Juan Sardá. Foto: Paco y Manolo.

El mundo vive tiempos convulsos. La incertidumbre asedia a sus moradores de una manera acuciante. Todo es más complejo, todo está cambiando: los países que tienen la sartén por el mango en el concierto internacional; la manera de comunicarnos (Twitter y Facebook y un entramado infinito de redes sociales mediante); los cauces de convivencia, en pareja, en sociedad; el papel de los Estados frente a las corporaciones... Es muy difícil saber cuál es nuestra función sobre este suelo que se tambalea. Los códigos de hace cuatro días resultan inservibles para desenvolverse entre tanta volatilidad.



Juan Sardá (Barcelona, 1976) es uno de tantos ciudadanos que asiste a esta vorágine de mutaciones radicales estupefacto. Él también se pregunta cómo se desarrollarán los acontecimientos en el futuro, adónde nos abocará tanta inestabilidad. Esa estupefacción, no obstante, no le ha petrificado. Al contrario: de ella nace su segunda novela, Taksim (Suma de Letras), en la que intenta aventurar una respuesta literaria sobre los tiempos que se avecinan. "Estamos viviendo un momento de la historia de la humanidad muy complicado. Parecía, como apuntó Fukuyama, que la historia había terminado, que el mundo, salvo aspectos secundarios, tenía asentadas sus bases de forma definitiva. Pero en los últimos años nos hemos dado cuenta de que no es para nada así: vemos que los problemas pendientes de resolver son cruciales", explica Sardá.



El periodista y escritor barcelonés, colaborador de El Cultural, que publicó su primera novela (Dinámica de los cuerpos eléctricos) en 2009, perfila una civilización distópica, en el año 2080, más de seis décadas después del fin de la III Guerra Mundial, en la que la población mundial se ha visto reducida drásticamente (miles de millones de muertos bajo las bombas y a consecuencia de sangrientas purgas) tras un enfrentamiento entre "las naciones libres" y un bloque formado por países como China, Rusia y algunos estados árabes y africanos. Las ciudades han perdido sus nombres originales (Barcelona se llama Coca-Cola Light) y las grandes corporaciones dominan la vida de los individuos hasta en sus detalles más íntimos.



El ejemplo quizá más llamativo de ese dominio es la trampa que descubre el protagonista, Jakob, un productor de cine de ideas y costumbres un tanto alocadas: tras ocho años de relación con su marido, un buen día se entera de que éste es un robot (de la versión más sofisticada) que puso su empresa en su camino para tenerle controlado. "Me interesaba analizar cómo recupera la capacidad de amar una persona que ha sufrido un desengaño tan fuerte. Esta es la parte íntima de la novela".



La política rezuma una visión crítica del estado de cosas actual (Sardá no esconde su apoyo a la oleada de indignación que ha agitado las plazas españoles hace escasos meses). En realidad los trastornos o aberraciones sociales que implícitamente se denuncian durante la narración "ya están muy presentes en nuestro tiempo". Los robots que se encargan de las labores más duras e ingratas recuerdan a los inmigrantes en las ciudades occidentales desarrolladas. La pertenencia extrema de los individuos a sus empresas la toma Sardá de los grandes complejos que las multinacionales construyen en las periferias, y donde sus operarios trabajan, viven, estudian y desarrollan buena parte de su vida social. "Hay gente que se siente mucho más de Apple que de España o de Estados Unidos", advierte Sardá para ilustrar este fenómeno, llevado al extremo en Taksim (el nombre lo toma de una popular plaza de Estambul) pero ya vigente en los tiempos que corren.



Pero sí algo pretende ser Taksim, aparte de una buena novela, es un alegato contra la violencia y los prejuicios inmutables. "Vivimos en un mundo en el que hay un enfrentamiento brutal entre corrientes progresistas y conservadoras. Es algo que está enmascarado en la nebulosa de los medios pero que es real". La novela, cuya narración salta de un personaje a otro, ofrece una visión poliédrica y matizada de las partes implicadas en las luchas a cuento del terrorismo, la inmigración, la homosexualidad, la ideología política... "Lo que quiero que quede patente es que los que están a cada lado de la trinchera no son tan diferentes. La pura verdad es que son mucho más parecidos de lo que se creen, y de ahí el sinsentido de que se odien".