Que la Feria del Libro este año se haya dedicado a la literatura italiana propicia algunas oportunidades especialmente valiosas. Tener aquí a una escritora como Dacia Maraini (Florencia, 1936), historia viva de la cultura italiana, es un privilegio que elcultural.es no ha dejado escapar. Entre 1962 y 1983 fue la compañera de Alberto Moravia. Gracias a él conoció a Pier Paolo Pasolini, con el que forjó una estrecha y fructífera amistad (juntos escribieron el guión Las mil y una noches). Vivió en Japón de niña, entre 1939 y 1946. Su padre, antropólogo, fue destinado allí para desarrollar una de sus investigaciones. El pacto firmado entre la República de Saló (el Estado creado por Mussolini en el norte de Italia cuando los aliados habían recuperado ya el sur) y el país nipón en 1943 hizo que ella y su familia acabarán en un campo de concentración japonés, hasta 1946. A su vuelta, se instalaron en Sicilia, donde entró en contacto con los vericuetos de la mafia, un universo que desarrollaría en alguna de sus novelas, como Bagheria. Siendo muy joven, fundó la revista Tempo de letteratura. Aparte de narrativa, ha escrito también varias obras teatrales de éxito (María Estuardo y Diálogo de una prostituta con su cliente).
Baste esta breve semblanza de entrada para saber quién es Dacia Maraini. Esta mañana se encuentra en Madrid para dar a conocer su último título publicado en España, El tren de la última noche (Galaxia Gutenberg). La escritora florentina echa la vista atrás y se sumerge en el corazón de las tinieblas de la historia europea del siglo XX. Una joven periodista italiana busca a su amor de adolescencia entre los cascotes de un continente todavía humeante tras la II Guerra Mundial. Le sigue la pista en la Hungría de 1956, justo cuando estalla la revolución contra Unión Soviética y presencian cómo los tanques aplastan cualquier atisbo de resistencia democrática. Busca también en Viena, donde se entrevista con supervivientes del Holocausto que le puedan facilitar algún dato de su paradero (él desapareció en el gueto de Lodz, dejando un cuaderno escondido en muro). Llega hasta Auschwitz, el agujero más negro de la maquinaria de exterminio nazi.
-Usted es otra escritora que desafía a Adorno, que decía que no se podía escribir literatura sobre el Holocausto.
- Creo que su afirmación tenía un sentido más bien simbólica. Como la de Sartre, que decía que no se podía escribir novelas mientras estuviera muriendo de hambre un solo niño pero él seguía escribiendo. Yo acepto este precepto de Adorno como una especie de memento: "Tú, escritor, no debes olvidar que tus palabras se alzan sobre un infinito sufrimiento humano. Sé consciente de ello en todo momento, para que nunca instrumentalices ese dolor". Así lo interpreto yo. Creo que no hay nada de lo que no pueda escribirse.
- ¿Y de dónde nace el impulso para adentrarse con esta novela en aquellos capítulos tan traumáticos de nuestro pasado como europeos?
- Sigo reflexionando sobre una paradoja que no me ha dejado de perseguir en toda la vida: ¿Cómo es posible que la gente acabe amando a petulantes dictadores que abocan a sus países a la ruina moral y material? La atracción pública que ejercen los dictadores siempre me ha conmocionado. Hay sociólogos que lo achacan a un resabio animal que todavía permanece en el inconsciente humano: la necesidad de tener un jefe de la manada que nos dirija.
- Corren tiempos especialmente propicios para que se alcen nuevos machos dominantes en la manada europea...
- Bueno, Europa tiene todavía activos algunos antídotos contra este fenómeno. El principal es el hecho de que tanto el comunismo como el nazismo están demasiado cercanos en el recuerdo de la gente.
- ¿Su experiencia en el campo de concentración japonés le ha ayudado al escribir este libro?
