Nicanor Parra.
Durante los últimos años, dedicados en buena parte a los trabajos de edición de las Obras completas de Nicanor Parra, me he preguntado muchas veces, y me han preguntado otras tantas, sobre las razones de que la antipoesía haya tenido en España tan escaso arraigo. Una de las formas de responder a esta pregunta, acaso la más honesta de todas, consiste en examinar los elementos con que contaba la tradición literaria española para hacer comprensible una apuesta tan radicalmente innovadora como era -y sigue siendo- la de la antipoesía. Por este camino, me he preguntado si entre los poetas españoles del siglo XX había alguno que, antes de Nicanor Parra, señalara de algún modo en su dirección. Y sólo después de mucho dar vueltas a la cuestión, descontento con todas las indicaciones que recibía, fui a reparar recientemente en el poeta español que, tras considerarlo con atención, tengo el convencimiento de que es, en el horizonte entero de la lengua, y no sólo en España, uno de los que mejor anticipa -si bien de un modo discreto y pudoroso, como es propio de él- los rumbos de la antipoesía.Me refiero a Antonio Machado. Pero no al Antonio Machado modernista, que en más de una ocasión ha sido recordado al comentar las derivas neorrománticas de la poesía de Parra (desde "Preguntas a la hora del té", por ejemplo, en la primera parte de Poemas y antipoemas, hasta "El hombre imaginario"), sino al Machado más tardío, el que escribe por boca de sus heterónimos Abel Martín y, muy especialmente, Juan de Mairena.
Me propongo, en lo que sigue, justificar apresuradamente este convencimiento, con la esperanza de que haya mejor ocasión para fundamentarlo. Para ello, sugeriré algunos paralelismos entre las ideas que Machado se hacía de la poesía en la década de los treinta y algunas de las que, pocos años después, el joven Nicanor Parra emplearía para resolver su propio rumbo poético. El amago puede resultar peregrino, pero servirá, en el peor de los casos, para poner de relieve algunos de los principales resortes que abrieron el camino a la antipoesía.
La trayectoria literaria de Antonio Machado (Sevilla, 1875 - Colliure, 1939) constituye, contemplada en su conjunto, un prolongado intento de superación del individualismo romántico -en que el poeta se forjó- en dirección a una objetividad que se le revelará cada vez más inalcanzable.
Si los comienzos de Machado están dominados, en el tránsito de un siglo a otro, por el ascendente poderosísimo de Rubén Darío, cuando accede Machado a su madurez hace ya tiempo que en España brilla con fuerza el astro de Juan Ramón Jiménez, que muy pronto se ha de convertir en conductor de la brillante generación poética que entonces emerge. Guarda un elevado interés observar las posiciones que mantuvo Machado durante los años veinte respecto a la nueva poesía. Su actitud abiertamente saludadora no rebajó la suspicacia con que, desde muy pronto, detectó el neobarroquismo al que propendían naturalmente los jóvenes poetas, con Pedro Salinas y Jorge Guillén al frente.
Machado no había simpatizado gran cosa con la exaltada imaginería del ultraísmo y del creacionismo que preludiaron la gran eclosión protagonizada por los poetas de la llamada Generación de 1927. Entendía que había mucho de supersticioso en "ese culto a las imágenes líricas", y puntualizaba: "No olvidemos los fines por los medios. Imágenes, conceptos, sonidos, nada son por sí mismos, de nada valen en poesía cuando no expresan hondos estados de conciencia".
En los nuevos poetas saluda Machado la "objetividad lírica" con la que parecen rebelarse contra una lírica "enferma de subjetividad". Pero esa nueva objetividad corría el peligro, según Machado, de enfrascarse en ese "álgebra superior de las metáforas" que Ortega y Gasset daba tan satisfechamente por definición de la poesía.
De ese peligro le avisan a Machado su convicción cada vez más arraigada de que "la poesía es la palabra esencial en el tiempo". Al poeta, dice Machado, "no le es dado pensar fuera del tiempo absolutamente nada". Una convicción que, superpuesta al rechazo creciente que experimenta hacia toda forma de individualismo burgués, da en la reclamación, por parte de Machado, de "una nueva sentimentalidad", superadora de la heredada del romanticismo. Una sentimentalidad que haría florecer, según él, "un arte futuro pobre de intimidad pero rico en acentos expresivos de lo común y genérico, un arte para multitudes urbanas, de ágora, de estadium, de cinema monumental, de plaza de toros".
