Stephen Jay Gould
Como biólogo darwinista, Stephen Jay Gould (1941-2002) libró una guerra sin cuartel contra quienes simplifican excesivamente la teoría de la evolución. A menudo insistió en que comprender cómo funciona un organismo hoy no necesariamente explica por qué evolucionó de un determinado modo. Y cuando el organismo en cuestión es el ser humano, Gould admitió de buen grado que más valía recurrir a Lamarck que a Darwin, pues los humanos transmitimos los rasgos culturales directamente a nuestra descendencia. En esta antología de críticas publicadas originalmente en 'New York Review of Book', el célebre autor de 'Desde Darwin' se ocupa de asuntos como la sociobiología y las teorías raciales de Arthur Jensen, y de autores como Jeremy Rifkin, conocido detractor del darwinismo y de la ingeniería genética, o Barbara McClintock, precursora de la genética molecular, a quien la ciencia oficial desdeñó en buena medida por el simple hecho de ser mujer. A continuación puede leer una de las reseñas que se recogen en 'Un erizo en la tormenta'.EL DETECTOR DE CHARLATANES
Reseña de Science: Good, Bad, and Bogus, de Martin GardnerHace tan solo una década, en los días embriagadores en que los psicólogos creían que habían descubierto las capacidades conceptuales de los simios enseñándoles el lenguaje de signos estadounidense, uno de los investigadores más relevantes me confesó que a su chimpancé no le enseñaría uno de los elementos clave: el hecho de su propia e inevitable muerte. Ningún otro animal, me explicaba, entendía el más terrible de todos los hechos, y él había tenido terribles visiones en las que su mono instruido difundía las malas noticias con signos a todo el reino chimpancé.
Desde que asumimos este hecho como la consecuencia más desgraciada de tener un cerebro desarrollado, hemos hecho todo lo posible por mitigar su doloroso mensaje. Me acordé de esto hace poco cuando canté el gran motete de Bach Jesu meine Freude y llegó al momento sublime de la fuga, el trabalenguas más terrible acerca de Dios: Sie aber seid nicht fleischlich, sondern geistlich (No estás hecho de carne, sino de espíritu). La mayor parte de los trabajos filosóficos, religiosos, sobre el arte o sobre la música existen para lamentarnos por nuestra mortalidad o para argumentar una continuidad espiritual que nos permita aceptar nuestro declive físico y la inevitable decadencia del cuerpo.
Mucho antes de que el empresario circense P. T. Barnum formulara la ecuación correcta entre el nacimiento de imbéciles y el paso del tiempo («Cada minuto nace un imbécil»), la búsqueda legítima de consuelo ha tenido como contrapartida el enorme mundo subterráneo de la charlatanería y los disparates acerca de los fenómenos ocultos. En él podemos buscar tanto la comunicación directa con las almas del más allá (espiritismo) o del presente (la telepatía y otras formas de percepción extrasensorial), como inventarnos un reino superior e independiente de las fuerzas espirituales y esperar poder conectar aprovechando sus poderes (psicoquinesia) o vivir con arreglo a sus leyes (astrología).
Además (¿y en virtud de qué otro elitismo pretencioso podríamos razonar?) el ocultismo siempre ha estado demoda, tanto en los elegantes círculos intelectuales como en los libros de bolsillo de los supermercados o del National Enquirer. Hace unos años escribí al director de la librería Harvard Coop para quejarme de que habían cambiado de sitio la sección de libros científicos de bolsillo y ahora estaba en otra planta, en un sitio mucho menos visible, y que en su lugar habían puesto una importante sección de astrología y ocultismo. Me contestó que no habían eliminado la sección de libros científicos, sino que se habían limitado a reubicarla de una forma que reflejaba la «realidad de las ventas». Le respondí que nunca había puesto en cuestión sus motivos, pero que había escrito para protestar. Habíamos llegado a un callejón sin salida.
En estas circunstancias, el racionalismo acosado necesita a sus polemistas expertos; escritores que combinen ingenio, análisis a fondo, prosa aguda y razonamientos dulces con una amplitud de miras que borre las majaderías sin frenar la innovación, y que dé una imagen positiva de la humanidad y los aspectos emocionantes de la ciencia, en vez de los (y cito las inmortales palabras con que el señor Agnew se refirió al señor Safire) «virreyes charlatanes del negativismo».
