John Fante con su familia. Al fondo, entre sus dos hermanos mayores, Dan.
Las vidas de John Fante y de su hijo, Dan Fante, son muy distintas pero muy parecidas en lo esencial: su pasión por la escritura y su debilidad por el alcohol. En 'Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia', Dan Fante traza la historia familiar desde el sur de Italia hasta los barrios de inmigrantes de Colorado y Los Ángeles, donde un joven John Fante empecinado en escribir novelas lucha para conseguir reconocimiento literario, hasta que harto de no obtenerlo sucumbe a los suculentos cheques que el Hollywood de la época dorada le entrega a cambio de sus guiones. Un padre, John, amargado por el fracaso de su vocación y con un carácter explosivo; y un hijo, Dan, descubridor precoz de la mala vida que a los veinte años escapa de las tensas relaciones familiares huyendo sin un céntimo a Nueva York, son el eje narrativo de unas memorias en las que Dan Fante imprime el ritmo de sus novelas. En Nueva York seguiremos a Dan en su carrera de trabajos extravagantes y hazañas alcohólicas, de la que solo será rescatado, veinticinco años más tarde, por la escritura. A continuación, el primer capítulo del libro.1. De Italia a Norteamérica
El invierno llega pronto a los Abruzos italianos. La tierra queda cubierta por la nieve durante meses. Las pocas labores de cultivo que permite este territorio rocoso se hacen imposibles. Los escasos viñedos marchitos y olivares que salpican el paisaje tienen que aguardar el regreso del sol durante meses. Los hombres como mi abuelo, Pietro Nicola Fante, jóvenes malencarados y ariscos de la aldea de Torricella Peligna, tenían que aprender un oficio que no fuera la agricultura para poder sobrevivir. Nick odiaba el frío y a los agricultores porque pensaba que no tenían valor para buscarse un oficio más interesante, y les escupía cuando iban a sus campos en sus carros de caballos. Así que mi abuelo se hizo albañil.Cuando hacía demasiado frío para trabajar en la construcción, el joven Nick pasaba las noches en una de las dos tabernas de la calle principal del pueblo. No tenía novia ni fama de extrovertido, así que bebía y jugaba a los naipes hasta muy entrada la noche. Él y sus paisanos pasaban esas frías noches contando historias, cuentos que les habían contado sus padres y los padres de sus padres, mientras soñaban con marcharse de Torricella Peligna a cualquier otra parte. Y con cada historia y cada nuevo vaso de grappa, los caballos y los jinetes se volvían más fieros, y las batallas de los bandidos que defendían la monarquía española se hacían más sangrientas, hasta que finalmente los recitados se convertían en fábulas y sus héroes se transformaban poco menos que en dioses.
Cualquier otra parte resultó ser Argentina. Una fría mañana de primavera Nick decidió que ya estaba harto de padecer miseria en Torricella Peligna, se incorporó a un convoy de mulas y atravesó el duro puerto de montaña que conducía a Nápoles. Había jurado coger un barco. Lo hizo a finales de la década de 1890, y según cuentan, en menos de un año el abuelo contrajo una infección ocular y se quedó ciego. Tuvo que volver a Italia, donde una gitana local conjuró y declaró que si bañaba sus ojos en el Adriático en determinada fase lunar o algo por el estilo, quizá se curaría. De algún modo el inverosí- mil milagro se produjo, y pocos meses más tarde aquel mierdecilla irritable decidió volver a probar suerte con las travesías marítimas. Esta vez el buque en el que zarpó iba rumbo a Norteamérica, donde esperaba encontrar a su padre, Giovanni, que había emigrado a los Estados Unidos unos años antes.
En 1901, el control de la inmigración de Ellis Island estaba a cargo de irlandeses que habían escapado de su propia miseria y hambre varias décadas antes. Muchos de aquellos trabajadores pobres vivían ahora en Nueva York y, por desgracia para Pietro Nicola Fante, que llegó allí un 3 de diciembre, trabajaban como empleados públicos.
