Vicki Subirana rodeada de alumnos en Katmandú, en 1996. Foto: Archivo

Vicki 'Sherpa' Subirana (Ripoll, Gerona, 1959) ha sido nombrada asesora de la Budhanilkantha School, institución educativa bajo el auspicio de los reyes de Nepal. Este nombramiento reconoce una trayectoria que comenzó hace más de dos décadas, cuando esta maestra dejó su puesto en su pueblo natal para ejercer su apasionada labor en un sitio en el que hacía mucha más falta: Nepal. Aguilar acaba de reeditar sus memorias, 'Una maestra en Katmandú', coincidiendo con el estreno, este viernes, de la película de Iciar Bollain inspirada en su historia, 'Katmandú. Un espejo en el cielo'. A continuación puede leer un fragmento en el que la fundadora de la "pedagogía transformadora" deja constancia de su primer día de clase en la capital del país asiático.


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Diario de una maestra en Katmandú

Katmandú, 4 de marzo de 1991. Primer día de escuela



Me quiero morir.



Por más que lo intento, no consigo conciliar el sueño. La idea de Maria Antònia de llevar un diario, si no me sirve como válvula de escape para eliminar la rabia, al menos me servirá como alternativa al psiquiatra. He tenido un día catastrófico. Yo, que salí de casa contentísima, dispuesta a disfrutar de mi primer día de clase... Pronto, bien pronto, me di de bruces con una realidad tan cruel que me hizo tocar el suelo con los pies, y con las manos. No existen previsiones humanas, ni hay en la tierra ningún método de prevención capaz de anticiparse al desastre acontecido en mi primera jornada de trabajo. Nada funciona aquí. Todo parece conjurarse contra mí para crear esta atmósfera de confusión y desespero...



A las seis de la mañana, después de homenajear mentalmente a Maria Antònia y a todos los amigos que me habían ayudado a llegar al gran día, llegué a la escuela para comprobar que todo estuviera a punto y para verificar que se había hecho la limpieza necesaria, tal y como me había prometido Mr. Pemba.



Cuando entré en clase, creí que me había equivocado de edificio. Todo presentaba un aspecto deplorable: al parecer, algunas personas habían entrado durante la noche y habían celebrado una orgía. El suelo estaba lleno de papeles y colillas de cigarros, las mesas tenían grasa y aceite, y había restos de comida por todas partes; los botecitos de pintura estaban abiertos y alguien había utilizado una tapadera como cenicero. El material de las estanterías y estanterías estaba amontonado en un rincón -¡ay, los rincones de mi querida Maria Antònia, en qué se habían convertido!-, como si todo lo hubieran tirado a la basura, sin orden ni concierto. Las piezas de la pirámide Maria Montessori se hacinaban en un revoltijo de escombros... Había envases de cerveza desparramados por el suelo y una gran vomitona sobre la alfombra de la biblioteca. La estancia despedía un hedor agrio, un olor espeso a sudor, alcohol, latas de conserva y bolo alimenticio. Mi aula, mi preciosa aula de parvulario tenía todo el aspecto de haber sido burdel de barrio chino.



Tuve que sujetarme la cabeza con ambas manos, para que no se me cayera y para cerciorarme de que no se trataba de un mal sueño. Hice acopio de valor y fui enseguida a buscar al personal de limpieza. Insistí en que aquello era una emergencia, que tenía que hacerse rápidamente, antes de que llegasen los niños.



-Sí, sí, señorita, ya vamos... ya vamos...



Me miraban sonrientes y volvían a sus asuntos. Es decir: a no hacer nada. Jamás me dijeron que no tenían ninguna intención de venir. Me decían «ya vamos, ya vamos» y nunca venían. Al cabo de un tiempo, desesperada, volvía a buscarlos y allí estaban, tumbados en la hierba del jardín jugando a las cartas. Y las mujeres, mirando.



Me llevaban los demonios. Al fin, convencida de que nada podía esperar de nadie, tomé una resolución drástica: sin pensármelo dos veces, cogí trapos, jabones y cubos de agua, y, armada con el arsenal de limpieza y desinfección, dejé la clase como los chorros del oro.



Ya eran casi las nueve cuando terminé. De nada me había servido el esfuerzo cosmético e higiénico matutino: estaba agotada, sudorosa y envenenada. La ira y la impotencia dominaban cada neurona de mi cerebro. Pero, al fin, todo estaba ya en orden y sólo faltaba que los niños llegasen...



De pronto, noté que unos ojos me observaban. Sentada en el umbral de la puerta, con los ojos pintaditos de khol, había una niña de aspecto frágil y cuyo rostro era la imagen de la dulzura. Tras la niña aparecieron otros jovenzuelos y, animados por su número y por lo que tenían delante, se abalanzaron sobre el material didáctico y los juegos con el ímpetu de su energía infantil. Los niños no perdieron el tiempo: comenzaron a jugar con lo primero que encontraron, desparramando los objetos por el suelo, lanzándolos al aire, amenazándose mutuamente y tratando de apropiarse del botín. Después llegaron ellas: las madres. Al frente de aquella turba venía una joven -con todo el aspecto de ser la capitana del grupo-, arrogante y firme en sus ademanes.