El propio Machado, forjado como poeta en el gusto por el intimismo de tendencia simbolista, del que nunca acertó a desimpregnarse del todo, se supo muy pronto inepto como cantor de esa nueva sentimentalidad. De ahí que en sus últimos años se aficionara de modo cada vez más desenvuelto a la prosa de ideas, bien que formulada en su caso con un talante conversacional, transida de ironía y trufada de cuñas líricas. Será así como, por boca de su heterónimo Juan de Mairena, "profesor apócrifo" de retórica y poética, esparcirá Machado en la prensa española de los años treinta, a su modo informal y bienhumorado, algunas ideas sobre la poesía venidera que parecen clamar por la aparición de un poeta como Nicanor Parra. Destacaré a continuación sólo unas pocas de esas ideas, las más cardinales, que daré mediante citas directas, algunas de las cuales bien podrían atribuirse al futuro antipoeta.
Insiste Machado, por boca de Mairena, en alertar sobre los peligros de una literatura que cada día "es más escrita y menos hablada", y defiende la naturalidad en la poesía, desde la convicción de que "las más certeras alusiones a lo humano se hicieron siempre en lenguaje de todos".
"La poesía es -decía Mairena- el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo. Eso es lo que el poeta pretende eternizar, sacándolo fuera del tiempo, labor difícil y que requiere mucho tiempo, casi todo el tiempo de que el poeta dispone. El poeta es un pescador, no de peces, sino de pescados vivos: entendámonos: de peces que puedan vivir después de pescados."
En esta tarea de pescar "pescados vivos", Mairena recomienda a sus alumnos no desatender "los tópicos, lugares comunes y frases más o menos mostrencas de que nuestra lengua -como tantas otras- está llena". Y añade: "Meditad preferentemente sobre las frases más vulgares, que sueles ser las más ricas en contenido. Reparad en ésta, tan cordial y benévola: 'Me alegro de verte bueno'. Y en ésta, de carácter metafísico: '¿Adónde vamos a parar?'. Y en estotra, tan ingenuamente blasfematoria: 'Por allí nos espere muchos años'. Habéis de ahondar en las frases hechas antes de pretender hacer otras mejores."
"Yo nunca os aconsejaré que escribáis nada", sigue diciendo Mairena, "porque lo importante es hablar y decir a vuestro vecino lo que sentimos y pensamos. Escribir, en cambio, es ya la infracción de una norma natural y un pecado contra la naturaleza de nuestro espíritu. Pero si dais en escritores, sed meros taquígrafos de un pensamiento hablado."
La atención al habla y a la lengua común y vulgar aparece en Mairena/Machado inevitablemente aliada al interés por el folklore. Mairena, escribe Machado, "tenía una idea del folklore que no era la de los folkloristas de nuestros días. Para él no era el folklore un estudio de las reminiscencias de viejas culturas, de elementos muertos que arrastra inconscientemente el alma del pueblo en su lengua, en sus prácticas, en sus costumbres, etcétera". Era, por el contrario, un caudal vivo de inspiración y de gracia. De ahí que se atreviera a exhortar a sus alumnos en los siguientes términos: "Si vais para poetas cuidad vuestro folklore. Porque la verdadera poesía la hace el pueblo. Entendámonos: la hace alguien que no sabemos quién es o que que, en último término, podemos ignorar quién sea, sin el menor detrimento de la poesía. No sé si comprenderéis bien lo que digo. Probablemente, no".
No es de extrañar este escepticismo de Mairena respecto a la simpatía con que, en tiempos tan proclives al Yo, podía ser recibida su reivindicación de la sustancia impersonal de la poesía. Pese a lo cual, insiste Mairena en afirmar que "en nuestra literatura casi todo lo que no es folklore es pedantería", entendido el folklore como "saber popular, lo que el pueblo sabe, tal como lo sabe; lo que el pueblo piensa y siente, tal como lo siente y piensa, y así como lo expresa y plasma en la lengua que él, más que nadie, ha contribuido a formar".
"Huid del preciosismo literario, que es el mayor enemigo de la originalidad", recomienda Mairena en otro lugar. "Pensad que escribís en una lengua madura, repleta de folklore, de saber popular, y que ese fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiempos."
Estas y otras palabras de Mairena apuntan al tipo de reflexión que no mucho después iba a determinar los rumbos de la antipoesía. No sirven sólo para explicar los presupuestos de algunas de sus apuestas más extremas, como pueden serlo el riguroso folklorismo de La cueca larga o la cosificación de los artefactos: contribuyen además a comprender la naturaleza del parentesco profundo que las vincula.
