PREFACIO
Este libro versa sobre lo que acaso sea lo más importante que haya acontecido jamás en la historia humana. Aunque parezca mentira -y la mayoría de la gente no lo crea-, la violencia ha descendido durante prolongados períodos de tiempo, y en la actualidad quizás estemos viviendo en la época más pacífica de la existencia de nuestra especie. Esta disminución, por cierto, no carece de complicaciones, puesto que no ha conseguido llevar la violencia al nivel cero ni garantiza que la violencia continúe disminuyendo en adelante. Sin embargo, desde los enfrentamientos bélicos hasta las zurras a los niños ha habido un avance inequívoco, palpable en escalas de milenios a años.El retroceso de la violencia afecta a todos los aspectos de la vida. La existencia diaria es muy distinta si hemos de estar siempre preocupados por si nos raptarán, violarán o matarán, y es difícil promover o desarrollar artes sofisticadas, centros de aprendizaje o comercio si las instituciones pertinentes son saqueadas e incendiadas poco después de haber sido construidas.
La trayectoria histórica de la violencia afecta no sólo a cómo se vive la vida sino también a cómo se entiende la vida. Para nuestra idea de significado y finalidad, lo esencial sería saber si los esfuerzos de la especie humana durante largos períodos de tiempo nos han hecho mejores o peores. Concretamente, ¿cómo vamos a conseguir que cobre sentido la modernidad de la erosión de la familia, la tribu, la tradición y la religión producida por las fuerzas del individualismo, el cosmopolitismo, la razón y la ciencia? En buena medida depende de cómo entendamos el legado de esta transición: si vemos el mundo como una pesadilla de crímenes, terrorismo, genocidios y guerras, o como un período que, con arreglo a los estándares históricos, está bendecido por niveles inauditos de coexistencia pacífica.
La cuestión de si el signo aritmético de las tendencias en la violencia es positivo o negativo también tiene que ver con nuestra concepción de la naturaleza humana. Aunque diversas teorías de la naturaleza humana arraigadas en la biología suelen estar asociadas al fatalismo respecto a la violencia, y aunque la teoría de que la mente es una pizarra en blanco está a mi juicio es al revés. ¿Cómo vamos a entender el estado natural de la vida cuando apareció nuestra especie y dieron comienzo los procesos de la historia? La creencia de que la violencia ha aumentado sugiere que el mundo que hemos construido nos ha contaminado, quizá de manera irreparable. La idea de que la violencia ha disminuido sugiere que empezamos fatal y que los artificios de la civilización nos han conducido en una dirección noble, en la que ojalá continuemos.
Es éste un libro voluminoso, pero no hay más remedio. Primero debo convencer al lector de que la violencia ha descendido realmente en el transcurso de la historia, sabiendo que la idea misma invita al escepticismo, la incredulidad y a veces, incluso, al enfado. Nuestras facultades cognitivas nos predisponen a creer que vivimos en una época violenta, en especial cuando son avivadas por medios que siguen la consigna: «Si hay sangre, muéstralo». La mente humana tiende a calcular la probabilidad de un acontecimiento a partir de la facilidad con que puede recordar ejemplos, y las escenas de carnicerías tienen más probabilidades de llegar a los hogares y grabarse en la mente de sus habitantes que las secuencias de personas que mueren de viejas. Con independencia de lo pequeño que sea el porcentaje de muertes violentas, en números absolutos siempre habrá las suficientes para llenar el telediario de la noche, de modo que la impresión de la gente respecto de la violencia no se corresponderá con las proporciones reales de dicha violencia.
La psicología moral también distorsiona nuestro sentido del peligro. Nadie ha reclutado jamás activistas para una causa que anuncie que las cosas están mejorando, y a los portadores de buenas noticias a menudo se les aconseja que mantengan la boca cerrada, no vaya a ser que la gente se confíe y caiga en la autocomplacencia. Asimismo, buena parte de nuestra cultura se resiste a admitir que pueda haber algo bueno en la civilización, la modernidad y la sociedad occidental. Pero quizá la principal causa de la impresión de la omnipresente violencia surge de una de las fuerzas que inicialmente la hicieron descender. La disminución de la conducta violenta ha ido en paralelo con el declive de las actitudes que toleran o glorifican la violencia, y a menudo las actitudes van a la cabeza. Según los criterios de las atrocidades masivas de la historia humana, la inyección letal a un asesino en Texas o un crimen por discriminación en el que un miembro de una minoría étnica es intimidado por vándalos, es un asunto bastante leve. Pero desde una posición estratégica contemporánea, lo vemos como signos de lo bajo que puede caer nuestra conducta y no de lo alto que pueden haber llegado nuestros estándares.
