Las biografías de Lev Tolstói (Yásnaia Poliana, 1828-Astavopo, 1910) nos han ofrecido una imagen poco benevolente de su matrimonio: peleas tempestuosas, reconciliaciones histéricas, incomprensión mutua. Su esposa Sofía se opuso al deseo de entregar sus propiedades a los campesinos, pero copió el manuscrito de Guerra y Paz hasta la insensatez, descifrando una caligrafía endiablada. Aficionada a la fotografía, nos ha legado más de mil placas de su marido y un Diario que relata las tensiones de Yásnaia Poliana, donde el espíritu de Tolstói se enfrentó a grandes dilemas morales. La felicidad conyugal (1859) no se interna en un escenario tan áspero e intenso, pero sí nos muestra los previsibles conflictos de un matrimonio burgués entre Masha, una jovencita con el “síndrome de Madame Bovary”, y Serguéi, un pequeño hacendado. Masha experimenta su enamoramiento como un estado de exaltación sin tregua, sin sospechar que las pasiones se aquietan con la rutina. En cambio, Serguéi es un hombre tranquilo, que ya ha superado las turbulencias del primer amor y contempla el matrimonio con serenidad, gracias a que ya ha cumplido los 35 años.
Tolstói no elabora una versión crítica o subversiva del matrimonio. De hecho, su punto de vista es bastante convencional. Nadie espere encontrar entre estas páginas una perspectiva demoledora de los afectos burgueses, con sus convencionalismos, ritos e hipocresías. Por el contrario, Tolstói elogia las virtudes de la vida provinciana y no escatima su menosprecio hacia los ambientes mundanos de San Petersburgo. No esconde la pobreza de los campesinos, pero no se plantea su liberación y aún está muy lejos de su identificación con un cristianismo primitivo impregnado de un tibio anarquismo. Es el Tolstói anterior a Ana Karenina y Guerra y Paz, asqueado de la aristocracia y la bohemia militar, pero sin la madurez política y filosófica de los años posteriores. Sin embargo, la habilidad narrativa ya se ha desplegado con toda su fuerza y eficacia. Los personajes son increíblemente humanos y complejos, figuras trágicas que se perciben como algo cercano y con emociones susceptibles de universalizarse, logrando esa transferencia afectiva que convierte la ficción en una experiencia trascendente. Masha encarna esa insatisfacción que suele afectar a cual- quier vida humana. Mientras experimenta felicidad, no puede eludir el sentimiento de culpabilidad y cuando los años le muestran el contraste entre nuestras fantasías y la realidad, solloza amargamente, resistiéndose a aceptar que nuestros deseos nunca se realizan por completo o simplemente se materializan como un esbozo fugaz.
Serguéi no se ha resignado a la infelicidad, pero sabe que la ternura es una meta más razonable que la pasión. Su mujer no aprecia su fortaleza interior, su estoicismo y discreta sabiduría, hasta que la posibilidad de un romance, donde el apremio carnal disipa cualquier visión idealizada de una aventura extraconyugal, le muestra que en los salones de San Petersburgo las emociones huyen de la sinceridad y se cobijan en lo banal. El desapego de Masha hacia su hijo se convierte en amor verdadero al comprender finalmente que la vida no es una novela, sino una lenta adaptación a lo posible. El realismo no es una concesión, sino un ejercicio de grandeza, pues la voluntad no se pone a prueba en el exceso, sino en lo ínfimo.
Lev Tolstói no es Fiodor Dostoievski. Sus personajes no se debaten con espeluznantes demonios interiores. Es cierto que en Guerra y Paz, el dolor desborda a la esperanza, pero en La felicidad conyugal prevalece la convicción de que la dicha es posible, aunque nunca se manifiesta como éxtasis, sino como gratitud hacia lo vivido y tolerancia hacia los desengaños. El adulterio no consumado de Masha se resuelve con una mezcla de indulgencia y confianza en el porvenir. El suicidio de Anna Karenina es inconcebible en esta novela breve, una pieza sencilla, pero de extraordinaria perfección formal. Tolstói conocía el alma humana, con sus llagas e imperfecciones. La edad le hizo adoptar una visión más sombría, sin desprenderse de un cristianismo evangélico, semejante al de Galdós. La felicidad conyugal no es un relato de otra época, sino una interpretación compasiva del matrimonio, donde no hay otro absoluto que sobrevivir a las aristas del tiempo.