Fernando Rueda. Foto: Pablo Viñas

En 'Espías y traidores. Los 25 mejores agentes dobles de la historia' (La esfera de los libros) Fernando Rueda desvela algunos de los casos de espionaje más conocidos, arrojando luz sobre hechos históricos de forma didáctica y entretenida. Entre los personajes no pueden faltar Mata-Hari, Kim Philby o Mathilde Carré, y desde luego una selección española: cinco de los capítulos están dedicados a agentes de nuestro país. Con la pregunta ¿héroes o traidores? por premisa, Rueda se adentra en la maquinaria del poder, en la que el patriotismo, el dinero y la venganza juegan un papel fundamental.




La carrera para escribir las páginas que va a leer me ha supuesto una aventura más parecida a un rally en el desierto que a una vuelta ciclista. Indagar en la historia de veinticinco agentes dobles, con las vidas más complicadas que he podido encontrar, ha sido un trabajo duro pero muy reconfortante. Durante un año he cambiado de compañero/a cada dos semanas. Un lunes rescataba la información que hacía tiempo había buscado sobre él o ella. Arrancaba una nueva investigación, por si se me había escapado algo. Me ponía en contacto con algún experto para que me aclarara detalles dudosos. Y, por último, leía apasionadamente mis notas y los mejores textos publicados. Contrastaba datos, acudía a pedir consejo a mis libros antiguos y en última instancia a la biblioteca particular de mis amigos espías. Después convertía la carpeta con mis primeras reflexiones y los datos más importantes en el acompañante imprescindible a cualquier sitio donde acudiera. Conduciendo el coche, viajando en el autobús o el metro, paseando por las calles de Madrid... dedicaba mis pensamientos a reflexionar sobre él o a ella.



La familia que le vio nacer, los sueños de su infancia, sus juveniles amores, las decepciones que le marcaron, el trabajo por el que siempre suspiró... Si sus primeros contactos con el espionaje habían sido satisfactorios, si se movía con naturalidad ocultando sus pensamientos. Quizás soñaba con hacer carrera en el servicio secreto o nunca pensó que el destino le llevara a tener que trabajar en las alcantarillas del poder. Con los datos íntimos asimilados, entraba a estudiar la operación concreta que le había hecho pasar de llevar una vida más o menos normal a situarse entre dos fuegos. ¿Qué es lo que le indujo -me preguntaba- a meterse en un berenjenal así? ¿Sabía que de allí solo se salía con los pies por delante, encerrado entre cuatro asquerosas paredes o viviendo escondido el resto de su vida? El mejor momento era cuando, después de una semana, me sentaba delante del ordenador y escribía su historia con todos los datos y los ángulos que había descubierto.



Cada personaje requería un planteamiento distinto, un texto que poco o nada tenía que ver con el anterior o el posterior. Pero es que la inmersión en sus peripecias me obligaba a fijarme en cada uno a partir de aspectos distintos que marcaban y explican lo que habían hecho. Para un periodista de investigación como yo, las extraordinarias operaciones que describo en este libro han constituido una parte destacable, pero vaya por delante que es imposible entender el comportamiento de los agentes dobles sin analizar sus vidas. Cómo engañaron, mintieron, manipularon a las maquinarias más preparadas del mundo para la búsqueda de traidores -los servicios de contraespionaje- es apasionante, pero mucho más cuando uno descubre esas miserias que les hacen débiles y expuestos a la vigilancia externa.



No me di cuenta cuando escribí una a una la historia de cada doble agente, pero al repasarlas he observado que las bajas pasiones están sobradamente representadas entre ellos. Muchos bebían como cosacos, bastantes eran exageradamente promiscuos, un montón tenían una debilidad incontrolable por conseguir dinero como fuera. Y todos ellos, pasados los primeros meses o años, sufrían cambios hormonales debidos a la doble vida que estaban padeciendo y a la tensión de que en cualquier momento un pequeño error podía dar al traste con su inconsistente castillo de naipes.



De la debilidad de su estatus de doble agente sabían bastante por experiencia propia. La mayor parte de los veinticinco personajes delataron conscientemente a agentes que realizaban su mismo juego de engaños, pero en sentido contrario. Y se enteraron de que esas personas a las que ellos habían traicionado, algunas veces incluso amigos, habían sido asesinadas de un tiro en la nuca. En contra de lo que pueda parecer, la mayor parte de ellos nunca perdió el conocimiento de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Vendían a su país y a sus amigos por una bolsa de monedas y no habrían parado de hacerlo si no les hubieran pillado, pero siempre supieron que lo que hacían no estaba bien. Se justificaban pensando en lo mal que les habían tratado a ellos, la necesidad de actuar así para que su mujer no les abandonara o urgidos por evitar que en la guerra ganara el bando equivocado.



