Emulando a Benito Pérez Galdós, Almudena Grandes se embarcó hace unos años en la compleja tarea de narrar los episodios más importantes de la historia reciente de España. En 2010, Tusquets publicó el primero de seis volúmenes, Inés y la alegría, que ganó el Premio de la Crítica de Madrid, el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. Dos años después llega la segunda parte, El lector de Julio Verne, que sitúa la acción en la Sierra Sur de Jaén y la mirada en un niño de nueve años, hijo de guardia civil y amigo de un extraño portugués que vive en un molino. En aquella sierra se está librando una guerra, pero los enemigos de su padre no son los suyos. Tras ese verano, empezará a mirar con otros ojos a los guerrilleros liderados por Cencerro, y a entender por qué su padre quiere que aprenda mecanografía. A continuación reproducimos un fragmento de la obra.

-Mercedes -mi padre estaba muy despierto.

-Qué -ella le respondió sin embargo con una voz pastosa, rescatada del sueño.

-Me preocupa Nino -y a partir de ese momento, ni ellos ni yo, que estaba al otro lado de la pared, pudimos dormir.

-¿Nino? ¿Por qué? Don Eusebio dice que va muy bien en la escuela.

-No, si el chico listo sí es, muy despejado, eso ya lo sé. Pero crece muy poco.

-Ya crecerá más.

-O no. Y lo que me da miedo... Si sigue así, no va a dar la talla, Mercedes. Y si no da la talla, no va a poder entrar en el Cuerpo.

-¿Pero qué estás diciendo, Antonino? Te recuerdo que tu hijo todavía tiene nueve años.

-¿Y qué? Más vale prevenir que curar, ¿no? Si de mayor mide más de uno sesenta, puede ser guardia civil, pero si no llega... Por eso he pensado que lo mejor es que aprenda a escribir a máquina.

-¿Qué?

-Escribir a máquina, Mercedes, y luego que estudie francés, y al acabar la escuela... Pues no sé, Contabilidad, o algo por el estilo. Así podría hacer oposiciones para secretario de Ayuntamiento, o de oficinista, en la Diputación. Si es bajito pero listo, aunque no dé la talla, nadie se reirá de él, y podrá ganarse la vida mejor que yo, ¿o no?

-Mira, Antonino, yo no sé quién te ha metido a ti esas ideas en la cabeza, pero te voy a decir...

-No me digas nada, Mercedes. Tú hazme caso y no me des consejos.

La sentencia rotunda, fulminante, con la que mi padre ponía fin a todas las discusiones, instauró en su dormitorio un silencio que tardó mucho tiempo en conquistar mi interior, estrujado por media docena de ideas agridulces y contradictorias. (...)

En los malos tiempos, los niños crecen deprisa. Los de mi infancia fueron los peores, y a los nueve años yo ya te nía muy claro que no quería ser guardia civil, que no que ría volver a viajar esposado a un prisionero, que no quería vivir en una casa cuartel, que no quería darle miedo a la gente, ni saber que escupían al suelo en cuanto les daba la espalda, ni que me hicieran la pelota el alguacil y el boticario, ni tener que hacérsela yo a don Justino y al alcalde, ni aguantar la chulería de ningún sargento borde y malencarado, y no digamos ya que mi mujer tuviera que aguantar los humos de la señora de un teniente gordo al que le olieran los pies. Yo no quería ser guardia civil, no quería compartir un único retrete con todos los culos de otras siete familias, ni detener a mis vecinos, ni llevarlos esposados por la calle, ni preguntar a mis hijos al día siguiente qué tal les había ido en la escuela y es cuchar cómo me decían que bien, muy bien, y que fuera mentira.

A los nueve años, yo quería conducir coches de carreras, mudarme a Granada, o a Madrid, y si no, vivir como Pepe el Portugués, tener una casilla pequeña, al pie de la sierra, y una huerta, un caballo, unos pocos animales, unos pocos amigos y estar lejos, lejos del pueblo, lejos del teniente y de su señora, lejos del alcalde y de don Justino, lejos del alguacil y del boticario, lejos, para subir al monte a pescar truchas y a coger setas a la luz del día y cuando yo quisiera, y no volver a casa de madrugada, con la capa tiesa de hielo, escarcha en el bigote y un catálogo de juramentos entre los labios, o no volver. Eso quería yo, y sin embargo, nunca se me había ocurrido que no tuviera la oportunidad de elegir no ser guardia civil.

