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Letras

Escucha esto

El crítico del New Yorker Alex Ross vuelve a las librerías tras el éxito de El ruido eterno

19 octubre, 2012 02:00

Alex Ross. Foto: Carlos Alba

Alex Ross, crítico musical del 'New Yorker', regresa después del éxito de 'El ruido eterno' con 'Escucha esto' (Seix Barral), en el que teje retratos de maestros como Mozart, Schubert o Verdi, mostrando a la vez su visión de la música pop y sus grandes iconos. Mediante una aproximación a temas concretos y a "líneas" particulares de grandes obras, realiza un placentero análisis del panorama musical.

Odio la «música clásica»: no la cosa, sino el nombre.

Éste encierra un arte tenazmente vivo dentro de un parque
temático del pasado. Echa por tierra la posibilidad de que
pueda seguir creándose en la actualidad música en el espíritu
de Beethoven. Destierra al limbo la obra de miles de
compositores en activo que tienen que explicar a personas
por lo demás bien informadas qué es lo que hacen para
ganarse la vida. La frase es una obra maestra de la publicidad
negativa, una proeza de antidespliegue publicitario.
Ojalá pudiera contarse con otro nombre. Envidio a la gente
del jazz que habla simplemente de «la música». Algunos
aficionados al jazz también llaman a su arte «la música clásica
de Estados Unidos», y propongo un trato: les dejo a
ellos lo de «clásica» y yo me quedo con «la música».

Durante al menos un siglo, la música ha quedado prisionera
de un culto al elitismo mediocre que intenta fabricar
autoestima aferrándose a fórmulas hueras de superioridad
intelectual. Piénsese en otros nombres que circulan
por ahí: música «culta», música «seria», «gran» música,
«buena» música. Sí, la música puede ser grande y seria, pero la grandeza y la seriedad no son sus características
definitorias. También puede ser estúpida, vulgar y descabellada.

Los compositores son artistas, no columnistas de
etiqueta; tienen derecho a expresar cualquier emoción,
cualquier estado de ánimo. Han sido traicionados por
acólitos bienintencionados que creen que la música debería
comercializarse como un artículo de lujo, que sustituye
a un producto popular inferior. Estos custodios afirman,
en efecto, que «La música que os gusta es basura. Escuchad,
en cambio, nuestra gran música, rebosante de pretensiones
artísticas». Apenas logran ningún avance con los
no convertidos porque han olvidado definir la música
como algo que merece ser amado. La música es un medio
demasiado personal para apoyar una jerarquía absoluta
de valores. La mejor música es aquella que nos convence
de que no existe ninguna otra música en el mundo.

Cuando la gente oye «clásica», piensa en «muerta». La
música se describe en términos de su distancia respecto del
presente, su diferencia respecto de la masa. No es de extrañar
que los relatos de su desaparición inminente se hayan
convertido en un lugar común. Los periódicos recitan una
letanía familiar de problemas: las compañías discográficas
están recortando sus departamentos clásicos; las orquestas
se enfrentan a déficits; la música apenas se enseña en los
colegios públicos, es casi invisible en los medios de comunicación,
se ignora o es objeto de burla en Hollywood. Pero
es la misma historia que se contaba hace cuarenta, sesenta,
ochenta años. Stereo Review escribió en 1969: «Se venden
menos discos clásicos porque la gente está muriéndose. El mercado clásico es en la actualidad lo que es porque
hace quince años nadie intentó inculcar un amor por
la música clásica en los entonces influenciables niños que
se han convertido ahora en el mercado.» El director de orquesta
Alfred Wallenstein escribió en 1950: «La crisis económica
a que se enfrentan las orquestas sinfónicas estadounidenses está pasando a ser cada vez más aguda.» El
crítico alemán Hans Heinz Stuckenschmidt escribió en
1926: «La asistencia a los conciertos es escasa y los déficits
presupuestarios crecen año tras año.» Los lamentos por el
declive o la muerte del arte se remontan muy atrás, hasta el
siglo XIV, cuando se pensaba que las sensuales melodías del
Ars Nova suponían el fin de la civilización. El pianista
Charles Rosen ha afirmado sabiamente que «la muerte de
la música clásica es quizá su tradición ininterrumpida más
antigua».