Pese a las ideas preconcebidas, deberé convencer al lector de mis afirmaciones con cifras, que extraeré de conjuntos de datos disponibles y que representaré en gráficas. En cada caso explicaré de dónde proceden y haré todo lo que pueda para interpretar cómo encajan en la historia de la evolución de la violencia. El problema que me he propuesto entender es la reducción de la violencia en diversas escalas: la familia, el barrio, entre tribus y otras facciones armadas, y entre países y estados importantes. Si la historia de la violencia en cada nivel específico tuviera una trayectoria idiosincrásica, cada una pertenecería a un libro aparte. Pero para mi gran y reiterado asombro, las tendencias globales en casi todos los casos, vistos desde la posición ventajosa del presente, apuntan a la baja. Esto requiere documentar las diversas tendencias entre un simple par de portadas y buscar elementos comunes en cuándo, cómo y por qué ha sucedido.
Espero convencer al lector de que demasiadas clases de violencia se han movido en la misma dirección para que todo sea una mera coincidencia, lo cual a mi juicio exige una explicación. Es natural contar la historia de la violencia como una saga moral -una heroica lucha de la justicia contra el mal-, pero éste no es mi punto de partida. Mi enfoque es científico en el sentido mplio de buscar razones de por qué pasan las cosas. Quizá descubramos que un avance concreto en la paz se debió a emprendedores morales y sus acciones. Pero tal vez descubramos también que la explicación es más prosaica, como un cambio en la tecnología, el gobierno, el comercio o el conocimiento. Tampoco podemos entender el descenso de la violencia como una fuerza imparable del progreso que está conduciéndonos a un punto omega de paz perfecta. Es un conjunto de tendencias estadísticas en la conducta de grupos de seres humanos de diversas épocas, y como tal pide una explicación en función de la psicología y la historia: cómo la mente humana afronta circunstancias cambiantes.
Una parte amplia del libro explora la psicología de la violencia y la no violencia. La teoría de la mente que invocaré es una síntesis de ciencia cognitiva, neurociencia afectiva y cognitiva, psicología social y evolutiva, y otras ciencias de la naturaleza humana que examiné en Cómo funciona la mente, La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana y The Stuff of Thought. Según esta concepción, la mente es un sistema complejo de facultades emocionales y cognitivas puesto en marcha en el cerebro, que debe su diseño básico a los procesos de la evolución. Algunas de estas facultades nos predisponen a diversas clases de violencia. Otras -«los mejores ángeles de nuestra naturaleza», en palabras de Abraham Lincoln- nos predisponen a la cooperación y la paz. Para explicar el descenso de la violencia hemos de identificar los cambios en el medio cultural y material que han dado ventaja a nuestra tendencia pacífica.
Por último, necesito mostrar cómo nuestra historia se ha imbricado con nuestra psicología. En los asuntos humanos, todo está conectado con todo, lo cual es especialmente cierto si hablamos de violencia. A lo largo del tiempo y el espacio, las sociedades más pacíficas también suelen ser más ricas, sanas y cultas, estar mejor gobernadas, respetar más a las mujeres y practicar más el comercio. No es fácil decir cuál de estos rasgos felices inició el círculo virtuoso y cuál se incorporó sin tener un papel importante, y es tentador resignarse a circularidades insatisfactorias, como que la violencia disminuyó porque la cultura se volvió menos violenta. Los científicos sociales distinguen las variables «endógenas» -las de dentro del sistema, donde acaso se vean afectadas por los mismos fenómenos que están intentando explicar- de las «exógenas» -las que se ponen en movimiento debido a fuerzas externas-. Las fuerzas exógenas pueden tener su origen en el terreno práctico, como los cambios en la tecnología, la demografía o los mecanismos del comercio y el gobierno. Pero también pueden originarse en el terreno intelectual, a medida que ideas nuevas se conciben, difunden y adquieren vida propia. La explicación más satisfactoria de un cambio histórico es la que identifica un desencadenante exógeno. Partiendo de los datos, intentaré identificar fuerzas exógenas que se han engranado con nuestras facultades mentales de diversas maneras en distintos momentos y que, al parecer, han generado descensos en los niveles de violencia.
Los análisis que tratan de justificar estas cuestiones dan como resultado un libro grande -lo bastante grande para que no estropee la historia si anticipo las principales conclusiones-. Los ángeles que llevamos dentro es un relato de seis tendencias, cinco demonios interiores, cuatro ángeles y cinco fuerzas históricas.
Seis tendencias (capítulos 2 al 7). Para dar cierta coherencia a los muchos avances que componen el repliegue de nuestra especie con respecto a la violencia, los agrupo en seis tendencias principales.