El propio Antonio Machado ensayó fórmulas poéticas consecuentes con el ideario de Mairena. Lo hizo sobre todo a través del supuesto maestro de este último, Abel Martín, en Nuevas canciones (1924) y en las sucesivas ampliaciones de De un cancionero apócrifo (título de resonancias muy coincidentes con el futuro Cancionero sin nombre de Parra, de 1937). Junto a sonetos de impecable factura modernista y tiradas de grave prosa filosófica se ofrecen bajo estos dos títulos "proverbios y cantares", "consejos, coplas y apuntes" que beben al mismo tiempo en la lírica de tipo tradicional y en el refranero, prolongando una tendencia abierta por Machado en Campos de Castilla (1912), libro que tanto bebía ya en el romancero.
En la nueva voz de Machado, nada anticipa la estilización garcialorquiana del primer libro de Parra y sí en cambio se reconoce una actitud que, convenientemente elaborada y radicalizada, se parece bastante a la que dará lugar, mucho más tarde, a la "explosión" de los artefactos. A través de la lírica popular accede Machado a una suerte de "objetualidad" que, en el contexto de los años veinte del siglo pasado, revela con los artefactos de Parra una afinidad mucho más honda que la que contemporáneamente ostentan, por ejemplo, las greguerías de Ramón Gómez de la Serna (véanse sino piezas como éstas: "Hoy es siempre todavía"; "Conversación de gitanos: / -¿Cómo vamos, compadrito? -Dando vueltas al atajo"; "¡Reventó de risa! / ¡Un hombre tan serio! / ...Nadie lo diría", etc.).
Pero es de Juan de Mairena, de sus "sentencias, donaires, apuntes y recuerdos", de quien, como va dicho, surgen, en forma de lecciones de retórica y de poética, los más intensos destellos anunciadores de la antipoesía. Admira la cantidad de complicidades que cabe establecer entre las ideas del "profesor apócrifo" y las que pone en juego Nicanor Parra. El siguiente fragmento, por ejemplo, contiene una pista útil para "consumir" adecuadamente los Discursos de sobremesa: "Las razones no se transmiten, se engendran por cooperación, en el diálogo. El orador necesita impresionar a su auditorio, y para ello refuerza con el tono, el gesto y a veces la cosmética misma, todo cuanto dice, y a pesar suyo dogmatiza, enfatiza y pedantea en mayor o menor grado".
Tanto Mairena como Parra conceden un importante protagonismo a lo dramático entendido como acción, "acción humana, acompañada de conciencia y, por ello, siempre de palabra" (Mairena). Por aquí desemboca Mairena, como Parra, en la celebración de Shakespeare -"ese gigantesco creador de conciencias"- como el más grande de los poetas. A lo que sigue, en boca de Mairena, esta importante acotación, tan oportuna para valorar en su justo alcance un trabajo como el realizado por Parra en Lear rey & mendigo: "Tal vez sea Shakespeare el caso único en que lo moderno parece superar a lo antiguo. Traducir a Shakespeare a de ser empresa muy ardua, por la enorme abundancia de su léxico, la libertad de sus sintaxis, llena de expresiones oblicuas, cuando no elípticas, en que se sobrentiende más que se dice. Ha de ser muy difícil verter a otra lengua que aquella en que se produjo una obra tan viva y tan… incorrecta como la shakesperiana".
Menudean entre las de Mairena las opiniones susceptibles de ser incorporadas a un poética como la que articulará Parra apenas dos décadas más tarde. Así, por ejemplo, la importancia que concede a la risa y su correspondiente invocación de la figura del clown: "Para ser clown hay que ser inglés, pertenecer a ese gran pueblo de humoristas que tan profundamente ha comprendido el inmortal proverbio del cómico latino: 'Nada humano es ajeno a mí', y, menos que nada, la inagotable tontería del hombre. El clown la exhibe en sí mismo, la profesa como tonto de circo, con la seriedad y la alegría de los niños y de los santos. Cuando vemos y escuchamos a un clown inglés nos explicamos la existencia de un Shakespeare, tan repleto de humanidad y bufonería".
