Thomas Bernhard con Hedwig Stavianicek, su única pareja estable. Foto: Thomas Nydahl

Traducción de Miguel Sáenz. Alianza. 120 pp. 16 e. ebook: 14 e.

Cuando la literatura malvive acosada por los libros de entretenimiento, la aparición de un volumen de relatos de Thomas Bernhard (Heerlen, Holanda 1931-Gmunden, Austria, 1989) permite encontrar en sus páginas personajes de carne y hueso en vez de los seres trazados con tiralíneas de la novela negra. Son protagonistas humanos, que llevan enganchados en su personalidad jirones de la piel del narrador, del autor. Los personajes de estas historias viven de verdad, no son marionetas de un destino tópico, que tantos autores de entretenimiento parecen encontrar enlatado en los bestsellers de saldo en las grandes superficies. Completa la singularidad del autor la posesión de una lengua literaria propia, que leída en la estupenda versión de Miguel Sáenz, nos permite el reencuentro con el arte de narrar en todo su esplendor.



El libro contiene cuatro relatos largos. El primero se titula "Goethe se muere", y en él figura Goethe (1749-1832) anciano, que quiere conocer al filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein (1898-1951), a la sazón profesor en la Universidad de Cambrige. Se trata naturalmente de un anacronismo, pues el autor de Fausto vivió siglo y medio antes. Manda que lo vayan a buscar a Inglaterra. Bernhard admiraba profundamente a su paisano Wittgenstein, cuya filosofia se basa en una teoría de la lengua relativamente sencilla. En esencia, y simplificando, dice que la lengua permite pensar en imágenes, visualmente. La gran riqueza artística de Bernhard proviene de su genial manera de inventar unas historias, largas o cortas, sin dar demasiados detalles, sino construyéndolas un poco como si estuvieran montadas sobre el aire, carentes de raíces, porque desea evitar el lugar común, las ideas ya conocidas, y proponer una imagen inédita de la realidad.



Suele montar su relato a base de unos pocos datos. Leamos el comienzo del segundo cuento, "Montaigne": "Huí de mi familia y, por consiguiente, de mis torturadores a un rincón de la torre y, sin luz, y, por consiguiente, sin hacer que los mosquitos enloquecieran contra mí, cogí de la biblioteca un libro que, tras haber leído en él unas frases, resultó ser de Montaigne, de quien estoy muy próximo, de una forma más íntima y realmente iluminadora que de cualquier otro"(pág. 43). Lo singular es que no empieza a describir cuanto sucede, sino que elabora el relato sobre una especie de vacío, sin dar mayores explicaciones de los antecedentes de la situación, de por qué le gusta Montaigne, ni de por qué se tiene que ir a leer a escondidas. Así construye, como sugería Wittgenstein, una imagen, una situación que nos seduce, pues en principio parece sencilla, el elegir un libro y leerlo a escondidas de nuestros padres, sollozando de gozo.



En "Reencuentro", dos familias pasan el tiempo libre yendo de excursión a las montañas, cuyos padres viven adictos a este deporte, que aburre soberanamente a los hijos. Unos pocos hilos temáticos bastan para manifiestar el hondo conflicto entre padres e hijos. Los primeros quieren que sus descendientes les emulen. Sin embargo, la realidad de la vida es que los hijos en un momento deben encontrar su personalidad, que no se desarrolla imitando a los progenitores. Estos chicos, de hecho, odian cuanto hacen su padres, el alpinismo, sus hobbies, como la pintura y la música, porque ellos quieren leer, pintar y escuchar música, contra su padres. Cierra el volumen "Ardía", el relato más autobiográfico, donde Bernhard revela el deseo de recluirse en su yo más íntimo, para vivir una vida espiritual, lejos de su Austria natal, a la que criticó sin cesar.