Karen Russell.

'Tierra de caimanes' (Tusquets) es uno de esos libros 'coming of age' que tanto gustan en Estados Unidos, un viaje de la infancia a la madurez en el que la inocencia se convierte en un recuerdo melancólico. Karen Russell debuta a lo grande con esta obra, finalista del Premio Pulitzer de este año junto a David Foster Wallace y Denis Johnson, declarado desierto. Considerada una de las diez mejores novelas de 2011 según The New York Times Book Review, la historia se ambienta en un parque temático regentado por una familia de domadores de caimanes. La madre muere, y por culpa de una serie de circunstancias, la joven Aya, aún adolescente, tiene que hacerse cargo de los 98 reptiles mientras intenta superar el dolor.




El principio del fin

Nuestra madre actuaba bajo la luz de las estrellas. Nunca averigüé a quién se le había ocurrido. Puede que al Jefe Bigtree. Era una idea sensacional: apagar el cañón de seguimiento y dejar que la nítida luz de la luna, sin nada que la acompañara, atravesara el cielo; acallar el micrófono; dejar que los párpados de estaño de los focos del escenario cayeran cual pergaminos y brindar a los turistas sentados en las tribunas la oportunidad de disfrutar de la oscuridad de nuestra isla; invitar a todo el estadio a quedarse boquiabierto ante la estrella de Swamplandia!, la famosa domadora de caimanes Hilola Bigtree. Cuatro veces a la semana, nuestra madre, vestida con un biquini verde, ascendía la escalera que conducía al foso de los caimanes y se alzaba en el borde del trampolín, respirando. Si soplaba el viento, el cabello le revoloteaba alrededor del rostro mientras ella permanecía inmóvil. Las noches en la ciénaga eran oscuras y estrelladas. Nuestra isla se hallaba a unos cincuenta kilómetros de distancia de las luces de la península, y aunque a simple vista éramos capaces de divisar sin problemas la esfera de Venus y los cabellos de zafiro de las Pléyades, el cuerpo de nuestra madre apenas representaba unas líneas, una mancha recortada sobre el telón de fondo de las palmeras.



En algún punto justo debajo de Hilola Bigtree, docenas de caimanes paseaban sus dientes como carámbanos y sus pavorosas cabezas con forma de diamante, abriéndose paso a través del millón y medio de litros de agua filtrada. El punto más hondo, el cono blanco en el que mamá se zambullía, tenía dos metros y medio de profundidad; en la zona menos profunda, el agua se reducía a unos veinticinco centímetros de mugre que lamían la arena cobriza. En el centro del foso se erigía un islote, un cuarto de acre de piedra caliza dragada; durante el día, treinta caimanes se amontonaban en él para regodearse bajo el sol, componiendo una suerte de montaña viva sobre aquel pe- ñasco.



El estadio que albergaba el foso de los caimanes tenía capacidad para 265 turistas. Una gradería de ocho filas rodeaba aquel redil acuático, y los asientos de la primera fila quedaban a la altura de los ojos de los caimanes. Mi hermana mayor, Osceola, y yo contemplábamos el espectáculo de mi madre desde aquellas localidades. Cuando Ossie se inclinaba hacia delante, yo me inclinaba con ella.



En la entrada al foso de los caimanes, nuestro padre, el Jefe, había clavado un cartel fabricado con un tablón de madera que anunciaba: ¡SE GARANTIZA A LOS ESPECTADORES DE LAS CUATRO PRIMERAS FILAS QUE SALDRÁN MOJADOS! Y, justo debajo, nuestra madre había añadido con su pequeña y furibunda caligrafía: SE AVISA DE QUE CUALQUIERA PODRÍA RESULTAR HERIDO.