Romero, el compañero de mi padre, era hijo de guardia. Sanchís, el sargento que se quedaría como jefe de puesto cuando Michelín se volviera a Málaga y que no me caía nada bien, porque era un atravesado que disfrutaba amenazando a la gente con la impunidad que le garantizaba su pasado de héroe de guerra, también se había criado en una casa cuartel. En la misma situación estaba Curro, que sólo tenía veintidós años y como le sobraba sitio, porque aún no se había casado, me dejaba ir a estudiar a su casa, tres habitaciones contiguas a las nuestras. Pero la historia de mi padre era distinta.

Él había nacido en Valdepeñas de Jaén, muy cerca de Fuensanta de Martos, y no se había movido de allí hasta que le tocó hacer la mili en Melilla. Fue entonces cuando empezó a escribirse con la hermana de otro recluta que se llamaba casi igual que él, Antonio, y a la que al principio le cayó en gracia por un malentendido. Ella creía que sólo había un pueblo llamado Valdepeñas en el mundo y pensó que allí, con tantas viñas, tantas bodegas, nunca faltaría trabajo. Por eso, y aunque desde el primer momento él le confesó que era jornalero sin tierras, igual que su padre, y que su abuelo, y que su bisabuelo, y así hasta Adán y Eva poco más o menos, ella se dijo que con él no estaría mal. Al terminar la mili, mi padre volvió a la península en el Melillero, y con la excusa de recibir a su hermano, que venía en el mismo barco, mi madre fue al puerto de Almería para conocerle.

Cuando se enteró de la verdad, y fue Jaén y no Ciudad Real, y fueron olivos y no viñas, y almazaras en lugar de bodegas, él ya la había besado y a ella le había gustado, así que se casaron y para no tener que elegir entre el mar y la sierra, se fueron a vivir a un lugar equidistante y ajeno, igual de nuevo para los dos.

Hasta ahí, me sabía la historia. Había visto muchas veces una fotografía que madre guardaba en la cómoda, padre y ella vestidos de domingo, muy jóvenes los dos, muy sonrientes, con mi hermana Dulce recién nacida y envuelta en mantillas a pesar de la luz, el sol que se filtraba a través de una parra en un patio cuadrado, pequeño y limpio. Cuando me la enseñó por primera vez, madre me explicó cómo era aquella casa que habían alquilado en Valderrubio, un pueblo de Granada rodeado de plantaciones de remolacha, con varias fábricas de azúcar que pagaban el trabajo de un obrero serio y cumplidor mejor que los terratenientes de Valdepeñas, y sin necesidad de capataces que fueran todos los días a la plaza del pueblo a humillar a los hombres señalándoles con el dedo, hoy trabajas tú, hoy tú no trabajas... La primera vez que vi aquella foto, madre me lo explicó todo muy bien y que allí habían sido muy felices, más que en ningún otro lugar, en ningún otro momento. Quizás por eso, y porque aquella felicidad duró muy poco, dos años escasos, nunca volvió a darme detalles, y cuando sacaba la foto para mirarla, decía solamente, qué bien nos fue allí, qué felices éramos entonces, y cerraba los ojos un instante, como si quisiera apreciar mejor aquel recuerdo, o porque le dolía el tiempo que había vivido después.

Hasta ahí, me sabía la historia. De lo que pasó más tarde, apenas conocía frases a medias, razonamientos inconclusos que no llegaban a la categoría de enigmas pero que tampoco tenía recursos suficientes para resolver. Había estallado una guerra que había partido España en dos mitades, y mis padres estaban en una, y sus dos familias en la otra. Él se alistó voluntario para que no le pasara nada a su mujer ni a su hija pequeña, fue a parar a una compañía de la Guardia Civil y luego, ya, allí se quedó. En medio de la guerra y en aquella casa de Granada de la que no conservaba ningún recuerdo, nací yo, hijo fortuito, inoportuno, de un permiso. Y padre, que me conoció con más de un año, habría dado cualquier cosa a cambio de que le destinaran lejos de su pueblo, pero no había podido evitar que sus superiores se enteraran de que conocía la Sierra Sur como la palma de la mano, así que le habían mandado a Fuensanta de Martos, a dos pasos de Valdepeñas de Jaén, donde la guerra no había terminado todavía por más que don Eusebio se empeñara en contar en voz alta los años de paz en algunas fechas señaladas.

