significa que sea aceptable; es solo una equivocada cesión de la Academia ante la ignorancia de algunos periodistas" (p. 42). Tiene razón, pero conviene matizar: no es únicamente error de periodistas y gacetilleros. Se ha introducido también en obras literarias o que aspiran a serlo. En dos novelas recientes -una de ellas avalada por un importante premio- he recogido "la economía hace aguas por todas partes" y "[el pacto] hace aguas". Esas aguas desbordan los cauces del periodismo y encharcan cada vez más las riberas de la literatura.



Lo mismo sucede con ciertos usos censurables que, por lo general, se registran apoyados por textos periodísticos y pueden dar la sensación de que sólo en este terreno se conculcan ciertas normas idiomáticas, cuando lo cierto es que están invadiendo velozmente las páginas literarias. He aquí unos pocos ejemplos de usos reprobados por Seco que figuran en obras de este mismo año, algunas elogiadas por la crítica: "las miles de despedidas", "un pequeño hacha", "ese agua", "se autoinculpa", "se autoinmolan", "se autoconcede un privilegio", "[hotel] al que sus propietarios autoconcedían magnánimamente siete estrellas", "a día de hoy", "vuelvo en unos minutos", "no se dignaba a mantener contactos". Estos y otros muchísimos casos cuya enumeración sería aquí imposible justifican la utilidad y la necesidad de un diccionario como éste, que ofrezca soluciones seguras y no permiso para circular libremente según el capricho de cada uno. Siempre habrá personas refractarias a cualquier consulta por carecer de dudas a la hora de atropellar el idioma, pero la mayoría de quienes se sienten ante un teclado podrán disponer de un valioso elemento auxiliar, no sólo por su parte más extensa -la del diccionario propiamente dicho-, sino por el medio centenar de páginas del preciso compendio gramatical que completa el volumen. Como, además, Seco es un lingüista y no un político, ha hecho bien en recoger topónimos con observaciones como ésta: "LÉRIDA. La ciudad y la provincia que en catalán tienen el nombre de Lleida se denominan en castellano Lérida, y es esta la forma que debe usarse cuando se habla o escribe en español". He aquí un aviso que convendría grabar con letras mayúsculas en las mentes de ignaros y medrosos.



Tan ingente material invita a las matizaciones. Sorprende que se incluya una palabra como "finalizar" -desaconsejando acertadamente su uso abusivo- y no otras que incurren en el mismo vicio de alargar enfáticamente los vocablos, como "culpabilizar", un disparate cada vez más utilizado, que se sitúa en la línea de esos estiramientos léxicos propios del mal lenguaje político y contrarios a la economía del idioma, que tiende siempre a abreviar los vocablos desmedidos, como "cinematógrafo" o "motocicleta".



Por otra parte, convendría ampliar el artículo dedicado al prefijo AUTO-, sobre todo en vista del auge que están cobrando últimamente muchos usos como los señalados antes. En la locución "de buena mañana", documentada con un texto de Vázquez Montalbán, no hay que pensar en un galicismo, sino en catalanismo puro y simple. Y la "claror" que figura en Azorín es valencianismo, no aracaísmo. La diferencia señalada entre influir e influenciar parece discutible, y lo cierto es que la introducción del galicismo influenciar era innecesaria. Y acaso hubiera sido útil señalar que un anglicismo tan extendido hoy como "prácticamente" (por "casi") arrastra hacia usos de mala retórica, también muy comunes, como "la práctica totalidad de los asistentes" (por "casi todos los asistentes"). De aquellos polvos vienen estos lodos.