Cuando entró en los Estados Unidos, el abuelo Nick llevaba pasaporte e iba provisto de una absurda carta de la tía de Giovanni en la que ponía que su papá era propietario de una próspera fábrica de pasta en Colorado. El abuelo apenas hablaba unas palabras de «americano» y pasó un mal rato cuando se enfrentó a los irlandeses de inmigración. Aquellos funcionarios se entretenían desfigurando los nombres de los recién llegados no anglófonos. Los que peor parados salían eran los europeos del este, los judíos rusos y los italianos. Horowitz se convertía en Harris. Apellidos italianos como Petracca se convertían en Peters. Sporato se convertía en Stevens o en Smith. Mastriano en Martin. Cosas así.
Cuando el abuelo Nicola llegó por fin al primer puesto de la larga fila, los chicos de inmigración decretaron que su apellido iba a pasar de Fante a Foy, o algo semejante. Acto seguido, según cuenta la historia, con sus limitados conocimientos del idioma local, por medio de la traducción y de una torpe sintaxis americana, se negó. Como sacudir la cabeza y hacer gestos con las manos no daba resultado, a la discusión le siguió una pelea que terminó con varios guardianes de Ellis Island abalanzándose sobre el abuelo y humillándolo. Finalmente, un capitán ya harto intervino y decidió permitir que el joven impetuoso conservara su apellido. Fante consiguió seguir siendo Fante.
En Nueva Jersey, los parientes de Nick le comunicaron que su papá, al que habían perdido la pista desde hacía mucho, se había establecido en Denver o en Boulder. Fue entonces cuando supo la verdad acerca de Giovanni. No era el próspero dueño de una fábrica. No había triunfado en nada. Trabajaba de afilador en un patio de maniobras ferroviario. Así que mi abuelo hizo el viaje de Nueva York a Denver, y a Boulder, Colorado, y se puso a buscar durante varias semanas en los barrios italianos de ambas localidades hasta que, por fin, en una taberna italiana de Denver, con su etiqueta roja de inmigrante todavía colgando de una cuerda que llevaba alrededor del cuello, Nick preguntó a un camarero si se había topado alguna vez con alguien que se apellidara Fante. El tabernero maldijo en italiano e indicó un vestíbulo que había al fondo. Allí, sobre un lecho de periódicos, yacía el padre de mi abuelo, borracho y sin un céntimo. Nick lo sacudió hasta despertarlo. Cuando abrió los ojos, el papá de Nicola pronunció las primeras palabras que intercambiaban en diez años. Le dijo en italiano:
-Dame un dólar, chico, necesito una copa.
Mi abuelo era un albañil cualificado, pero antes de poder ejercer su oficio en Colorado tenía que mejorar su inglés. Así que desempeñó empleos de ínfima categoría, cualquiera que pudiera conseguir. Y por supuesto, siguiendo la tradición familiar, cuando podía, bebía más de la cuenta. Y cuando el abuelo se había tomado unas copas de más, solía perder los estribos y luego la cosa acababa en pelea.
Al cabo de un mes o dos viviendo en una pensión en Denver, Nick derramó la sangre de dos irlandeses. Ahora hablaba varias palabras más de inglés, aunque no las suficientes para mantener una conversación como es debido. Una noche, en un bar, dos hijos de la Isla Esmeralda con unas cuantas copas de más encima, camioneros fornidos y duros de pelar, cometieron el error de llevar a mi abuelo, que estaba borracho, hasta un banco de nieve y robarle los pantalones. Por lo visto la broma les hizo gracia a los beodos irlandeses, pero cuando Nick volvió en sí y regresó al bar, a uno de ellos lo golpeó en la cabeza con una botella y al otro le arrancó la oreja de un mordisco. Nick fue un hombre rencoroso toda su vida, y no olvidaba jamás un desaire o una humillación. Incluso cuando tenía más de setenta años, solía pronunciar la palabra «americano» a-merda-di-cane, que en italiano significa «mierda de perro». Al día siguiente el abuelo compareció ante los tribunales. Lo condenaron a setenta y dos horas en el calabozo y a una multa de tres dólares.