No me ha quedado claro en muchos de los agentes dobles, en cuya vida he intentado meterme sin prejuicios, si los podría calificar de héroes -patriotas- o traidores. Es un ejercicio que recomiendo. Una gran parte de los personajes son patriotas y traidores dependiendo del bando desde el que se les juzgue. Uno de los casos en los que no tengo dudas es el del español Joaquín Madolell, que vivía plácidamente como militar del Ejército del Aire y se vio metido en una película de espías. Actuó en todo momento como patriota a las órdenes del servicio secreto español, cumpliendo órdenes y jugándosela de forma altruista. Pues bien, el espía ruso al que mandó a la cárcel, Rinaldi, no dudó en calificarle en sus memorias como un traidor. La investigación sobre los agentes españoles ha sido una aventura divertida y gratificante. Me encontré con que Madolell desgraciadamente acababa de morir, pero tuve la suerte de contar con el apoyo de su encantadora familia. Y aprovecho para hacer una pequeña denuncia: cincuenta años después de la llamada «Operación Mari» el CNI (Centro Nacional de Inteligencia) no ha desclasificado el contenido del expediente.



Y lo que me entristeció aún más: el propio Joaquín se lo pidió por escrito al entonces director, Javier Calderón, que se acogió a la Ley de Secretos Oficiales para mantenerlo escondido. Se murió sin conocerlo, pero estoy seguro de que sus hijos tienen derecho a tenerlo. ¡Han pasado cincuenta años, señores del CNI y del Gobierno!



Otra experiencia interesante fue conocer al comisario principal Silvestre Romero, que en su juventud también actuó como doble agente con el servicio secreto ruso. Su historia apasionante invita a que él personalmente la escriba de forma mucho más amplia, si es posible, contando con el apoyo del CNI, que le debería evitar las molestias de la censura.



Con quien no he hablado personalmente, como bien sabe el servicio secreto español, que le tiene sometido a un permanente control, es con Roberto Flórez. Ahí la investigación ha sido más complicada y por eso más interesante. Toda la verdad de lo que pasó solo la saben el exdirector del CNI, Alberto Saiz, y algunos de sus altos cargos y agentes. Pero ya no se sostiene que el doble agente fuera descubierto exclusivamente, como contó el propio Saiz, por una investigación de seguridad interna. Los datos de la investigación que he llevado a cabo quedan reflejados en este libro.



Los otros dos españoles de los que hablo pertenecen a la Historia. Uno es muy conocido, Juan Pujol, «Garbo», uno de los hombres clave para engañar en la II Guerra Mundial a los alemanes durante la invasión de Normandía. El otro lo es menos, Luis González-Mata, «Cisne», pero su vida, si cabe, es todavía más apasionante y representa al profesional de la información que vende su trabajo al mejor postor.



Junto a ellos espero que disfruten con los relatos de los otros veinte agentes dobles que más consiguieron despertar mi curiosidad. Sus vidas están entrelazadas en algunos casos. Lo más normal no es cazar a un traidor -o patriota- mientras entrega documentación robada: lo habitual es pillarle tras la denuncia de otro espía que cambia de bando y le vende.



Hay espías que trabajaron para Hitler y luego para Stalin, como Heinz Felfe; algunos que se vieron obligados a venderse al enemigo para pagar los gastos de las tres mujeres a las que mantenían, como el peruano Víctor Ariza; para detener al patriota Poliakov hizo falta la denuncia de dos dobles agentes de la CIA (Central Intelligence Agency) y el FBI (Federal Bureau of Investigation), Ames y Hanssen; Gabriele Gast aceptó espiar para la Stasi como única manera de que la dejaran ver a su novio, que era quien precisamente le había tendido una trampa; o Nicolai Khokhlov, que cambió de bando porque su mujer le dijo que no viviría con él si mataba al disidente ruso que le había encargado el KGB (Comité para la Seguridad del Estado, por sus siglas en ruso).



Por distintos motivos me he sentido convulsionado con algunas historias que no necesariamente serán las que más toquen el corazón de todos. Por ejemplo, la de Samir Mayed Ahmed, el joven palestino que mató en pleno centro de Madrid al jefe para Europa del Mossad, muestra la incomprensión y el engaño. O la de Alfred Redl, un militar de Austria-Hungría que sufrió por ser homosexual pero que fue plenamente feliz en su papel de traidor (aquí sin dudas, pues de patriota no tuvo nada). O el caso de Human Jalil al-Balawi, el miembro de Al-Qaeda que se autoinmoló llevándose por delante en Afganistán a siete agentes de la CIA y a uno del espionaje jordano, a los que manipuló.



Este libro surge de una idea de mis amigas de La Esfera de los Libros, Ymelda Navajo y Mónica Liberman, que me propusieron buscar veinticinco agentes dobles y contar su vida. Me gustó tanto que aparqué de momento el proyecto que tenía entre manos y al que ahora volveré.



Tengo que dar las gracias a Manuel Rey y a algunos otros exespías que me permitieron disfrutar de sus libros y sus conocimientos históricos. Una ventaja poder disfrutar de amigos tan interesantes. También a Eva y Carlos, primero amigos y luego anticuarios, que empezaron hace tiempo a buscarme joyas literarias que afianzaron mi pasión por el espionaje en su vertiente histórica. Doy también las gracias a Luis Togores, prestigioso historiador, que me regaló la Enciclopedia del espionaje. Y Alicia, Elena y Sandra son el sueño que nunca se evapora y las compañeras de viaje con las que merece la pena vivir.