La primera, que tuvo lugar en la escala de los milenios, fue la transición desde la anarquía de la caza, la recolección y las sociedades hortícolas -en las que nuestra especie pasó la mayor parte de su historia evolutiva- hasta las primeras civilizaciones agrícolas con ciudades y gobiernos, que comenzaron hace unos cinco mil años. Este cambio fue acompañado por una disminución de las incursiones y las contiendas que caracterizaban la vida en un estado natural y por un descenso, más o menos a la quinta parte, en los índices de muertes violentas. A esta imposición de la paz la denomino «proceso de pacificación».
La segunda transición abarcó más de medio milenio, y donde está mejor documentada es en Europa. Entre finales de la Edad Media y el siglo xx, los países europeos asistieron a una disminución, entre diez y quince veces, de sus índices de homicidios. En su obra clásica El proceso de la civilización, el sociólogo Norbert Elias atribuía este sorprendente descenso a la consolidación de un patchwork de territorios feudales en grandes reinos con una autoridad centralizada y una infraestructura comercial. Con un gesto de asentimiento a Elias, llamo a esta tendencia «proceso de civilización».
La tercera transición se extendió en la escala de los siglos, y se inició en torno a la Era de la Razón y la política de la Ilustración europea en los siglos xvii y xviii (aunque había habido antecedentes en la Grecia clásica y el Renacimiento, y paralelismos en otras partes del mundo). Se produjeron entonces los primeros movimientos organizados para abolir formas de violencia socialmente toleradas, como el despotismo, la esclavitud, los duelos, la tortura judicial, las matanzas supersticiosas, el castigo sádico y la crueldad con los animales, junto con los primeros indicios de pacifismo sistemático. A veces los historiadores denominan «revolución humanitaria» a esta transición.
La cuarta transición importante tuvo lugar al acabar la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, las dos terceras partes de un siglo han sido testigos de un avance sin precedentes históricos: las grandes potencias y los países desarrollados en general han dejado de librar guerras entre sí. A esta situación bienaventurada los historiadores la han denominado la «larga paz».
La quinta tendencia también tiene que ver con los combates armados, pero es más indirecta. Aunque a los lectores de noticias quizá les cueste creerlo, desde el final de la Guerra Fría en 1989 han disminuido en todo el mundo los conflictos organizados de toda clase: guerras civiles, genocidios, represión a cargo de gobiernos autocráticos y atentados terroristas. Como reconocimiento al carácter provisional de este feliz avance, lo llamaré la «nueva paz».
Finalmente, después de la Segunda Guerra Mundial, en la posguerra inaugurada simbólicamente por la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, ha crecido la aversión a la agresión a escalas más pequeñas, incluyendo la violencia contra minorías étnicas, mujeres, niños, homosexuales y animales. Estos productos derivados del concepto de derechos humanos -derechos civiles, derechos de las mujeres, derechos de los niños, derechos de los gais y derechos de los animales- se reafirmaron en una sucesión de movimientos, desde finales de la década de 1950 hasta la actualidad, que denominaré las «revoluciones por los derechos».
Cinco demonios interiores (capítulo 8). Muchas personas creen implícitamente en la «teoría hidráulica de la violencia»: los seres humanos albergan un impulso interno hacia la agresividad (instinto de muerte o sed de sangre), que crece dentro de nosotros y que, de vez en cuando, debe ser liberado. Nada podría estar más lejos de un conocimiento científico contemporáneo de la psicología de la violencia. La agresividad no es un impulso único, no digamos ya un impulso creciente. Es el resultado de varios sistemas psicológicos que difieren en cuanto a sus desencadenantes ambientales, su lógica interna, su base neurológica y su distribución social. El capítulo 8 está dedicado a explicar cinco de ellos. La violencia depredadora o instrumental es simplemente una violencia utilizada como un medio práctico para un fin. El dominio es el deseo de autoridad, prestigio, gloria y poder, en forma de gestos viriles entre individuos o de luchas por la supremacía entre grupos raciales, étnicos, religiosos o nacionales. La venganza alimenta el impulso moralizador hacia la represalia, el castigo y la justicia. El sadismo es el placer obtenido del sufrimiento de otro. Y la ideología es un sistema de creencias compartido, que por lo general supone la visión de una utopía que justifica la violencia ilimitada en pos de un bien ilimitado.
