El historiador británico Antony Beevor. Foto: Begoña Rivas

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El escritor británico Antony Beevor (1946) lleva varios años oxigenando la historiografía sobre la II Guerra Mundial. Desde principios de los 80 hasta la actualidad, ha dejado un rastro de títulos que identifican sus intereses concretos sobre ese periodo en que una ola de odio y locura barrió casi por completo nuestro planeta. Era un húsar de la caballería británica destinado en Gales. Puro aburrimiento. Allí la posibilidad de vivir con una mínima intensidad la experiencia de ser militar era nula. Una situación que recuerda a la de Lawrence de Arabia atrapado en el departamento de cartografía del ejército británico en El Cairo. Lawrence escapó al desierto en cuanto pudo. Beevor se conformó con emprender una aventura de corte intelectual que le ha llevado a ser el historiador de mayor popularidad (medida ésta en los miles y miles de ejemplares vendidos) de nuestros días. Hasta la fecha se ha ocupado de la caída de Berlín en 1945, con Hitler encerrado como una alimaña colérica en su búnker; de la batalla de Creta, en Grecia; de la de Stalingrado, donde el Führer y Stalin libraron un pulso de dos egos enfermos por la megalomanía; de la liberación de París, con los republicanos españoles encabezando el desfile triunfal por los Campos Elíseos; del desembarco en Normandía, aquel día 'D' para la humanidad. De todos estos libros, Beevor ha vendido entre 50.000 y 100.000 ejemplares en español (contando España e Hispanoamérica), cifra que no está nada mal, si tenemos en cuenta el terreno en que nos movemos: la historiografía.



Pero ahora sobre la mesita del hotel madrileño en que cita a elcultural.com se alza imponente un volumen con su nombre y un título sencillo pero muy clarificador: La Segunda Guerra Mundial (Pasado & Presente). Después de ir saltando por diversos conflictos, el historiador británico de 65 años, discípulo de John Keegan, ha querido encerrar en poco más de 1.200 páginas la infinita complejidad y magnitud de la II Guerra Mundial. Sentado en mullido sillón y con un talante afable y bien dispuesto al diálogo (durante el que se atreve a soltar diversas frases en un español mucho más que correcto), Beevor intenta explicar cómo alumbró un empeño tan extenuante: "Un historiador tiene la obligación de comprender. Yo había hecho escalas en distintos capítulos de la guerra pero ahora sentía la necesidad de conocer cómo influyeron unos a otros, cómo se interrelacionaron. Por ejemplo, cómo lo que ocurría en el Pacífico, en el frente oriental, podía afectar a la guerra en Europa".



Fiel a su estilo tradicional, que intenta conectar la geoestrategia con el detalle humano y cotidiano, Beevor arranca la narración con el caso de un soldado coreano que fue reclutado a la fuerza por el ejército japonés cuando sólo tenía 18 años para luchar contra los soviéticos en Manchuria. En esta zona fue apresado por las tropas de Stalin y tras ser encerrado en un campo de concentración lo mandaron a plantar cara, ya integrado en sus fuerzas, a los nazis en Ucrania. Los alemanes acabaron arrestándolo y trasladándole a las playas francesas para repeler el desembarco aliado. Entonces lo prendieron los británicos y dio con sus huesos en un nuevo campo de retención, en Inglaterra. Ese cúmulo de infortunios simbolizan el carácter global y absurdo de un enfrentamiento que, como dice el propio Beevor, "dejó indefensa a la mayoría de la gente corriente frente a lo que serían una serie de fuerzas abrumadoras desde el punto de vista histórico".



Fuerzas abrumadoras que en el momento presente parecen también estar muy por encima de la capacidad de "la gente corriente" por marcar el rumbo de su destino. Aun así, Beevor es muy cauteloso a la hora de fijar paralelismos: "Es muy peligroso hacerlo. Yo me echo las manos a la cabeza cuando oigo a los griegos decir que Merkel es una especie de Führer que comanda el IV Reich. O que Sadam Hussein era como Hitler. O que el ataque del 11-M ha sido como el Pearl Harbour de esta nueva era. Del pasado, más que trazar paralelismos con él, lo que tenemos que hacer es aprender". Dicho esto, también admite la existencia de amenazas que, con mayor o menor profundidad, recuerdan tristes vivencias de aquella época convulsa: "Observo que la centralización del nacionalismo europeo en Bruselas, ha avivado otra vez los nacionalismo en el viejo continente, como ocurre en Finlandia, en Holanda, en Hungría. El viejo monstruo se está despertando...".