Se da por hecho que el público clásico estadounidense
es un colectivo moribundo integrado por personas de
edad provecta, blancas, ricas y aburridas. Las estadísticas
proporcionadas por el National Endowment for the Arts
sugieren que la situación no es tan sombría. La edad del
público, es cierto, es más alta que para ningún otro arte
-la media es de cuarenta y nueve años-, pero no se trata
de las personas con mayor poder adquisitivo. Los musicales,
las obras de teatro, el ballet y los museos se llevan
todos tajadas mayores del pastel de los ingresos iguales o
superiores a cincuenta mil dólares (como sucede también
con la emisora de televisión por cable especializada en deportes,
la ESPN). En las butacas de platea de la Metropolitan
Opera se sientan presidentes de empresas y personas
relevantes socialmente, pero las partes menos caras del
teatro -en el momento de escribir estas líneas, la mayoría
de las entradas del Círculo Familiar se venden a veinticinco
dólares- están bien pobladas por profesores de colegio,
correctores de pruebas, estudiantes, jubilados y otras
personas sin acceso al directorio de las familias que integran
la élite social estadounidense, el llamado Registro Social.

Si se quiere ver una exhibición descarada de riqueza,
con titulares de cuentas en bancos suizos, lo que hay que
hacer es ir a ver a los millonarios que se sientan en los
palcos VIP de un concierto de Billy Joel, en caso de que lo permita el servicio de seguridad. En cuanto al envejecimiento
del público, no puede negarse la tendencia general,
aunque con un poco de suerte es posible que empiece
a disminuir. Paradójicamente, por más que el público envejezca,
los intérpretes son cada vez más jóvenes. Los músicos
de la Filarmónica de Berlín son, en promedio, una
generación más jóvenes que los Rolling Stones.

La música está siempre muriendo, desapareciendo sin
cesar. Es como una diva eternamente joven en una gira de
despedida que no tiene fin, que vuelve a aparecer para la
que será su ultimísima actuación. Resulta difícil de nombrar
porque, para empezar, nunca existió realmente, no lo
hizo en el sentido de haber surgido de un momento o lugar
determinados. Carece de genealogía, de etnicidad: los
compositores más destacados de la actualidad proceden
de China, Estonia, Argentina, Queens. La música es sencillamente
cualquier cosa que creen los compositores: una
larga serie de obras escritas en papel a las que se han adscrito
diversas tradiciones interpretativas. Comprende la culta,
la popular, la empire, la underground, la dance, la plegaria,
el silencio, el ruido. Los compositores son parásitos
geniales; se alimentan vorazmente de la sustancia de las
canciones de su tiempo con vistas a engendrar algo nuevo.

Han pasado una época dura en los últimos cien años,
afrontando obstáculos externos (Hitler y Stalin fueron
críticos musicales aficionados), así como problemas inventados
por ellos mismos («¿Por qué no le gusta a nadie
nuestra preciosa música dodecafónica?»). Pero puede que
se encuentren al borde de un improbable renacimiento y
puede que la música acabe por adoptar una forma que
nadie sería hoy capaz de reconocer.

El crítico Greg Sandow ha escrito que la comunidad clásica
necesita hablar más con el corazón en la mano sobre
lo que significa la música. Admite que resulta más fácil
analizar su pasión que expresarla. La música no se presta
al mismo tipo de identificación generacional que, digamos,
Sgt. Pepper (Sargento Pepper). Es posible que haya
chicos ahí fuera que perdieran su virginidad durante el
Concierto para piano en Re menor de Brahms, pero ellos
no quieren contarlo y usted no quiere oírlo. La música
atrae a la fracción reticente de la población. Es un arte de
grandes gestos y vastas dimensiones que suena para montones
de personas silenciosas y tímidas.

Yo soy un estadounidense blanco que no escuchó
otra cosa que música clásica hasta los veinte años. Echando
la vista atrás, esto parece extraño; «alucinante» no es
quizás una palabra demasiado fuerte. Pero en aquel momento
parecía algo natural. Tengo la sensación de haber
crecido no durante los años setenta y ochenta, sino durante
los años treinta y cuarenta, las décadas de la juventud
de mis padres. Ni mi madre ni mi padre poseían una
formación musical -ambos trabajaban como expertos
en mineralogía-, pero sí que eran devotos asistentes a
conciertos y coleccionistas de discos. Alcanzaron la mayoría
de edad en la gran época de acceso de la clase media
estadounidense a la cultura, cuando la música ocupaba
una posición muy diferente en la vida cultural del que
tiene en la actualidad.

En aquellos años, en lo que ahora
parece un mundo de ensueño, millones de personas escuchaban
dirigir a Toscanini a la Sinfónica de la NBC en la
radio nacional. Walter Damrosch explicaba los clásicos a
los chicos y chicas en los colegios, cantando cancioncillas
para ayudarles a recordar los temas. (Mi madre recuerda
una de ellas: «Ésta es / la sin-fo-ní-a / que Schubert escribió
pero nunca / a-ca-bó…») La NBC podía transmitir el
partido de Ohio State contra Indiana una tarde y un recital de Lotte Lehmann el día siguiente. En mi casa era la
Sinfónica de Boston seguida de los Washington Redskins.
Yo no era consciente de que existiera un abismo insalvable
entre una cosa y otra.

