Adiós a la Universidad
Jordi Llovet
16 diciembre, 2011 01:00Foto: Rodolfo Molina
Jordi Llovet no se limita a evocar lo que una vez fue la Universidad humanista, ni a retirarse al jardín mientras llegan los bárbaros, ofrece una hermosa lección de despedida, escrita con ingenio y humor.
Lejos de contentarse con entonar lamentos nostálgicos, Llovet compone un himno a la belleza del cultivo de las letras, a la pasión de leer y escribir, a la riqueza espiritual de la conversación culta y la convivialidad, a la importancia de los buenos maestros y al poder de la palabra inteligente, forjadora de mundos mejores de los que cabe esperar de las actuales mercadocracias, reivindicando el valor irreemplazable de la herencia de la que son depositarias las humanidades. La suya es una lección encaminada a proporcionar herramientas teóricas que permitan reaccionar frente a la amenazadora deriva de la educación universitaria hacia un modelo prioritariamente interesado por la eficacia económica.
Para ello compagina el relato autobiográfico de su propia vocación filológica con un recorrido histórico por el devenir de las Universidades europeas desde su surgimiento en la Edad Media hasta su presente reconversión bajo un formato que privilegia la instrucción especializada en oficios de alta emplea- bilidad. El sabroso anecdotario con que Llovet recrea los más variados episodios de su vida académica nos recuerda la inquietud política de aquellos estudiantes universitarios de la etapa final del franquismo de los que él formó parte, sin ahorrar tampoco detalles a la hora de describir las miserias de las cátedras y los muchos intereses mezquinos que luego lastraron la renovación de la Universidad española en las primeras décadas democráticas. Su texto es tan poco complaciente en ese sentido, que desdibuja la importante labor de recuperación del contacto con la cultura europea del momento que llevó a cabo su generación.
Tampoco es complaciente Llovet al analizar la responsabilidad de los propios representantes de la educación humanística en su descrédito. Una estrategia defensiva mal entendida ha llevado a rebajar el nivel de exigencia en las carreras de humanidades con tal de no ver descender drásticamente su número de licenciados. Al recalar parte de estos egresados en la enseñanza secundaria o en la superior, se ha filtrado a los centros una cantidad considerable de personas sin suficiente preparación, a menudo indolentes y meros amigos del funcionariado, que impiden a los buenos profesores desarrollar su labor y provocan un círculo vicioso de difícil solución. La vía, sugiere Llovet, pasa por una recuperación de la dignidad de la tarea docente (compromiso, ejemplaridad, reconocimiento, mejora salarial, etc.), así como por una repolitización del profesorado y, en no menor medida, del estudiantado. A esta conclusión conduce el perspicaz examen de los puntos débiles del Plan Bolonia que acomete en los capítulos centrales de su ensayo.
En ellos comienza planteando algunas serias dificultades al cumplimiento de los buenos propósitos declarados por dicho Plan. Por ejemplo, la inexistencia de una lengua común, como antaño lo fuera el latín, para favorecer la libre circulación de estudiantes y académicos por toda Europa, cosa que a su juicio no hará sino provocar más desequilibrios entre lenguas y estudiantes. O la asunción implícita de que la Unión Europea está basada en la moneda y el mercado antes que en una cultura común. En este punto resulta iluminador el modo en que Llovet explica por qué las humanidades poseen una lógica muy distinta a la de las ciencias técnicas. Sus categorías no son tampoco las de la utilidad inmediata. Lo cual no significa que carezcan de proyección pragmática, al contrario: la unidad de Europa fue precisamente un resultado del cultivo de las humanidades. Siglos más tarde, la Universidad humboldtiana replicó al tecnocrático y compartimentado sistema educativo napoleónico con una visión integradora del saber.
La cuestión no se dirime, pues, en los simples términos de si la Universidad futura ha de apoyar a unas disciplinas carentes de aplicación y rentabilidad o concentrarse en el aprendizaje de oficios productivos y el desarrollo de investigación aplicada. Lo que está por decidir es si queremos que se limite a formar profesionales en las diversas ramas especializadas que demanda el mercado o a ciudadanos reflexivos, capaces de comprender el presente, juzgarlo críticamente y pensar un porvenir más libre y razonable. Sin historia, antropología, literatura o filosofía, sin el espacio reflexivo y los insustituibles recursos intelectuales que dispensan las humanidades, no sólo nos aguarda el triste escenario de unas Universidades incultas, sino el de unas democracias con individuos en perpetua minoría de edad, ineptos para la soberanía política. Llovet no da por definitivo el eclipse actual de las humanidades. Tras todo lo expuesto, el coraje de su esperanza es muy de agradecer.