Los turistas se retorcían y daban saltitos en sus butacas mientras espantaban a manotazos a los omnipresentes mosquitos e intentaban despegar de sus sudorosos muslos los shorts de color caqui y las faldas estampadas adquiridas en grandes almacenes. Mandaban callar, se pisaban y se maldecían unos a otros; las parejas entrelazaban sus pálidas piernas como anguilas, la cerveza se derramaba y los niños lloriqueaban. Entonces, el Jefe hacía sonar por fin la música. Las trompetas retumbaban por aquellos grandes altavoces pasados de moda y el inmenso ojo ciego del cañón de luz serpenteaba a través de las frondas de las palmeras hasta dar con Hilola. Que justo en aquel instante dejaba de ser nuestra madre. La fama se apoderaba de ella como en las películas. «¡Damas y caballeros: con ustedes, Hilola Bigtree!», vociferaba mi padre al micrófono. Ella retraía levemente los omóplatos como si fueran alas y se zambullía.



El lago estaba repleto de cuerpos grises y negros. Hilola Bigtree tenía que alcanzar el agua con precisión absoluta, realizando pequeños ajustes en pleno vuelo para esquivar a los caimanes. El cañón de seguimiento del Jefe proyectaba en la oscuridad una luz como escarcha de hielo, y mamá atravesaba el lago de orilla a orilla en medio de aquel círculo luminoso. El público gritaba y señalaba cuando un caimán se adentraba con ella en el haz de luz, cuando en las longitudes de onda de color margarina veía agitarse una gruesa cola o cuando divisaba la cara de un monstruo abriendo las fauces a su lado. Nuestra madre continuaba nadando con parsimonia, peinando el perímetro del foco como si estuviera comprobando la verja de un corral flotante.



Cual seda negra, el agua se fruncía y arrugaba. Sus brazos remaban con brío; se oían las brazadas al romper la superficie y cómo respiraba al coger aire. De vez en cuando, un par de ojos de un rojo incandescente se enganchaba a la malla blanca del foco mientras el Jefe lo hacía girar sobre la fosa. Transcurrían tres minutos que se hacían larguísimos, cuatro, y al final ella inspiraba con todas sus fuerzas y agarraba las barandillas de la escalera situada en el lado este del escenario. Todos respirábamos con ella. Nuestro escenario no era gran cosa, apenas una tabla de ciprés sostenida por pilotes de medio metro de altura y suspendida sobre el foso de los caimanes. Mi madre emergía del lago. Unía sus temblorosos brazos sobre el ombligo, escupía agua y saludaba levemente con la mano.



La muchedumbre enloquecía.



Cuando la luz se posaba sobre ella por segunda vez, Hilola Bigtree, la famosa mujer de los carteles, el «Centauro de la Cié- naga», se había desvanecido. Mi madre volvía a ser ella misma: sonriente, morena y musculosa. Un poco más recia en la cintura y las caderas de lo que mostraban aquellos viejos pósters, le gustaba bromear, puesto que había dado a luz a tres hijos.



-¡Mamá! -gritábamos Ossie y yo; nos acercábamos corriendo a la valla de alambre y saltábamos el cemento mojado que bordeaba el foso de los caimanes para llegar a su lado antes de que los cazadores de autógrafos nos expulsaran de allí a codazos-. ¡Has ganado!



Mi familia, el clan Bigtree de las Diez Mil Islas, habitó en otros tiempos una isla de cuarenta hectáreas frente a la costa sudoeste de Florida, en el lado del golfo de la Gran Ciénaga. Durante muchos años, Swamplandia! fue el parque temático de caimanes número uno y la principal cafetería insular por aquellos lares. Alquilábamos una costosa valla publicitaria en la carretera interestatal, justo al sur de cabo Coral, que rezaba: ¡¡¡VENGAN A VER A LOS SETH, LAS SERPIENTES MARINAS DE LARGOS COLMILLOS Y LOS LAGARTOS DE LA MUERTE MÁS ANTIGUOS!!! Llamábamos a nuestros caimanes Seth. («La tradición, hijos míos, es igual de importante que el mucho dinero que se paga por el material publicitario», solía decir el Jefe Bigtree.) En la valla aparecía retratado un caimán de tres metros, uno de nuestros Seth, que silbaba inaudiblemente. Sus fauces abiertas eran de un rosa pá- lido similar al de una caracola de mar; sus escamas, de color negro húmedo. Los Bigtree aparecemos arrodillados alrededor de aquel monstruo primigenio en orden inverso de altura: mi padre, el Jefe; mi abuelo Sawtooth; mi madre, Hilola; mi hermano mayor, Kiwi; mi hermana, Osceola, y por último yo. Vamos vestidos con ropajes indios que tomamos de la tienda de recuerdos de los Bigtree: chalecos de gamuza, diademas de tela y magníficas plumas azules y blancas de garza real, y llevamos abalorios redonditos colgando de la frente, el pelo recogido en trenzas y collares confeccionados con «colmillos» de caimán.