Durante más de treinta años Martin Gardner ha interpretado este papel ingrato con una eficiencia incansable y que rara vez se ha teñido de mal humor. Es mucho más que un individuo que lucha por sus propias causas; se ha convertido en un inestimable experto a escala nacional. Y como los expertos necesitan antologías, doy la bienvenida a esta recopilación de sus escritos que van de 1950 a 1980.
El sustrato que nutre la literatura de lo oculto es nuestro deseo de creer. El anhelo de encontrar un significado fácil a las cosas o alcanzar la inmortalidad no se puede vencer a través de argumentos lógicos. Pero el ocultismo también recibe el apoyo de dos fuentes más que pueden atacarse con éxito. Y Gardner trabaja justamente en el terreno de estas dos fuentes, en las que tiene más posibilidades de salir bien parado.
Primero, la candidez humana tiene un valor efectivo que permite a los manipuladores expertos hacer muchísimo dinero. Por cada investigador parapsicólogo sincero (aunque ingenuo) hay diez charlatanes que hacen un mal uso del arte de la magia en el escenario para aumentar su prestigio y el dinero de sus bolsillos. Los verdaderos magos, desde el gran Houdini al increíble Randi, han expuesto laboriosamente los datos relativos a la percepción extrasensorial como trucos de su profesión. Y aun así, la voluntad de creer es ilimitada, y los verdaderos discípulos arguyen que, aunque sus mentores hagan trampas a veces, no cabe duda de que tienen poderes espirituales. Arthur Conan Doyle escribió un libro sobre la existencia de las hadas, y se mantuvo firme en su punto de vista aun después de que se hubiera demostrado que su caso más famoso se basaba en unas fotografías trucadas. (Gardner sugiere, en un divertidísimo ensayo, que Sherlock Holmes no habría permitido que un hombre así escribiera susmemorias.) Pero, sin tener en cuenta a los verdaderos creyentes, las numerosas y persistentes falsedades son un buen argumento para que, como mínimo, extrememos nuestras precauciones y escepticismo.
Segundo, con frecuencia la candidez general de los científicos se ve reforzada por la arrogancia que supone proclamar que una persona experta en la observación y la experimentación tendría que poder decidir si un hombre posee un poder psíquico real o está llevando a cabo una actuación magistral de magia. La mayoría de los mortales respetan el arte de los magos y están predispuestos a que los engañen. (Yo no soy capaz de descifrar los trucos de cartas más fáciles y me incluyo firmemente en este grupo de personas.) Otros científicos creen que sus conocimientos detectarán cualquier truco (y lo cierto es que se les puede engañar). Gardner, que es un consumado mago amateur, muestra cómo los Uri Geller de este mundo recurren a puestas de escena mágicas (no necesariamente con mucho talento) para echarse unas risas con la fraternidad de magos a costa de los científicos arrogantes, y por desgracia como pretexto para encubrir la irracionalidad bajo el disfraz de simple falsificación.
Dado que los científicos pedimos una y otra vez que se reconozca nuestro talento, lo mínimo que podríamos hacer es respetar otras disciplinas igualmente exigentes, y no mirar al resto por encima del hombro por el hecho de que les vaya bien encima de los escenarios, y no en el ámbito académico. Si cada parapsicólogo siguiera la norma de incluir siempre un mago profesional en las pruebas que se realizan a quienes afirman tener poderes extrasensoriales, se podrían salvar millones de dólares, miles de horas, y cientos de reputaciones. Asimismo, si los psicólogos que intentan enseñar el lenguaje de los signos a los chimpancés se hubieran molestado en consultar a los verdaderos profesionales de la materia (los grandes domadores de circo), podrían haberse evitado aparatosas (y, ahora, increíblemente aparatosas) afirmaciones acerca de la conceptualización y la conciencia que en la actualidad parece ser que surge de la sugestión inconsciente humana y la simple coincidencia.
