Miembro de la Academia Francesa, Amin Maalouf (Líbano, 1949) ha sido galardonado con el Goncourt y el Príncipe de Asturias. Su éxito comercial e institucional refleja el devenir de los intelectuales en las últimas décadas. Exiliado en París desde 1975, Maalouf emplea este guión para internarse en el laberinto libanés. Los desorientados narra el reencuentro de Adam, un profesor de historia cuarentón, con sus amigos de juventud, un grupo de universitarios idealistas que en los años 60 soñaban con cambiar el mundo. Mourad era el más resuelto y carismático, pero un agravio sobre su patrimonio familiar le convirtió en un político corrupto y sin escrúpulos. Adam regresa a Beirut cuando Tania, la esposa de Mourad, le avisa de que su amigo se está muriendo. Asqueado por su trayectoria, había roto con Mourad, pero decide acudir a la cita. Sin embargo, la muerte se anticipa y no se produce el reencuentro.
El viaje no será en vano, pues le permitirá reunirse con su antigua pandilla: Albert, Naím, Ramez, Ramzi, Nidal. Casi todos muestran las cicatrices de un país atrapado en un conflicto interminable. Algunos han cambiado radicalmente y otros conservan su talante: Ramzi se ha convertido en fray Basile; Nidal se ha dejado crecer la barba y milita en las filas del integrismo musulmán; Ramez ha prosperado como empresario; Albert ha superado sus tendencias autodestructivas, aunque sin desprenderse de su melancolía existencial; Naím ha perdido la esperanza de que judíos y árabes lleguen a convivir en paz. Los más infortunados no han sufrido los vaivenes de la madurez e incipiente vejez. Es el caso de Bilal, que se alistó a una milicia para emular a Orwell, Hemingway, Malraux o el Che, pero que nunca llegó a combatir, pues murió en seguida a causa de una explosión. En esa época, Semiramis era su compañera sentimental. Nunca aprobó su decisión de empuñar un fusil y su muerte sólo le confirmó su aversión hacia cualquier forma de violencia. Por entonces, Adam amaba a Semiramis, pero no era un sentimiento correspondido. 25 años después será su anfitriona y su amante, actuando como un centro magnético que convoca a los vivos y a los muertos para escenificar el último acto de una tragedia inacabada.
Dividida en quince jornadas, la novela explota los recursos del diario y del intercambio epistolar, empleando una prosa funcional y de escaso mérito artístico. Sentenciosa y previsible, encadena reflexiones banales y frases de notable cursilería. Adam se presenta a sí mismo con una grandilocuencia que malogra su credibilidad desde la primera línea: “Llevo en el nombre a la humanidad naciente, pero pertenezco a una humanidad que se extingue”. Es evidente que Adam es el trasunto literario de Maalouf. Sería inútil buscar algo de introspección autocrítica. Adam se considera “un desertor honrado”, con “las manos limpias”. Su análisis del conflicto libanés es plano y sin matices. Todos los bandos actúan como simples asesinos. Oriente Medio vive “una involución ética” que no puede atribuirse a los intereses geoestratégicos de las potencias occidentales. El triángulo amoroso entre Adam, su esposa Dolores y Semiramis no resulta menos decepcionante.
Alianza ha apostado por el best-seller de aeropuerto, copiando el formato y la portada de las novelas románticas, sin otro objetivo que distraer con tramas ligeras y reflexiones pueriles. Es inevitable pensar en Mohammed Chukri, con su prosa libre, concisa y radical, abordando los aspectos más escabrosos de la condición humana. Chukri era marroquí, pero habría sido un buen cronista del drama libanés. Los desorientados es una obra fallida que fracasa doblemente al encarar la historia reciente del Líbano y las dolorosas tensiones de un triángulo sentimental.