A pesar de que por nuestras venas no corría ni una gota de sangre seminola o mikasuki, el Jefe siempre se hacía las fotos vestido con atuendo tribal. Decía que éramos «nuestros propios indios». Nuestra madre tenía la tez tostada y cualquier turista podría haberse confundido y decir que era una india, y Kiwi, el abuelo Sawtooth y yo soportábamos bien el sol. En cambio, mi hermana Osceola había nacido blanca como la nieve; su cabello no era siquiera de un tenue rubio camomila, sino blanco escarcha, y sus vibrantes ojos eran entre granates y violetas. Su rostro era como el de mi madre proyectado sobre agua nubosa. Antes de posar para la fotografía de aquella valla publicitaria, mamá la maquilló con colorete y el Jefe se aseguró de que quedara tapada por la sombra de un árbol. A Kiwi le gustaba bromear diciendo que se parecía a la hermana maldita de los daguerrotipos del Salvaje Oeste, de esas que te hacen decir: «Oh, Dios, haz la fotografía deprisa; esta niña se va a ir pronto de este mundo».



Nuestro parque albergaba noventa y ocho caimanes cautivos en el foso. También había un «paseo de los reptiles», un entarimado diseñado y construido por mi padre y por mi abuelo que, con sus tres kilómetros de longitud, serpenteaba entre las palmas Paurotis y la hierba segada. A lo largo del recorrido se podían divisar caimanes, gaviales, pitones de Birmania y África, todas las variedades de ranas arborícolas, una madriguera de tortugas de vientre rojo y llorosas campanillas, además de un curioso cocodrilo cubano, Matusalén, cuyas dotes para imitar un tronco eran tan proverbiales que sólo se había movido una vez en mi presencia, cuando su blanca mandíbula se abrió como una maleta.



También teníamos un mamífero, Judy Garland, una pequeña y pelona osa parda de Florida que mis abuelos rescataron cuando no era más que un osezno, en los tiempos en que los osos aún habitaban en los pinares de la ciénaga septentrional. La piel de Judy Garland parecía una alfombra chamuscada; mi hermano aseguraba que padecía alopecia osuna. Judy sabía hacer un truco, por llamarlo de alguna manera: el Jefe la había adiestrado para asentir cuando sonaba Somewhere Over the Rainbow. Todo el mundo, sin excepción, odiaba aquel número. Los cabeceos de Judy aterrorizaban a los niños pequeños y alarmaban a sus padres. «¡Socorro! ¡A este oso le ha dado un ataque!», gritaban los visitantes del parque. Y es que aquella osa tenía un ritmo pésimo, pero el Jefe insistía en que debíamos quedárnosla: formaba parte de la familia.



Nuestro parque contaba con una campaña publicitaria equiparable a las de las mejores atracciones acuáticas y campos de minigolf, vendíamos la cerveza más barata en un radio de tres condados y ofrecíamos espectáculos 365 días al año, lloviera o luciera el sol, sin fiestas oficiales ni interrupciones cristianas o paganas. Los Bigtree también teníamos nuestros problemas, claro está, como cualquiera: Swamplandia! sufrió el asedio de varias fuerzas enemigas, naturales y empresariales, durante gran parte de mi corta vida. Una de las principales preocupaciones de los isleños era la amenaza de los bosques de melaleuca. La melaleuca, el árbol de la corteza de papel, era una especie exótica invasora que estaba drenando inmensos tramos de nuestras cié- nagas en el nordeste; además, todos teníamos un ojo puesto en la taimada invasión de las zonas residenciales y Big Sugar en el sur. Pese a ello, a mí siempre me pareció que mi familia llevaba las de ganar. Los Seth no nos habían derrotado jamás. Cada tarde de sábado de nuestra infancia (¡y la mayoría de las noches de la semana!), nuestra madre nadaba entre los caimanes y los vencía siempre. Durante mil espectáculos la contemplamos zambullirse en aquellas aguas negras... y volver a aflorar. Durante mil noches observamos cómo se balanceaba aquel verde trampolín en el aire tras la luminosa estela de Hilola.