La clase se convirtió en un campo de batalla: los niños gritaban y se peleaban, se arrebataban los objetos de las manos, corrían detrás del usurpador o huían ante un inminente ataque. Cada madre intervenía en las disputas a favor de su hijo o arremetía contra sus rivales con ademanes vigorosos.



¿Qué sucedía? ¿Qué estaba ocurriendo allí?



Por más que trataba de apaciguar el combate, no había modo de lograrlo... Los gritos y los llantos eran horrorosos y las madres parecían dispuestas a no permitir que sus hijos perdieran la oportunidad de acaparar los despojos de la contienda. Allí cada cual hablaba la lengua que conocía y que, por desgracia, no era la de los demás. De modo que no había forma de entenderse y todo se hacía a fuerza de empujones y aullidos...



Vi a una joven, segura y tenaz, que trataba de seguir mis indicaciones, e imaginé que sería una de las prometidas, esperadas y nunca vistas ayudantes.



-¡Soy Sharmila! -me dijo a voces, mientras trataba de separar a dos fieras.



-¡Intenta que las madres salgan de aquí, Sharmila, por Dios! -le grité desesperada.



En realidad, me habían presentado a Sharmila dos días antes, pero yo era incapaz de reconocerla en aquel tumulto de madres, niños y cacharros volando. Sharmila se las veía y se las deseaba para hacerse entender en medio de la algarabía y comprendí que allí no se comprendía la lengua nepalí: había tal variedad de etnias y castas que resultaba imposible mantener ninguna comunicación verbal. Así que optamos por la comunicación gestual y los empujones.



-¡Sharmila! ¡Que salgan las madres! -le gritaba casi llorando.



Tuvimos que esforzarnos para separar a los niños y a las madres, pero al fin conseguimos que todas aquellas mujeres abandonaran el aula... todas, menos una. La capitana de aquel grupo de locas permaneció dentro: era la madre de la niña con los ojos pintados de khol y, para mi desgracia, también era una de las ayudantes que me había prometido Mr. Pemba. Se llamaba Shrijana: había tenido la brillante idea de meter a todas las madres en la escuela y, una vez despejada la zona, en vez de consolar a los niños que lloraban por tan terrible pérdida, se ocupó sólo de su niñita, la tomó en sus brazos y trató de protegerla. La niña comprendió enseguida la situación: era una privilegiada, dado que su madre era la única que había logrado evitar la expulsión, y trató de aprovechar su superioridad...



Allí estaban aquellos niños... Tenían un aspecto salvaje, como si hubiesen regresado de algún lugar de la prehistoria: la piel morena y curtida, como de puro esparto; las mejillas, de un rojo sanguíneo, eran muy pronunciadas; las cejas, pobladas, pelo recio y negro como carbón; algunos tenían una especie de coleta en lo alto de la cabeza, anudada con cintas de lana vieja... Había niños descalzos, otros vestían trajes de lana de distintos colores, otros iban ataviados con ropas de cuero raído y botas hasta la rodilla. Había niños con sombrero y otros llevaban aretes en las orejas. Casi todos lucían colgantes de metales preciosos y piedras incrustadas en amuletos... No tardé en darme cuenta del panorama: eran refugiados, huidos del Tíbet, de Bután y de Sikkim. Seguramente habían cruzado las montañas del Himalaya en busca de refugio, huyendo de la tiranía política de sus respectivos países. Pero también había sherpas de Solu-Khumbu y sherpas de Helambu, cada cual con su lengua distinta. Además, para completar el escenario, se podía distinguir a un grupo tamang. Había dos niños cuya procedencia se ignoraba por completo, aunque hablaban hindi.



Era horrible. Jamás hubiera imaginado ese desastre.



Decidí dar por concluida aquella clase. Con gritos, gestos y ademanes, logré que las madres hicieran una fila en la calle. Una a una fueron entrando y llevándose a los niños. Algunas me miraban con gesto dudoso y parecían preguntarme: «¿Esto es todo?». Sí. Eso era todo, por el momento.



Era imprescindible identificar los objetivos prioritarios y hacer un plan de trabajo. Si mis ayudantes hubiesen estado antes a mi disposición -y si yo no hubiera tenido tanta confianza en un lugar como Nepal- aquella catástrofe hubiera podido evitarse. No importaba: ahora lo fundamental era diseñar un plan para reconducir la situación y obtener resultados inmediatos. Hice llamar a Shrijana y a Sharmila, y celebramos una reunión. Conclusiones: 1. Las madres no entrarán en clase para llevar y recoger a los niños. Los niños aprenderán a hacer filas y entrarán solos. 2. A medida que los niños vayan entrando en clase, se les hará sentar y se les dará a escoger material o juguetes. 3. Una de nosotras se quedará en la puerta para hacer entrar a los niños y las otras atenderán a los niños en clase. 4. Shrijana y Vicki jugarán y realizarán actividades con los niños que no lloran -en el patio-. Sharmila consolará a los que se queden en clase. 5. Shrijana no podrá ocuparse de su hija personalmente, para que el resto de los niños no se sientan discriminados.



Una cosa son los deseos y otra la realidad.