El escritor uruguayo Ruben Loza Aguerrebere. Foto: Archivo

El legendario Café Gijón vive amenazado de muerte. No literalmente, porque sus dueños acaban de salvar su terraza para los próximos 75 años, pero cuentan sus habitantes tradicionales que las tertulias que allí se convocaban han ido emigrando a lugares menos turísticos y que con la ley antitabaco se han esfumado también muchos de los escritores que hicieron del establecimiento del Paseo de Recoletos la zona cero de las letras en Madrid. Protagonista de artículos, libros, pinturas, el viejo local nacido en 1888 ha ido convirtiéndose en otro personaje de la cultura. El último en utilizar su nombre ha sido el uruguayo Ruben Loza Aguerrebere, autor de vasta obra literaria y uno de los más reconocidos en su país, aunque muy poco publicado en España. Ahora el sello Funambulista edita Muerte en el Café Gijón, pequeña pero valiente novela en la técnica que empieza al revés: un escritor muerto sin móvil y un abanico de posibles culpables entre el que el lector tendrá que identificar a los inocentes. "Si es que los hay", matiza desde el hotel donde se aloja en Madrid el autor, que este martes presenta la obra en la librería La buena vida, acompañado del periodista Germán Yanke, que firma posfacio.



Próxima al género detectivesco, sin llegar a serlo, pues su fuerza reside en el tono coral y en el atrevimiento de que cada capítulo se escriba con una técnica diferente, la novela trata de esclarecer qué sucedió en la vida de ese escritor al que le pasó algo inesperado en los baños del local madrileño, aunque también pasea por otras ciudades, como París y Montevideo. "Se pueden inventar las anécdotas pero no las ciudades. Para escribir esta obra acudí a lugares y calles que me gustan", comenta Loza, que también ha elegido personajes reales para poblar su libro. El propio Germán Yanke es uno de los protagonistas, como también lo son Plinio Apuleyo Mendoza, Juan Cruz y su buen amigo Mario Vargas Llosa, otro viejo conocido del Gijón. Precisamente la edición uruguaya de su libro salió a la calle una semana antes de que al peruano le concedieran el Premio Nobel, de manera que la coincidencia de que en este relato el premiado se transformara en un personaje de ficción hizo que la novela trascendiera a un artículo del Chicago Tribune y, de ahí, a muchas otras páginas de periódicos hasta tener una extraordinaria difusión. "Mario, que es muy amigo mío desde hace 40 años, me decía que él había sido muchas cosas, pero nunca un personaje de un libro".



Elogiado por el Nobel, que de él ha dicho que es "un escritor elegante, con un eco melancólico y muy uruguayo", así como por autores como Ernesto Sábato y Claudio Magris, Loza es un autor escasamente leído en España, aunque pronto sacará con la misma editorial Conversando con las Catedrales (conversaciones con Borges y Vargas Llosa), porque, recuerda, también de Borges fue amigo. "La primera vez que fui a su casa le llevé un relato mío [El hombre que robó a Borges] y él me dijo, como si viera, 'déjelo sobre la mesa que está debajo del cuadro de mi hermana'. Tenía yo 29 ó 30 años entonces. A los pocos días vi que había conseguido que me lo publicaran en un dominical de un periódico de Buenos Aires", recuerda el escritor, que en aquella ocasión convirtió al autor de El Aleph también en materia literaria. "Le estoy agradecido porque me ha convertido en un personaje ficticio. Y no estoy seguro de no serlo", le dijo entonces Borges.



De vuelta al libro que ahora se presenta, el número 21 de su producción, matiza el autor que su escritura aquí es, más que de género, un divertimento, "como aquello de Graham Greene". Y tanto se divirtió que tal vez se anime con otro relato de este estilo. Aunque en él está también la tradición de novelas corales como La colmena, de Cela, al que Loza ha leído con entusiasmo y, además, otros referentes suyos como Vargas Llosa y Hemingway, por el que se hizo escritor. Tenía 8 años, había leído El viejo y el mar y no había entendido nada, pero aquello, confiesa, le condenó para siempre. "Octavio Paz me dijo en una ocasión que ser escritor era primero aprender el oficio; luego, si persistía, una profesión; y finalmente, si duraba, un destino. Pues bien, para mí ya es un destino". Ese destino que asumió como propio le ha hecho reincidir en los territorios en los que el que escribe busca material para sus páginas. El Gijón es uno de ellos: "Allí anoté muchas cosas. Me encantan los diálogos que se escuchan. Una vez ayudaron los mozos a levantar a un señor mayor que estaba allí sentado. 'Tengo 80 años, levantas 80 años de poesía ¿viste cuánto pesa? Y luego dicen que es liviana', les dijo el hombre". El uruguayo, que espera seguir publicando en España y en la misma casa, recurre finalmente a una frase de Elisabeth Bowen para ilustrar su manera de observar la vida y convertirla en novelas: "Un escritor es un alumno desatento en el aula la vida".



Detalle de la cubierta del libro