Cuatro mejores ángeles (capítulo 9). Los seres humanos no son buenos de manera innata (tampoco malos), pero vienen provistos de impulsos que pueden alejarlos de la violencia y orientarlos hacia la cooperación y el altruismo. La empatía (especialmente en el sentido de «preocupación compasiva») nos empuja a sentir el dolor de otros y a alinear sus intereses con los nuestros. El autocontrol nos permite prever las consecuencias de actuar sobre los impulsos y, por tanto, inhibirlos. El sentido moral consagra una serie de normas y tabúes que rigen las interacciones entre las personas de una cultura, a veces de maneras que reducen la violencia, aunque a menudo (cuando las normas son tribales, autoritarias o puritanas) de maneras que la incrementan. Y la facultad de razonar nos permite liberarnos de nuestras posiciones estratégicas provincianas, reflexionar sobre el modo en que vivimos la vida, deducir maneras en que podríamos mejorar, y guiar la diligencia de los otros mejores ángeles de nuestra naturaleza. En un apartado también examinaré la posibilidad de que, en la historia reciente, el Homo sapiens haya evolucionado literalmente para volverse menos violento, en el sentido técnico biológico de un cambio en el genoma. No obstante, el libro se centrará en transformaciones exclusivamente ambientales: cambios en circunstancias históricas que enlazan de diferentes formas con una naturaleza humana estable.
Cinco fuerzas históricas (capítulo 10). En el último capítulo intento volver a reunir la psicología y la historia identificando fuerzas exógenas que favorecen nuestra inclinación a la paz y que han impulsado los múltiples descensos de la violencia. El Leviatán, estado y sistema jurídico con un monopolio del uso legítimo de la fuerza, puede calmar la tentación del ataque explotador, inhibir el impulso de venganza y burlar las inclinaciones interesadas que hacen creer a todas las partes que están del lado de los ángeles. El comercio es un juego de suma positiva en el que todo el mundo puede ganar; mientras el progreso tecnológico permite el intercambio de bienes e ideas en distancias cada vez mayores y entre grupos más grandes de socios, las otras personas llegan a ser más valiosas vivas que muertas y tienen menos probabilidades de volverse blancos de la demonización y la deshumanización. La feminización es el proceso por el que las culturas han respetado cada vez más los intereses y valores de las mujeres. Como la violencia es en buena medida un pasatiempo masculino, las culturas que dan poder a las mujeres tienden a alejarse de la glorificación de la violencia y es menos probable que engendren subculturas de jóvenes desarraigados. Las fuerzas del cosmopolitismo, como la alfabetización, la movilidad y los medios de comunicación de masas, pueden inducir a la gente a adoptar la perspectiva de gente distinta y ampliar su círculo solidario. Por último, una redoblada aplicación de conocimiento y racionalidad a los asuntos humanos -la escalera mecánica de la razón- puede forzar a las personas a reconocer la inutilidad de los ciclos de violencia, a rebajar el privilegio de los intereses de uno sobre los de los demás, y a redefinir la violencia como un problema que hay que resolver y no como un combate que hay que ganar.
Cuando uno se hace consciente del declive de la violencia, el mundo comienza a tener otro aspecto. El pasado parece menos inocente; el presente, menos siniestro. Empezamos a valorar los pequeños regalos de coexistencia que habrían parecido utópicos a nuestros antepasados: la familia interracial jugando en el parque, el cómico que suelta una ocurrencia sobre el comandante en jefe, los países que tranquilamente evitan una crisis en vez de aumentar las posibilidades de guerra. El cambio no es hacia la autocomplacencia: disfrutamos de la paz que hoy tenemos porque muchos individuos de generaciones pasadas quedaron horrorizados por la violencia de su época y se esforzaron por reducirla, del mismo modo que nosotros debemos esforzarnos por reducir la violencia que persiste en la actualidad. De hecho, reconocer la disminución de la violencia ratifica que tales esfuerzos merecen la pena, sin lugar a dudas. La crueldad del hombre hacia el hombre ha sido desde hace tiempo tema de moralización. Al saber que algo la ha hecho disminuir, también podemos considerarla una cuestión de causa y efecto. En vez de preguntar: «¿Por qué están en guerra?», deberíamos preguntarnos: «¿Por qué hay paz?». Podemos obsesionarnos no sólo con lo que hemos estado haciendo mal sino también con lo que hemos estado haciendo bien. Porque hemos estado haciendo algo bien, y sería bueno saber exactamente qué es.
Muchas personas me han preguntado por qué emprendí el análisis de la violencia. No debería ser ningún misterio: la violencia es una preocupación natural de todo aquel que estudie la naturaleza humana. Empecé a aprender sobre el descenso de la violencia en un libro de Martin Daly y Margo Wilson sobre psicología evolutiva, Homicide, en el que examinaban los elevados índices de muertes violentas en sociedades sin estado y la disminución de homicidios desde la Edad Media hasta la actualidad. En varios de mis libros anteriores he citado estas tendencias descendentes, junto con avances humanos como la abolición de la esclavitud, el despotismo y castigos crueles en la historia de Occidente, en apoyo de la idea de que el progreso moral es compatible con un enfoque biológico de la mente humana y un reconocimiento del lado oscuro de nuestra naturaleza. Reiteré estas observaciones en respuesta a la pregunta anual del foro online