Empecé muy pronto a husmear en la colección de
discos de mis padres, que estaba bien surtida de productos
de la época dorada: el Sibelius de Serge Koussevitzky,
el Berlioz de Charles Munch, el Trío Thibaud-Casals-
Cortot, el Cuarteto de Budapest. Estaba la versión a cámara
lenta, que recordaba a un zepelín, de la Pasión según
san Mateo
de Otto Klemperer, que iba acompañada de
esas imágenes del Maestro de Delft que luego producían
pesadillas. Las enérgicas versiones de Toscanini de Beethoven
y Brahms estaban decoradas con instantáneas del
Maestro en movimiento realizadas por Robert Hupka, en
las que su rostro registraba todas las emociones posibles
entre el éxtasis y la indignación. El Divertimento en Mi
bemol
de Mozart iba acompañado del famoso retrato en
que el compositor, apesadumbrado, mira hacia abajo,
como un general contemplando una batalla abocada a la
derrota. Mientras oía, leía las notas del disco, que estaban
escritas generalmente en ese estilo pasado de rosca de
orador para todos los públicos que favorecían los medios
de comunicación a mediados del siglo XX. De Chaikovski,
por ejemplo, se decía que mostraba «melancolía, que crecía
en ocasiones hasta unas profundidades insondables».

Nada de esto tenía sentido por aquel entonces; no sabía lo
que era la melancolía, por no hablar de las profundidades
abismales. Lo que importaba era la exagerada caída en
picado de la idea, que se correspondía con mi reacción
ante la música.

La primera obra que amé hasta llegar a enloquecer
fue la Sinfonía «Heroica» de Beethoven. En una de esas
ventas privadas de objetos usados en garajes, mi madre
encontró un disco de Leonard Bernstein al frente de la Filarmónica de Nueva York perteneciente a una serie de
discos de apreciación musical publicados por el Club Libro
del Mes. Un segundo disco adicional incluía el análisis
que hacía Bernstein de la sinfonía, un mapa de carreteras
para recorrer sus cuarenta y cinco minutos de
duración. Ahora contaba ya con nombres para las formas
que percibía. (Los libros The Joy of Music [La alegría de la
música
] y The Infinite Variety of Music [La infinita variedad
de la música
] de este director siguen siendo los mejores
textos introductorios de su tipo.) Bernstein llamaba la
atención sobre algo que sucede aproximadamente a los
diez segundos de empezar: el tema principal, a la manera
de una fanfarria, en la tonalidad de Mi bemol, se ve detenido
por la nota Do sostenido. «Se ha asestado una puñalada
de impertinente otredad», decía Bernstein, críptica
pero seductoramente, con su nicotínica voz de barítono.

Yo escuchaba una y otra vez esta nota de otredad. Compré
una partitura y descifré la notación. Aprendí algunos
gestos para marcar el tiempo en el manual de dirección
de orquesta de Max Rudolf. Tomé a mi familia como rehenes
en el salón mientras dirigía al tocadiscos en una
intensa interpretación de la Heroica.

¿Estaba Lenny un poco fuera de sí cuando llamó a ese
tenue Do sostenido en los violonchelos una «conmoción
», una «sacudida», una «puñalada»? Si se pusiera la
Heroica a un adolescente de catorce años experto en hiphop
y versado en Eminem y 50 Cent, la obra le parecería,
en el mejor de los casos, terriblemente aburrida. No hay
nadie que corte en rodajas a su mujer o al que le descerrajen
nueve tiros. Pero nuestro joven amigo pandillero tendría
que acabar admitiendo que esos artistas son relativamente
chocantes, dicho sea en relación con las normas
sociales de su tiempo. Aunque la Heroica dejó de ser controvertida
en el sentido de estos-chicos-locos-de-hoy en
torno a 1830, dentro del marco «clásico» ha seguido provocando sus sorpresas justo en el momento en que tenía
que hacerlo. Siete compases de Mi bemol mayor y, a continuación,
el Do sostenido que ronda fugazmente antes
de desaparecer: es como un locutor que se acerca a un
micrófono, pronuncia las primeras palabras de una frase
solemne y luego empieza a titubear, como si acabara de
recordar algo de su infancia o hubiese visto un rostro siniestro
en medio de la multitud.