El nombre de soltera de mi abuela era Capolungo. Nació en Chicago y sus padres eran de Potenza, Italia. De niña, Mary Capolungo había estudiado para monja y fue tenaz en su devoción hasta el día en que clavaron el último clavo en su ataúd. En un principio, Nicola se quedó prendado de la hermana de la abuela, pero cuando aquello no cuajó, se conformó con Mary, que era más hogareña.
Durante los últimos años de vida de la abuela, cuando yo era un niño y ella vivía con nuestra familia en Malibú, si no estaba interrogando a mi viejo acerca de su ausencia de casa por tres días de correrías, andaba musitando avemarías sin parar aferrada a su omnipresente rosario.
Por lo visto, dirigió sus interminables novenas a la Santa Virgen hacia la antena equivocada. Nicola Fante nunca dejó de ser un tipo agresivo, un padre espantoso y una nulidad como marido. Después de que se casaran en Colorado, la abuela se embarcó en una odisea de cincuenta años para reunir el dinero con el que pagar el alquiler y las fianzas. John Fante siempre mantuvo que durante sus últimos veinte años de matrimonio, las únicas tres palabras que su padre le dijo a su madre fueron: «¡Cierra el pico!».
Andando el tiempo, el inglés de Nick Fante mejoró, y al cabo de cinco años en Norteamérica y de ejercer una docena de empleos ínfimos para mantenerse, empezó a trabajar como albañil. La familia se estableció en un área italiana de Denver. Muchas de las iglesias y edificios escolares construidos por Nick Fante en Colorado y en el norte de California siguen en pie. A mi abuelo siempre le pagaron bien, pero debido a su consumo de vino y sus lamentables facultades como jugador de póquer, la familia siempre estaba endeudada. Todo lo que ganaba como contratista lo perdía o se lo bebía. Así que llegaba a acuerdos -soluciones de compromisos para saldar deudas- con monseñores, presidentes de consejos escolares y propietarios de viviendas que necesitaban que les hicieran labores de construcción o de mampostería. El trueque se convirtió en la argamasa que permitió a Nick y Mary mantener un techo encima de sus cabezas y enviar a sus hijos a la escuela.
Hacia el final de su vida, a los setenta y dos años, el abuelo Nick hizo un último esfuerzo por saldar cuentas nocturnas con los muchachos del país del trébol de tres hojas. Un camarero llamado Kelly Flynn cometió un grave error. Tras una bronca por la cuenta, el viejo Nick apuñaló al irlandés. Por suerte, el caso fue desestimado cuando Flynn se apiadó del abuelo, dijo que él también estaba bebido y luego se negó a presentar cargos.
A pesar de su mal genio, cuando Nick Fante llegó a los Estados Unidos traía consigo algo de incalculable valor que no cabía en su raída maleta atada con cuerdas y que ni siquiera él era capaz de profanar. Aquellos duros inviernos en Torricella Peligna, las noches pasadas en las tabernas entre sus paisanos contando relatos exagerados, acabaron por engendrar a un espléndido cuentacuentos. Si a aquel réprobo gruñón se le daban un par de copas de vino rosado era capaz de estar largando durante una hora o más y de hipnotizar a quienes lo rodeaban con imágenes de una absurda valentía: batallas y venganzas de sangre en las que docenas de vidas tocaban a su fin, damas de generoso pecho y espadas de fuego; sobre el intrépido y fornido tío Mingo, con su largo bigote rojo y su sombrero tocado con una pluma blanca conduciendo a su pandilla de matones a caballo rumbo a la gloria.
Con cada nueva versión de un heroico relato, las historias del abuelo Nick se volvían más épicas. La villanía de sus villanos se volvía más infame y sus traiciones más diabólicas. Para chicos como yo y mi hermano mayor, Nicky, aquello era magia.
