Así vio Picasso al poeta Vallejo

EDA. Benalmádena, 2012. 277 páginas, 16'50 euros



Cuesta imaginar a César Vallejo (Santiago de Chuco, Perú, 1892-París, 1938) como periodista: tan enorme trecho hay entre su decantada palabra poética y el discurso volandero y caduco del periodismo. Sin embargo, éste fue una de las precarias fuentes de ingresos con que contó durante su estancia en Europa desde 1923, año en que abandonó Perú, hasta su muerte. Dejaba atrás una estancia en prisión, que le marcó de por vida, y la acogida hostil dispensada a Trilce, su decisivo libro de poemas de 1922. Aunque sólo quienes están en el secreto de la obra y carácter de este gran poeta podrán percibir, en las espaciadas crónicas que fue enviando al diario trujillano El Norte o a la revista limeña El Mundial, algún eco de la actitud vital que lo caracterizó a lo largo de su existencia.



Y es que sólo una persistente nota de distanciamiento crítico delata al poeta bajo el disfraz del corresponsal que en 1923 envía a sus paisanos crónicas ligeras sobre el comportamiento del hispanoamericano en Montmartre. Era el viejo repertorio de Rubén Darío y Enrique Gómez Carrillo; sólo que, donde éstos afectaban mundanidad, Vallejo no renunciaba a presentarse como un simple hombre de la calle que apenas ha viajado ("Aún no he visto Londres, Roma, Berlín, Madrid", declara en 1923), y al que adivinamos asistiendo a la actualidad cultural y política de París más en calidad de lector de periódicos que de asiduo de los salones donde se gestaba.



No sabemos si los lectores peruanos de Vallejo se dejaban engañar por tan transparente impostura, pero, en pocos meses, el poeta comienza a expresar puntos de vista cada vez más críticos hacia la realidad francesa y europea. Atento al desarrollo de las artes, sorprende que el autor de un poemario tan radical como Trilce se muestre poco receptivo a las vanguardias. El certero retrato que hace de Picasso en 1927 ("Picasso o la cucaña del héroe") es quizá el primero en el que un contemporáneo del pintor reconoce, además de la genialidad de éste, su carácter de transformista. Pero la bestia negra de Vallejo es el cosmopolita Paul Morand, en el que ve un dechado de la superficialidad burguesa y de las falsedades del arte "moderno" de su tiempo. La hostilidad hacia Morand sobrevivirá incluso al gran acontecimiento en la evolución de la sensibilidad vallejiana en este periodo: su conversión al marxismo en torno a 1927. Morand será todavía el modelo de escritor decadente que Vallejo contrapondrá a los escritores "proletarios" rusos a los que conocerá en sus tres viajes a la URSS. "Un reportaje de Rusia", basado en los dos primeros, es un interesantísimo documento en el que asombra tanto la precisión de los pormenores como las amplísimas tragaderas con las que el peruano se asomaba al crudelísimo experimento totalitario que se estaba desarrollando en ese país.



En sus escritos últimos, centrados en reflexiones sobre el papel del intelectual ante las nuevas realidades, y ante el estallido de la Guerra Civil española, Vallejo no se engaña: el escritor no está llamado a cambiar el mundo, sino a acompañar muy en segundo plano a quienes pueden hacerlo. Punto de vista no esencialmente distinto al que manifestaba en 1927, cuando afirmaba que el artista es "depositario" de la razón común, sintética, de los hombres de su tiempo, y está llamado a expresarla con independencia del credo artístico que diga profesar... El mejor cumplimiento de este postulado vallejiano fue, cómo no, su propia obra.