Mi padre era guardia civil por casualidad, no porque mi abuelo lo hubiera sido antes que él, y por esa misma razón, nunca se me había ocurrido pensar que estuviera

esperando que yo siguiera sus pasos, pero tampoco imaginaba que se preocupara tanto por mí. Su inquietud, conmovedora y angustiosa a la vez, me desorientó por dentro, como si al escucharle hubiera mordido el relleno ácido de un pastel dulce, el corazón podrido de una fruta verde. Él no podía dormir porque pensaba en mí, y yo no dormía porque en el centro de sus desvelos latía la decepción de ser mi padre, de haber engendrado a un niño que crecía muy poco, menos que su hermana, menos que los hijos de los otros guardias, menos que sus compañeros de la escuela.

Yo no tenía la culpa. A mí me habría gustado ser tan alto como Paquito, el hijo de Romero, que había acabado el verano anterior con pantalones de dos colores, porque a mitad de agosto su madre ya le había sacado el dobladillo y tuvo que echarle una pieza, empalmando una tira de una capa vieja de su padre, para conseguir que los bajos se le acercaran a las rodillas. Los míos apenas se movieron del sitio durante todas las vacaciones. Madre decía que era una suerte, y sonreía, pero los dos sabíamos que a ella le habría encantado rematar con un trozo de tela verde mis pantalones grises, y a mí, ir hecho un mamarracho de dos colores, igual que Paquito.

Yo no tenía la culpa, pero aquella noche me sentí culpable, y sin embargo, igual que la grandiosidad del mar había afirmado mi alegría de ser de tierra adentro, la amargura de hacer sufrir a mi padre vino envuelta en la certeza de su amor, todo el amor que cabía en aquel hombre serio y taciturno, que no era aficionado al pan milagroso de los besos y abrazos que su mujer repartía sin que se agotaran nunca, y que sonreía poco, jamás como en la fotografía que le hicieron en aquellos tiempos en los que fue feliz.

El intrincado hallazgo del amor de mi padre, la llama secreta que ardía entre las tinieblas de su preocupación y mis centímetros, me calentó la cama cuando la botella no conservaba ya otra temperatura que la de mi cuerpo. Entonces, por fin me dormí, y al despertarme, comprobé que aquella noche había vuelto a helar. Paquito entró en mi casa corriendo cuando todavía no me había dado tiempo a terminar el desayuno, para enseñarme su botella nueva, en una funda gris, jaspeada, que era más fea que la mía, de rayas azules y blancas. Si un día antes hubiera podido contemplar aquella escena por un agujero, si hubiera podido verme en el instante en que respondí al desafío del hijo de Romero levantando mi propia botella con las manos y la arrogancia de un pistolero más veloz que su enemigo, me habría estremecido de orgullo y de placer. Pero la noche anterior había escuchado algo que nunca debería haber oído, y aquella mañana, todo lo que estaba derecho había amanecido torcido.

Yo era bajito, muy bajito, canijo, como dijeron mis primos de Almería antes de robarme los zapatos, hasta sin saber que así era como me llamaban mis amigos. Incluso ellos, que nunca comían carne, eran más altos que yo. Mi padre lo sabía sin que nadie se lo hubiera contado, y lo sabía mi madre, que me había concedido la gracia de ascender desde la piedra hasta la botella cuando aún no lo esperaba. Y por más que intenté convencerme de que las confidencias de uno y la decisión de la otra habían coincidido por azar, no logré desprenderme de una sospecha incómoda, humillante, y cuando me fui a la escuela con Paquito, estaba seguro de que la botella que apretaba entre los brazos no era un galardón que yo me hubiera ganado, sino una amorosa treta con la que madre intentaba que no me sintiera inferior a los demás.

Hasta aquel día, el futuro no había existido para mí. Desde entonces, tuvo la forma exacta de una barra graduada, rematada por un tope que iba subiendo y bajando de cabeza en cabeza cuando la usaban en el cuartel para medir a los quintos. ¿Dónde estás hoy, Nino?, me preguntó el maestro varias veces. Yo me enderezaba contra el respaldo de la silla, levantaba la cabeza, miraba al encerado y le pedía perdón por haberme distraído, pero no me atrevía a decirle la verdad, a contestarle que estaba atrapado sin remedio en el futuro. (...)

Yo no quería ser secretario del Ayuntamiento, ni oficinista en la Diputación, yo quería conducir coches de carreras, y si no, arrendar un molino, como el Portugués, y tener un huerto, y un caballo, y vivir lejos del pueblo para subir al monte cuando me diera la gana, a coger setas y a pescar truchas, y sin embargo iba a tener que

aprender a escribir a máquina, y a hablar francés, y las matemáticas se me daban bien, se me daban bien la gramática y las ciencias naturales, pero no sabía si iba a poder con la máquina, y sin embargo sabía que tenía que poder, porque lo que no podía era decepcionar a mi padre dos veces seguidas, y si diera la talla y dijera que no quería ser guardia, probablemente no pasaría nada, pero como no la iba a dar, tendría que trabajar en una oficina aunque no quisiera, y a lo mejor me llamarían don Antonino, y mi padre estaría orgulloso de que me ganara la vida mejor que él, pero me la ganaría peor, porque las cosas nunca son como parecen.