Walt Whitman nos exhortó a «sacar mucho partido de lo negativo y de la simple luz del día y de los cielos». Es fácil desprestigiar a los demás desde la tribuna empírica en que se encuentra la ciencia; ser altivo, excluyente y negativo sin dar concesiones. El reto consiste en preservar la luz en medio de la excoriación, para que no se pueda decir con mucha frecuencia que los charlatanes pueden considerarse chiflados, y los chiflados, genios. Todos los detractores bien informados deben llevar esta cruz: estar abiertos a las chifladuras honestas y desenmascarar los fraudes sin piedad, y aun así aceptar las acusaciones de todos los contrincantes, aunque sean falsas, de ser los peones de una institución opresora que trata de ocultar las verdades clamorosas a un público sediento.
La naturaleza expansiva de la desacreditación que lleva a cabo Gardner encuentra una muy buena plasmación en uno de los mejores ensayos del libro: un tratado sobre el Ars Magna del místico catalán del siglo XIII Ramon Llull. Llull intentó difuminar la distinción entre verdad teológica y verdad filosófica, y demostrar que incluso los misterios más profundos de la cristiandad pueden probarse con argumentos lógicos. Desarrolló un sistema y un conjunto de dispositivos geométricos para generar las posibles combinaciones de fuentes de verdad. Su época, por ejemplo, reconocía siete virtudes, siete vicios y siete planetas (el sol, la luna y cinco planetas visibles de una cosmología anterior). Llull construyó una rueda con tres círculos concéntricos, cada uno de ellos dividido en siete partes iguales, y todas ellas capaces de girar libremente alrededor de un centro común. Se pueden generar todas las combinaciones posibles de los siete elementos, tomados de tres en tres, haciendo girar las ruedas en todas las posiciones. Como dice Gardner, Llull creía que «agotando todas las combinaciones de principios uno puede explorar todas las estructuras posibles de verdad y así obtener el conocimiento universal».
Es probable que Llull transgrediera el límite entre perspicacia y chifladura; o al menos eso hicieron sus discípulos dogmáticos. Es fácil generar las combinaciones, pero ¿quién es capaz de interpretar su ambiguo significado? De todas formas, como el pensamiento tangencial que surge de la combinación de artículos inesperados es más un componente de creatividad muy importante que una deducción lógica, los métodos de Llull tienen mucho que enseñarnos y puede que incluso sus pequeñas máquinas tengan alguna utilidad. Gardner insiste en que la importancia de Llull no reside en su excursión alrededor de la curva, sino en su esfuerzo honesto por legitimar unas ideas a partir de métodos poco usuales.
El libro de Gardner tiene también sus problemas. La denuncia exige la repetición paciente y constante, pero algunos temas aparecen demasiadas veces en los distintos ensayos. A esta crítica debo añadir el círculo vicioso del arte de Gardner: la victoria hace que el tema en cuestión sea irrelevante. El profeta de ayer es el impostor de hoy. A quién le importa Uri Geller si todos sabemos (creo) que es un timador experto y un mago mediocre. Un Uri Geller nos hace gracia; una docena de ellos empiezan a cansar.
Además, aunque no culpo a Gardner por obedecer las normas no escritas del gremio de los magos, es frustrante que te digan que alguien engañó a todo un grupo de científicos eminentes con un truco simple y conocido por todos los profesionales, para luego tener que pasar por la absurda tradición de que los magos nunca cuentan sus trucos. Podría entenderlo si la magia fuera un arte arcano regulado estrictamente por sus devotos y no revelara nunca sus secretos a los extraños bajo pena de ostracismo perpetuo o condena a muerte. Pero hay muchos libros y panfletos en plan «cómo hacer...», aunque pocos de nosotros los tengan en sus estanterías como posibles referencias mientras leemos este libro. Puede que Gardner haya aliviado nuestra frustración mostrándose un poco más próximo.
Por último, dentro de la categoría «debería ser una ley», me gustaría quejarme de una pequeñez que sin embargo considero importante: el libro no tiene índice. En los malos viejos tiempos, el índice era una lista de libros prohibidos. Ahora que estamos en una época más abierta, ¿cabría la posibilidad de prohibir los libros sin índice?
