Robert Walser

Traducción de Rosa Pilar Blanco. Siruela. Madrid, 2012. 368 páginas, 24'95 euros

El infortunio personal de Robert Walser (Biel, 1878-Herisau, 1956) apenas se refleja en su obra. Cercado por la soledad, la locura y la inadaptación, su literatura desprende amor a la vida. Humilde, sencillo, discreto, levemente irónico y sin grandes ambiciones, Walser se consideraba un paseante aficionado a reflejar sus impresiones con una prosa poética, minuciosa, reflexiva, donde el yo se esfumaba para abrir paso a la naturaleza, las ciudades o las experiencias oníricas.



Sueños es una recopilación de apuntes, cuentos y fragmentos elaborados entre 1913 y 1920. Walser no se preocupó de editarlos, pues su dispersión parecía incompatible con la presumible unidad de un libro. Sin embargo, estas notas y relatos definen perfectamente su poética y su interpretación de la realidad. Autor de espléndidas novelas como Jakob von Gunten o >Los hermanos Tanner, Walser se muestra especialmente cómodo en el pequeño formato. Se podría decir que su escritura crece y se dilata en lo ínfimo. Anteriores a los cuadernos escritos a lápiz (los famosos "microgramas" que se publicarían después de su muerte), estos textos ya recogen esa mirada de miniaturista que se aleja de los géneros convencionales para fluir con la sencillez de un paseo sin rumbo fijo, donde cada novedad o cada reencuentro renuevan el placer de existir. La emoción estética no surge de grandes revelaciones, sino del amor a lo precario y cotidiano. Una simple excursión puede enseñarnos la dignidad de una campesina acarreando un haz de leña. Es una mujer corriente, pero en su faena se advierte que la belleza a veces anida en la miseria. Walser escribe con la perspectiva de un pintor. Susan Sontag le compara con Paul Klee. Es posible, pero sería injusto no reconocer su parentesco con otros pintores, como Cézanne, enamorado de la secreta simetría de un mundo aparentemente caótico, o Van Gogh, emocionado por la luz de Arles y el potencial expresivo del color, capaz de transformar los árboles en llamaradas. Walser se apasiona por el mundo que contempla, sin caer en estridencias o comerciar con lo melodramático. En sus páginas, no se aprecia fatalismo o furor heroico, sino gratitud. La felicidad está al alcance de la mano. Sólo hace falta abrir los ojos y observar el bosque, la noche o un lago, con sus aguas tranquilas y misteriosas. Walser pasó las dos últimas décadas de su vida en un sanatorio mental, pero nunca transigió con la desesperación romántica. Su único intento de suicidio tuvo un desenlace ridículo. El nudo de la soga se deshizo y Walser desistió, deplorando su torpeza. A pesar de ser hijo de una madre con depresiones crónicas y hermano de un suicida, su literatura estableció un firme compromiso con la vida: "Qué sublime te sientes cuando estás alegre, qué feliz te sientes con una confianza renovada, y qué bien estás cuando la cabeza y el corazón rebosan de esperanzas renacidas".



La presunta dispersión de una recopilación póstuma de inéditos se desvanece al descubrir una convergencia profunda entre los fragmentos. Walser no se cansa de celebrar la naturaleza ("pacífica y amorosa"), la primavera ("era como si la belleza saliera plácidamente a mi paso") y las ciudades ("las tiendas resplandecen, y en especial las jugueterías, que hablan al corazón de los niños"). Nada es banal o innecesario. Todo es digno de ser escrutado ("yo dedicaba a las cosas más insignificantes una minuciosa atención") y la vida es una ensoñación perpetua ("todo soñaba porque vivía, y todo vivía porque era capaz de soñar").



Walser es un solitario, pero no un misántropo. Al visitar una taberna o acudir al teatro, señala que le gusta "estar rodeado por seres humanos y aguardar lo que aguardan los demás". Sueños es un libro de estremecida belleza, que nos invita a recorrer paisajes y a deambular por nuestro interior. Mirar hacia fuera es tan esencial como mirar hacia dentro, pues "la fantasía nos salva, y el sueño es nuestro libertador". Walser se muestra dichoso, sereno, imbuido en "una libertad hölderliniana" y reivindica el legado de Rembrandt, "el gran maestro que representaba de maravilla lo insignificante y humilde". No es un escritor político, pero lamenta las tensiones que afligen a Europa, "cuya desunión debería ser únicamente geográfica". Walser murió solo durante uno de sus paseos. Es imposible evocar su figura tumbada en la nieve y no pensar que el mundo se empobreció al perder a uno de sus más inspirados cronistas.