Cuando salí de la escuela, creí que la cabeza me iba a estallar, tantas horas llevaba pensando en lo mismo. Estaba seguro de que al volver a casa, madre me sonreiría, me besaría tanto como siempre, más quizás, me anunciaría que padre había tenido una idea y luego llegaría él, lo despacharía todo con un par de frases, yo ha ría como que no sabía nada, diría que todo me parecía muy bien, le daría mucho las gracias, y estaría sentado delante de una máquina de escribir antes de darme cuenta. Eso era lo que iba a pasar, y sin embargo, no pasó nada, excepto que el mundo se puso boca abajo.

Había pasado otras veces, tantas que casi pude respirarlo en el aire antes de leerlo en algunos rostros, sonrisas que no veía desde antes del verano, y la taberna de Cuelloduro llena y vacía al mismo tiempo, los parroquianos en la calle, cada uno con su vaso en la mano, pagando rondas por turnos. No necesitaba saber nada más, por que la madre de Paquito salió a buscarnos, y nos cogió a cada uno de la mano para tirar de nosotros como si todavía fuéramos críos chicos, sin molestarse en darnos ninguna explicación.

-A casa, vamos, deprisa, y sin rechistar.

-¿Pero qué ha pasado, madre?

-¡He dicho que sin rechistar!

El mundo se había puesto boca abajo, y aquella noche, padre no volvió a casa hasta mucho después de la hora de cenar. No hubo conversación, ni máquina de escribir, ni promesas ni disimulo, sólo el rumor constante de las quejas de madre, por una vez olvidada del frío.

-Y quién me mandaría a mí casarme con un guardia civil, a ver, quién me lo mandaría, con lo bien que estaba yo en mi pueblo para que me dejen viuda con tres hijos cualquier día de estos...

Aquella tarde ni siquiera nos dejó salir a jugar al patio. Estuve todo el tiempo sentado a la mesa de la cocina, haciendo los deberes y ninguna pregunta, porque sabía de sobra que mi madre no iba a ser más elocuente que la de Paquito, pero mi hermana Dulce, que se había enterado de todo, me lo contó en un susurro.

Que a la una de la tarde, con la cara descubierta y a plena luz del día, como en los buenos tiempos, los del monte habían cortado la carretera para asaltar al alcalde de Alcaudete.

Que alguien les había avisado de que llevaba encima veinticinco mil pesetas para pagar al contratista que le estaba haciendo una casa nueva a su suegro.

Que cuando acababan de quitarle el dinero, vieron venir por la carretera a un hombre con pinta de muerto de hambre, y al preguntarle qué hacía por allí, les explicó que venía de buscar un jornal, pero que no habían querido cogerle en ninguna cuadrilla de las que ya habían empezado a varear la aceituna.

Que al mirarle bien, las alpargatas reventadas, los dedos gordos al aire, la piel quebradiza, amarillenta, los de arriba comprendieron que nadie quería darle trabajo porque estaba enfermo.

Que su jefe hizo entonces lo que tantas veces había hecho Cencerro, sacar cuarenta duros del fajo de billetes del alcalde, pedirle a aquel hombre que recordara lo que estaba a punto de pasar, y darle doscientas pesetas después de reconocer en voz alta que las necesitaba más que ellos.

Que cuando el jornalero se fue, encerraron al chófer y a su pasajero dentro del coche, tiraron las llaves al suelo, les advirtieron que les dejaban con vida para que pudieran contarlo, gritaron ¡Viva la República!, y no tardaron ni cinco minutos en desaparecer.

Que cuando llegaron los guardias de su pueblo, el alcalde había dicho, como todos, como siempre, que no había reconocido a ninguno de los hombres que le habían robado y que, por el acento, no debían de ser de por aquí.

Que por supuesto, los guardias de Alcaudete no se lo habían creído.

Y que hacia las cinco y media, cuando estaba recogiendo las mesas de la comida, el dueño de una venta de Castillo de Locubín, había encontrado en una esquina un billete de veinte duros debajo de una piedra, y en él, escrita a pluma, para que no pudiera borrarse nunca, una frase que se había hecho famosa en toda la provincia de Jaén, «Así paga Cencerro».