Aplaudimos el desenmascaramiento de los canallas y adoptamos un placer de voyeur en la declaración de locura de nuestros compañeros. Aun así, puede que mucha gente vea el desprestigio del ocultismo y lo paranormal como ejercicios marginales, aunque la mayoría de la gente sea capaz de localizar más planetas en el horóscopo que en los planetarios (maravilla de maravillas) o incluso en el mismo cielo. Creo que hay dos razones para considerar el fracaso de las facultades críticas y la decisión de aceptar la esperanza improbable como algo más trágico que divertido.
La primera es que la vida es corta y los recursos generalmente escasos. Puede que sea culpa suya, pero ¿qué dice la gente cuando se levanta después de veinte años de carrera para averiguar que ha perdido el tiempo en una quimera alimentada por el fraude? Y ¿qué hay de la gente que invierte sus esperanzas más profundas (y gran parte de su dinero) en esquemas atolondrados de iluminación espiritual o continuidad? (Véanse el conocimiento de las fuerzas físicas o los pequeños amigos de color verde que van en sus ovnis, o información directa del tío George desde el más allá.)
La densidad del fraude y los sinsentidos de la parapsicología llevan a los científicos críticos y a los más exigentes a alejarse de un tema que muestra grietas en sus enormes promesas. Al fin y al cabo, la llamada percepción extrasensorial no es imposible a priori (como no deja de apuntar Gardner), pero ¿quién quiere invertir unos años preciosos de investigación en un área en la que abundan unos fraudes que no son tan fáciles de detectar a través de los métodos ordinarios de la ciencia? (Mis caracoles esconden sus secretos, pero no mienten, y, si lo hicieran, sabría cómo desenmascararlos.) Irónicamente, los tontos y los farsantes guardan sus barcos en el mismo puerto. Un colega me dio el siguiente ejemplo. Supón que en una raza de gente ciega naciera un hombre con ojos. Llega a un pueblo y pregunta a sus habitantes: «¿Es potable el agua de la laguna que hay como a un kilómetro de aquí?». «¿Cómo sabes que allí hay una laguna?», le preguntan, suspicaces. «Porque la estoy viendo», responde el hombre. Puede que existan videntes dotados de extraños talentos, pero ¿cómo vamos a distinguirlos en medio de tanta charlatanería?
La segunda razón es que si podemos trazar una línea entre el genio y el loco, también podemos trazar (por desgracia) otra que separe al loco del demagogo. Cuando la gente no aprende ningún tipo de herramientas de juicio y se limita a hacer caso de sus esperanzas, se siembran las semillas de la manipulación política. Pensemos en la actual pesadilla de mi propia profesión: el renacimiento del creacionismo. Las creencias de algunos creacionistas son tan ridículas que nos hacen caer en la tentación de despacharlas con una carcajada. Pensemos, por ejemplo, en la llamada «geología diluvial» que defiende la mayoría de los creacionistas que hay hoy en día en Estados Unidos, y que defiende que todos los estratos geológicos (sin excepción) de fósiles que encontramos en secuencias por todo el mundo son producto de un único acontecimiento: el diluvio de Noé y sus precipitaciones. Entonces, ¿por qué no hemos encontrado en ningún sitio dinosaurios y mamíferos gigantes en los mismos estratos? ¿Por qué los trilobites no están nunca con los mamíferos, sino que siempre están en un estrato inferior? Se podría aducir que los tontos dinosaurios no tenían tanta capacidad de esquivar el agua como los listos mamíferos, y que Dios los enterró primero. O afirmar que los trilobites, como habitantes del océano, fueron sepultados antes que los mamíferos terrestres. Pero ¿por qué no los encontramos nunca junto a las ballenas? Seguramente algún elefante retrasado estaría con los dinosaurios, o puede que algún trilobite valiente nadara durante treinta y nueve días y ganara exaltado un lugar junto a los mamíferos en la litera de arriba.
Pero no nos lo tomemos a risa. El creacionismo puede tener sus raíces en el populismo de los indígenas americanos, pero sus explotadores y recaudadores son evangélicos de derechas para los que la interpretación literal del Génesis no es más que otro punto de un programa político que también prohíbe el aborto y quiere volver al antiguo patriarcado enmascarado bajo el disfraz de lucha por salvar a las familias estadounidenses. Los programas políticos requieren respuestas políticas, pero ¿podremos sobrevivir sin el razonamiento crítico?