De todas formas, en la actualidad carecemos -a Dios gracias- de un elemento crucial en el estallido de la conflagración mundial del 39. No está Hitler: su veneno interior de psicópata acomplejado y su capacidad para encandilar a las masas con un verbo incendiario y oportunista. "Un historiador debe tener como principio que nada es inevitable. Pero sí es cierto que tras la caída de los grandes imperios mundiales (otomano, ruso y austrohúngaro), casi simultáneamente, era muy probable que se produjera una guerra. Sobre todo porque en sus territorios habían quedado encorsetadas un sinfín de minorías étnicas. Eso era un polvorín. Pero sin Hitler quizá esa confrontación se hubiera retrasado algo más. Él la precipitó con su determinación. Quería una guerra y la quería ya. En una ocasión confesó que era mejor empezar la guerra con 55 años que con 60". El esteta frustrado (iba para pintor pero el mundo del arte le dio calabazas) aprovechó uno de los grandes errores históricos que no hay que dejar de restregar a sus responsables. Beevor lo imputa sobre todo a Francia: "Quería humillar a Alemania y por eso exigió condiciones de reparación tan duras en el Tratado de Versalles [que cerró la la I Guerra Mundial]. El problema fue que la guerra no había acabado en las trincheras sino en los despachos. Los alemanes creían que no la habían terminado en el campo de batalla sino que habían sido traicionados por la clase política, que negoció una paz infame". Aquella maniobra fue bautizada por el pueblo alemán como la 'puñalada por la espalda' y dio mucho juego a los extremistas como Hitler. Para que resultasen menos gravosos los pagos obligatorios, Alemania provocó una inflación brutal, que terminó por desmoralizar al grueso de las clases medias germanas. Era el contexto óptimo para prender la llama y que todo saltara por los aires.



Beevor dedica casi dos terceras partes de su enciclopédico trabajo al frente oriental. Cree que todavía hay mucho por saber sobre lo que allí pasó. Curiosamente, ha podido, dentro de unos límites, husmear en los herméticos archivos soviéticos. Sin embargo, cuenta que en Japón los documentos relativos a la II Guerra Mundial son apenas accesibles. Hay a su juicio algunos aspectos que no se quiere que trasciendan a la opinión pública. Por una parte, el canibalismo del que fueron víctimas norteamericanos y australianos en los campos de concentración nipones. "Fue una práctica sistemática. A los prisioneros los tenían encerrados como ganado. Cuando tenían hambre, cogían a uno y lo ejecutaban para comérselo, como a una oveja o a una vaca. Las propias autoridades militares americanas y australianas lo han tapado para no infligir más daño en la familias de sus soldados". Otro detalle que se ha querido escamotear al conocimiento general es el plan de resistencia trazado por Japón frente a las potencias aliadas. "Estaban dispuestos a resistir hasta el final, hasta que muriera el último japonés, civil y militar, con espadas de bambú si fuera necesario y arrojándose con el cuerpo bien pertrechado de explosivos contra los tanques americanos". Beevor no duda en manifestarlo: "Las bombas atómicas lanzadas sobre Japón salvaron muchas vidas".



El historiador británico dejó de ser soldado pero sigue aplicándose a sí mismo una disciplina militar cuando escribe. Eso le permite no desfallecer tras empresas tan exageradas como la de escribir un libro con vocación de totalidad sobre la II Guerra Mundial. De hecho, ya tiene abiertos nuevos frentes en el horizonte. En el futuro quiere abordar la batalla de las Ardenas y también dar a luz una biografía sobre Napoleón. También una novela histórica, ambientada en el periodo de entreguerras. Es algo que sorprende porque en más de una ocasión ha expresado sus reservas hacia la novela histórica: "No hago una enmienda a la totalidad contra el género. Hay muy buenas novelas históricas. Lo que detesto es la confusión que algunas propician entre realidad histórica y ficción. Eso no lo acepto. Los perfiles de ambas deben quedar claros". Es palabra de historiador de campo, de los que viven con la nariz sumergida en archivos polvorientos.