De niños, en Los Ángeles, solíamos sentarnos en el suelo junto al hogar (una monstruosidad de más de tres metros de ancho que el abuelo había construido para sustituir al original, infestado de termitas) para escuchar sus fábulas sin perdernos una palabra. Reíamos y llorábamos y dejábamos que nuestras mentes viajaran flotando con él hasta los viejos Abruzos.
Uno de los temas favoritos del abuelo era la traición aristocrática. Nos regalaba con versiones eternamente cambiantes de una historia en particular. El incidente originario probablemente tuvo lugar en la localidad de Roccascalegna, que estaba a una hora de camino a pie de Torricella Peligna. En Roccascalegna sigue habiendo una torre de piedra en la cima de un castillo, y su señor fue durante mucho tiempo un barón llamado Corvis Corvo. Según la leyenda, aquel tarugo tenía una forma muy poco respetuosa de cobrar tributo. Antes de dar su consentimiento para que las mozas de la zona se casaran, el tributo que el barón se otorgaba a sí mismo consistía en pasar la noche de bodas con la futura novia. En Italia, este privilegio aristocrático se conocía con el eufemístico apelativo de prima notte.
Aquel disparate se prolongó durante años hasta que, después de escuchar el precio a cobrar por el matrimonio, uno de los novios decidió que había llegado el momento de decir basta.
Según iba avanzando el relato del abuelo Nick, la novia, Lucia, se volvía más hermosa -casi hasta convertirse en una princesa- y el joven Giuseppe se iba pareciendo cada vez más a Robin Hood que al achaparrado hijo adolescente de un zapatero. Con el tiempo, el abuelo se las ingenió para dotar al muchacho de un espléndido semental negro y un estilete con punta de plata.
Giuseppe y Lucia habían viajado durante una jornada entera para casarse en Roccascalegna. En la carreta iba un baúl que contenía dos vestidos hechos a mano.
Aquella noche, cuando se suponía que Lucia iba a ser escoltada hasta la torre para atender a su patrocinador y prescindir de su virginidad antes de la boda, tenía suplente. Giuseppe se había puesto el otro vestido y el velo que había en el baúl. La cámara real estaba tenuemente iluminada por velas. Como el barón estaba borracho, la suplantación de Giuseppe dio resultado y el barón acabó pagándolas todas juntas.
Giuseppe degolló al barón y después lo colgó de la ventana de la torre para que su sangre manara hasta los adoquines de la calle, treinta metros más abajo.
Por supuesto, según mi abuelo, el pueblo se liberó de la tiranía y de años de injusticias y todo el mundo estuvo celebrando sin parar durante días. Es decir, hasta que el siguiente tarugo de noble linaje ocupó su lugar. Pero claro, el abuelo nunca llegaba a esa parte.
Según iba narrando sus historias, el viejo Nick siempre interpretaba a todos los personajes. Siempre daba un paso o dos y cambiaba de voz y de expresión para que supiéramos de qué personaje estaba haciendo en ese momento. Mis favoritos siempre eran los malos, porque el abuelo tenía un don para el mal y los villanos, para poner sus caras e imitar sus voces. Cuando interpretaba al barón, siempre se frotaba las manos y adoptaba una expresión crispada. La función era puro teatro y podía durar una hora o más, siempre que quedara vino en la jarrita de la cocina.
-Danny, muchacho, ¿quieres que tu abuelo te cuente la historia de Giuseppe?
-Claro, abuelo, esa me gusta mucho. ¿Qué le pasó al tal Giuseppe? ¿Lo mataron por vengarse del barón?
-No lo sé, chico. Haces demasiadas preguntas. ¿Qué tal la del tío Mingo? ¿Quieres que te vuelva a contar la historia del tío Mingo y los bandidos?
-Claro, abuelo.
-Muy bien, pues ve a traerme un poco más de vino... El tío Mingo tenía mil gatos, ¿sabes, Danny?
-¡Venga ya abuelo! ¡Mil gatos!
-Tráeme el vino. Voy a contarte la historia entera.