- Sin duda. Fue una experiencia terrible. Mi familia y yo acabamos allí porque mi padre, un antifacista insobornable, se negó a secundar el tratado entre la República de Saló y Japón. Todos los italianos que vivían en este país estaban obligados a hacerlo mediante una firma. Al no firmar, nos detuvieron a todos nosotros. Acabamos en un pequeño campo, en el que sólo estábamos 18 italianos. Los vigilantes no nos daban de comer nada. El hambre nos mataba y ellos se ponían a comer delante de nosotros subidos en balcones. De vez en cuando, echaban una cáscara y reían cuando nos peleábamos por ella. Eran unos sádicos.
Sádicos también eran los asesinos (el plural es el número correcto según Maraini) de su gran amigo Pasolini. Su cuerpo apareció reventado en una playa de Ostia Antica, a unos 20 kilómetros de Roma. Maraini, Moravia y los amigos del airado cineasta y poeta pronto sospecharon que la versión oficial era una máscara para ocultar móviles más escandalosos. "Pelosi no pudo matarle solo como se nos intentó hacernos creer desde el principio. Él era un adolescente y Pasolini era un hombre enérgico y atlético. Pelosi no presentaba ni un minúsculo arañazo, ni una gota de sangre en su ropa, mientras que el cuerpo de Pasolini era todo un hematoma y tenía decenas de huesos fracturados", advierte Maraini.
Más de tres décadas después Pelosi reconoció que él no había actuado sólo. Un grupo de figuras de la cultura italiana, con Maraini a la cabeza, pidieron tras las nuevas confesiones de éste la reapertura del caso y lo han conseguido. Habrá que esperar una nueva sentencia aunque en Italia no hay muchas esperanzas de que se sepa algún día toda la verdad de aquel brutal asesinato.
- Usted tendrá su teoría, ¿no?
- Él estaba investigando sobre la muerte de Mattei, el industrial que creó la ENI con el fin de competir desde el sector público contra las grandes compañías petrolíferas privadas. Pasolini sospechaba que habían sido los servicios secretos quienes lo habían matado. Estaba escribiéndolo en un libro que iba a titular Petróleo pero esos pasajes comprometedores desaparecieron. Creo que a Pasolini lo asesinaron los mismos.
- ¿Sentía miedo en aquellos días Pasolini? ¿Estaba nervioso?
- Yo no lo noté. Él era un hombre muy valiente, que cuando se embarcaba en un proyecto, por delicado que fuera, no se preocupa de los riesgos que podía implicar para sí mismo. Fue alguien único, un trabajador apasionado e infatigable. El guión de Las mil y una noches los escribimos en una casa frente al mar y no nos bañamos ni una sola vez. Trabajábamos 12 horas al día y cuando terminábamos, él se iba siempre a vagabundear en la noche.
- Le conoció gracias Moravia, ¿no?
- Sí, eran una pareja muy curiosa. Pasolini era silencioso, hablaba muy poco. En cambio, Alberto era un gran orador. Creo que por eso se entendían tan bien.
- Fue pareja de Moravia durante casi 20 años. ¿Cómo se relacionaban en el terreno literario? ¿Comentabais vuestros libros mientras los estabais escribiendo?
- La verdad es que no mucho. Cada uno escribía en su habitación y éramos muy respetuosos con la autonomía del otro. Imagino que es algo que había aprendido durante su convivencia con Elsa Morante. Él nunca adoptaba un tono profesoral conmigo. Además, cuando lo conocí, yo ya tenía mi personalidad literaria más bien asentada.
- Pero algo aprendería de él...
- Claro. Él enseñaba con el ejemplo. Lo que más valoro de Alberto es su honestidad intelectual, su rigor en la escritura, la costumbre de trabajarla como un artesano, su autodisciplina y el fuerte compromiso con su entorno.
- El compromiso parece también muy presente en la literatura italiana contemporánea. ¿Cree que atraviesa un buen momento?
- Hemos vivido allí un periodo de profunda degradación cultural durante el Berlusconismo. Esto ha provocado una reacción entre los escritores, los ha azuzado. Siento que ahora hay un paralelismo entre sus preocupaciones y las que tenía mi generación en los años 70. Ahí están los ejemplos de Michela Murgia, Edoardo Nesi, Roberto Saviano, Mario Desiati, Valeria Parrella... Es algo que me devuelve la ilusión.