Pero luego mi madre enfermó, más de lo que nadie debería enfermar nunca. Cuando nos dieron el diagnóstico, yo tenía doce años y estaba furiosa. «No existe justicia ni lógica en estos asuntos», intentaban consolarme los oncólogos; no recuerdo exactamente cuáles fueron sus palabras, pero no logré atisbar en ellas ni un ápice de esperanza. Una de las enfermeras me trajo unas chocolatinas de la máquina expendedora y se me atragantaron. Los médicos se encorvaban para hablar con nosotros, o eso me parecía a mí, como si todos los doctores que velaban por su vida fueran gigantes de dos metros y medio de altura. Mamá sucumbió a los últimos estadios del cáncer a una velocidad pasmosa. Dejó de parecer nuestra madre. Se quedó fofa y calva como un bebé. Tuvimos que ver cómo se encogía en su propia cara. Una noche se zambulló y ya no regresó. El aire encubrió el agujero que había dejado sin un solo temblor, sin una burbuja. Por lo visto, ya no afloraría más a la superficie. Hilola Jane Bigtree, domadora de caimanes de fama internacional, cocinera espantosa y madre de tres hijos, falleció en un lecho hospitalario en tierra firme, en West Davey, un nublado miércoles, 10 de marzo, a las 3:12 de la tarde.



El principio del fin puede parecerse mucho al intermedio cuando uno lo vive en primera persona. De niña no supe entender estas fases. El tiempo se plegó en una historia con un inicio, un nudo y un desenlace una vez acaecida la caída de Swamplandia! Si no disponéis de mucho tiempo, os resumiré en dos palabras nuestro sino: nos hundimos.



Yo tenía trece años cuando el fin de Swamplandia! comenzó en serio, si bien al principio era ajena a los peligros que afrontá- bamos. Puesto que mamá había muerto, yo pensaba que lo peor que nos podía pasar ya nos había pasado. Entonces no sabía que una tragedia puede desembocar en otra y luego en otra más; que las catástrofes de ojos relucientes surgen del agujero de la muerte como murciélagos de una cueva. Habían transcurrido nueve meses desde que mamá murió. El Jefe no había hecho nada para comunicárselo a los turistas, más allá de publicar un peque- ño obituario en el Loomis Register. El nombre de mi madre aún figuraba en todas las guías de Florida, su rostro resplandecía en nuestras vallas publicitarias y en los recuerdos de nuestra tienda de regalos y su espectáculo con los caimanes seguía siendo sinó- nimo del propio Swamplandia! Hilola Bigtree era la estrella polar que atraía desde la otra orilla a nuestros sudorosos visitantes con visera. Y entonces yo debía hacerles un fatídico anuncio:



-Hemos perdido a nuestra cabeza de cartel -les comunicaba con un vago gesto, como si Hilola Bigtree no tuviera conmigo ninguna relación concreta. Y acto seguido debía proceder a aplacarlos-: Soy Ava Bigtree, su suplente, así que de todos modos verán un espectáculo de primera categoría mundial con caimanes.



Los turistas me miraban con el ceño fruncido o me tocaban los hombros con delicadeza.



-Aquel hombre de allí, el de las plumas, nos ha dicho que la domadora era tu madre.



Yo permanecía inmóvil y cerraba los ojos mientras aquella multitud de manos escalofriantes se cernía sobre mí. Y entre bastidores me apartaba el cabello húmedo de las mejillas. Cuando la madre de algún otro niño me preguntaba cómo me encontraba, yo le contestaba:



-Bueno, señora, el espectáculo debe continuar.