Vista general del Salón Flamenco
Un palacio que es, después del Palacio Real, el edificio particular de Madrid más representativo del siglo XVIII. El edificio original fue planeado por el arquitecto francés Guilbert y terminado por Ventura Rodríguez en 1785 y es una muestra de la evolución del gusto clasicista en la línea de los hôtels franceses. Un incendio producido por los bombardeos alemanes en 1936 le redujo a sus cuatro paredes y el empeño del abuelo de la actual duquesa fue restaurarlo para que recuperara su antiguo esplendor. Tarea que encomendó a Edwin L. Luytens, arquitecto, entre otras obras, del complejo administrativo de Nueva Delhi. Todo este proceso, en detalle y salpicado de observaciones personales, lo desarrolla Carlos Sambricio en el capítulo dedicado a la Arquitectura. El siguiente, y complementario, es el dedicado al Jardín, seguramente el aspecto menos conocido y por tanto menos valorado del Palacio, cuya documentada historia está redactada por Mónica Luengo. En origen, su diseño corrió a cargo del mismo Guilbert, pero el jardín que hoy vemos trastoca de forma muy importante las primeras trazas. Quizás para bien. La transformación fue llevada a cabo por Nicolas Forestier, uno de los grandes jardineros de comienzos del siglo XX, autor de los jardines de la parisina Exposición Internacional de Artes Decorativas de 1925 (todo un hito en la historia de la jardinería contemporánea). Como en los restantes ámbitos, buena parte del interés del jardín es la sucesión de aportaciones a lo largo de un amplio periodo de tiempo, que lo convierten en un documento sin parangón de la historia de la jardinería madrileña.
Como cabría esperar, el capítulo más extenso del libro es el dedicado a la Pinacoteca, a cargo de Fernando Checa. Resultaría para mí imposible y para el lector agotador desgranar el impresionante conjunto de obras. Pero no renuncio a dos pinceladas: la colección de cuadros actual no es la acumulación del patrimonio reunido por los Alba desde su origen, ligada en el siglo XV al linaje de los Álvarez de Toledo. A decir verdad, adquisiciones y encargos se fueron compensando a lo largo de los siglos con pérdidas, por razones de economía o vericuetos de herencia. Lo que vemos, al menos su núcleo principal, es resultado de las compras sobre todo de don Carlos Miguel, XIV duque de Alba, en el primer tercio del XIX, y de don Jacobo Fitz-James Stuart, XVII duque, ya en el siglo XX. El primero fue un coleccionista impenitente, el segundo un gentleman sofisticado que, entre otros cargos, fue director de la Real Academia de la Historia durante veinticinco años. El ensayo de Checa es una guía inmejorable para recorrer una galería de obras de cuya envergadura da idea cabal mi segunda pincelada: le mostraba este último duque su colección a un especialista japonés y éste le preguntó si uno de los lienzos era una copia. El duque le respondió: "Aquí no hay más que una copia, que es la de Rubens a Tiziano".
En este libro encontraremos también una breve y elocuente descripción del contenido del Archivo, realizada por José Manuel Calderón, quien ha sido su bibliotecario a lo largo de tres décadas. Bien es verdad que buena parte del archivo ardió en el desastre de la guerra civil y que se perdio la mayoría de la colección de grabados. Aún así, sigue albergando documentos de la importancia de las cartas de Crsitóbal Colón o una Biblia miniada del siglo XV. Pero no querría terminar esta reseña sin mencionar lo que más me ha llamado la atención: el texto de José Francisco Yvars titulado Memoria, que acoge un retrato vívido de lo que pasó y queda en los salones del Palacio. El cultivo de un modo de vida, en muchos casos muy ajeno al nuestro, pero que custodia un amor por la inteligencia y la belleza que sigue resultando ejemplar. El otro texto memorable es el redactado por el editor, que es también heredero de la dinastía. Jacobo Siruela ha tenido el valor de escribir una historia de su familia, cosa que a todos nos resultaría bastante delicada. Pero cuando tienes entre tus antepasados al hombre del saco, que es como se conocía en Europa al Gran Duque de Alba, encargado por Felipe II de aplacar los disturbios de los Paises Bajos, y a la Duquesa de Alba, amiga de Goya y de quien un viajero francés escribió : "No tiene un sólo cabello que no inspire deseo", el reto es casi insuperable. Pues bien, el texto resultante es claro, veraz y apasionante, y la mejor presentación de todo lo demás.