Ignacio del Valle. Foto: Corina Arranz

Plaza&Janés. Barcelona, 2012. 413 pp., 19,90 3. Ebook 12,99 e.

Las dos novelas anteriores de Ignacio del Valle (Oviedo, 1971) -El tiempo de los emperadores extraños (2006) y Los demonios de Berlín (2009)- delataban la orientación de la narrativa de este autor, enfocada hacia historias situadas en ambientes conflictivos o bélicos, donde ciertos ingredientes aunados, como la investigación de un misterio, el cosmopolitismo de los escenarios puntillosamente descritos -que incluye palabras de idiomas exóticos, nombres de bebidas y platos típicos-, así como el diseño de personajes de una pieza -buenos nobles y tenaces, malvados crueles y ruines-, apuntaban hacia la literatura de entretenimiento de gran tonelaje. Durante años, una parte de esa literatura se ha ocupado de crear historias sobre la búsqueda de antiguos nazis ocultos (con modelos como Odessa, de Forsyth, o Los niños del Brasil, de Ira Levin), lo que en años recientes se ha trasvasado a genocidas surgidos en las convulsas guerras balcánicas que supusieron la disolución de la antigua Yugoslavia, como sucede en Busca mi rostro. El trabajo de dos policías en Nueva York y, paralelamente, las arriesgadas investigaciones seguidas por la fotógrafa Erin Sohr en países como Serbia, Bosnia o Israel para dar con el paradero de Víktor, un sanguinario paramilitar serbio, constituyen el esqueleto central de la trama, enriquecida por una serie de motivos secundarios que tratan de dotar de humanidad a los personajes: la conciencia acusadora de Erin, la infelicidad matrimonial del policía Sailesh, el progreso de siniestros individuos al amparo de las mafias rusas…



Los lectores aficionados a este tipo de literatura no se sentirán decepcionados por estas páginas, que cumplen los requisitos deseables del género, aunque con frecuencia caigan en diálogos premiosos o en el relato de acciones innecesarias e irrelevantes: "[Erin] tenía ganas de orinar; fue al baño. Se sentó en la taza, al acabar se limpió con papel higiénico y después se fue a lavar las manos" (p. 366). O atribuyan a los personajes pensamientos imposibles. Entre las reflexiones de Daniel, un policía neoyorquino no demasiado culto, se deslizan estas palabras, que reproducen casi literalmente un aforismo en verso de Antonio Machado: "El ojo no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve, recordó" (p. 196). Y se repite en otro momento, con nuevo e increíble trasplante, entre los pensamientos del policía Sailesh (p. 400). En otras ocasiones, los intentos de inyectar novedad en la prosa mediante el uso de símiles inesperados naufragan en creaciones de gusto dudoso: "Aquella pregunta se convirtió en algo incómodo, agobiante, desagradable, un zurullo que flotaba en su conciencia a pesar de tirar repetidamente de la cadena" (p. 54). Y no es infrecuente la impropiedad: un moribundo está "haciendo aguas" (p. 34), con un plural que desvirtúa lo que se quiere decir; en medio del campo, "el silencio era estentóreo" p. 353) y se habla de una "temperatura abotargada" (pp. 222) o de "superhéroes protegidos por sus identidades medianas y ficticias" (p. 81), como se utiliza "desventurado" por 'aventurado' (p. 103). Hay formas verbales destrozadas: "todo se iba desleyendo en su cabeza" (p. 63) o "desleyó esas ideas con otro sorbo" (p. 334) revelan confusión de la forma "desleír" (que exige ‘desliendo' y ‘deslió') con un inexistente verbo "desleer". Concordancias como "los patéticos podium" (p. 245) o "el viejo debellatio romano" (p. 351) no ayudan a mejorar las cosas.



Todo esto es una lástima, porque la novela contiene pasajes excelentes: el relato de Slavenka acerca del caso de Goran (pp. 216-219) es una muestra de buen narrador, y más aún el viaje de Erin con Miriam por la carretera de Be'er Sheva (pp. 350 ss.), donde las notas paisajísticas dejan de ser mero decorado para integrarse como reflejos del estado de ánimo de los personajes. Hay en Ignacio del Valle un narrador dotado de intuición y oficio, pero su despreocupación idiomática empequeñece sus virtudes.