Así, también, la insistencia de Mairena en la transparencia esencial del acto poético, "personificada" en la figura e Don Nadie: "¡Don Nadie! ¡Don José María Nadie! ¡El excelentísimo señor don Nadie! Conviene que os habituéis -habla Mairena a sus discípulos- a pensar en él y a imaginarlo. Como ejercicio poético no se me ocurre nada mejor".
Antes ya de que Mairena obtuviera carta de nacimiento por parte de su creador, éste se pronunciaba rotundamente en contra de la autonomía del arte, declarando que el mejor artista es el que "transforma en arte lo que no es arte, como la abeja hace miel del jugo de las plantas". Lo hacía en respuesta a una encuesta hecha en 1920 entre escritores a propósito de las dos grandes preguntas planteadas por Tolstói: "Qué debemos hacer?" y "¿Qué es el arte?". Y añadía, anunciando su cambio de rumbo poético: "Yo, por ahora, no hago más que folklore, autofloklore o folklore de mí mismo. Mi próximo libro [Nuevas canciones] será, en gran parte, de coplas que no pretenden imitar la manera popular -inimitable e insuperable, aunque otra cosa piensen los maestros de retórica- sino coplas donde se contiene cuanto hay en mí de común con el alma que canta y piensa en el pueblo".
Con todo esto no se pretende, ni mucho menos, sugerir una influencia de Machado sobre Parra, influencia más que improbable y en el mejor de los casos irrelevante. Pero tampoco se pretende reducir a curiosidad ni a simple coincidencia lo que es indicio claro de una tendencia latente en toda la poesía del siglo XX, tendencia que apunta más allá de las vanguardias de todo signo y que se resuelve finalmente en el gran vuelco de la antipoesía. Lo que se pretende más bien es mostrar cómo en la tradición literaria española circulaban, ya desde los años veinte, y en sorda polémica con las conquistas más llamativas del surrealismo y sus derivaciones, ideas susceptibles de allanar el camino al gesto refundador de Nicanor Parra.
No fue la ausencia de esas ideas, sino la traumática interrupción de su natural articulamiento y desarrollo, debida a la Guerra Civil, la que habría hurtado a la tradición literaria española el terreno en que la antipoesía podía arraigar, ser bien entendida e influir convenientemente. La dramática muerte de Antonio Machado en el exilio, en la población francesa de Colliure, adonde llegó después de atravesar la frontera a pie, en medio de la desbandada republicana, ofrece un testimonio elocuente y desgarrador de esa ruptura.
Ya en la posguerra, los poetas españoles proyectarían los atisbos de Machado y su ejemplaridad moral sobre un trasfondo social e histórico que desvirtuaría en buena medida sus alcances y que tendría por más grave consecuencia abonar el malentendido en torno a cuáles eran los designios de la antipoesía.
Previamente, sin embargo, el malentendido se habría cebado sobre la figura misma de Machado, admirado primero por su compromiso político y luego como autor ocasional de unos cuantos poemas memorables. Fue uno de sus más tenaces estudiosos, el también poeta José María Valverde, quien mejor acertó a reclamar otra mirada, recordando al poeta en su integridad no sólo moral, señalando al hombre que, ya casi en su vejez, no dudó en avanzar "por un camino cada vez más hondo y difícil, quizá sacrificando la poesía misma en algún momento, si por poesía se entiende sólo la producción de brillantes piezas líricas desconectadas de un destino humano integral". Valverde insiste con razón en recordar al "último" Machado, aquel que "renuncia a ser poeta en el sentido vulgar y corriente de la palabra para convertirse en personaje dramático, o mejor, trágico, en protagonista de su propia tragedia, como un Shakespeare que resultara ser la misma persona que el rey Lear"*.
A propósito de Kafka (escritor él sí, por cierto, muy influyente en Parra), Borges dejó dicho que "cada escritor crea a sus precursores". Es en este sentido del término en el que se trae aquí a Machado, y más en concreto a su Juan de Mairena, como precursor inesperado de Nicanor Parra. Probablemente, no haya en la poesía española de la primera mitad del siglo XX ningún otro nombre al que este título convenga con más propiedad.
* José María Valverde, Introducción biográfica y crítica a su edición de Antonio Machado, Nuevas canciones y De un cancionero apócrifo, edición de J.M.V., Madrid, Castalia (Clásicos Castalia 32), 1971, p. 8. Las citas que se hacen de Machado en este ensayo proceden de esta edición y de Antonio Machado, Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo, edición de J.M.V., Madrid, Castalia (Clásicos Castalia 32), 1971.