Todos somos, en Occidente, hijos de la revolución cultural de los 60, tanto los que la idealizan como los que ven en ella el origen de la decadencia moral que en su opinión sufrimos. Sin embargo, todos somos también hijos de la revolución neoliberal de los 80, la de Thatcher y Reagan, y lo sorprendente es que los efectos de ambas se han combinado, dando lugar a un nuevo consenso en el que el liberalismo económico se da de la mano con la liberación sexual y el arte transgresor triunfa en el mercado. Ese consenso básico queda enmascarado por un ruidoso disenso, que anima el debate y mantiene viva la distinción entre derechas e izquierdas.
Abordar el análisis de todo este cúmulo de paradojas no es empresa sencilla, pero lo ha logrado con éxito Ramón González Férriz, un periodista de talento, en un breve libro cuyo título, La revolución divertida: cincuenta años de política pop, puede hacer pensar en que se trata de un divertimento frívolo, pero que en realidad es uno de los ensayos más serios e inteligentes que he leído últimamente, aunque divertido también lo es. El título alude a un nuevo modelo de acción revolucionaria que surgió en los años 60 y tuvo como ejemplo paradigmático las protestas estudiantiles del mayo francés. A diferencia de las revoluciones tradicionales, francesa, rusa, china o cubana, la nueva revolución era casi exclusivamente pacífica (sólo en Italia puede decirse que el sesentayochismo generó un terroris- mo significativo) y además no pretendía la conquista del poder. No se trataba de una revolución política, pues rechazaba los procedimientos políticos convencionales, salvo en el caso del movimiento por los derechos civiles en EE.UU, que legó el resultado de la emancipación de los afroamericanos.
La política real resulta aburrida comparada con la épica revolucionaria y el sentido del espectáculo que caracterizó a las revueltas de los años 60. Ello explica que fracasaran en el terreno político, como se comprobó cuando tras mayo del 68 los franceses votaron masivamente a De Gaulle, así como los españoles han votado masivamente al PP tras las protestas del 15-M.
Y sin embargo, tal como años después le comentó Jerry Rubin, el excéntrico rebelde yippi luego reciclado como empresario de éxito, a Cohn-Bendit: “Lo que tú no comprendes, Dany, es que nosotros ganamos en los 60”. Ganaron en el terreno cultural, cuando elementos clave de las difusas aspiraciones de aquella generación, como los derechos de las minorías, la emancipación femenina, la liberación sexual, el ecologismo o el pacifismo arraigaron en las sociedades occidentales. Cierto es que un sector de la sociedad abominó de algunos de esos cambios y que se produjo una fuerte reacción conservadora que dio origen a lo que en USA denominaron guerras culturales, que siguen gozando de buen salud, sobre todo a aquel lado del Atlántico.
Nuestro mundo debe también mucho a la revolución conservadora de los 60, que volvió a imponer los principios del liberalismo clásico y que han terminado por imponerse en el espectro político mayoritario. ¿Alguien imagina hoy a un político socialdemócrata proponiendo la nacionalización de la industria o la elevación de las tarifas aduaneras? González Férriz concluye que, al margen del ruido provocado por las disputas políticas, saludables en toda democracia, existe un consenso que se apoya en tres bases de distinto origen: la democracia política, la economía de mercado y la libertad de costumbres. ¿Se quebrará ese consenso como resultado de la severa recesión económica que padecemos? Cabe dudarlo, aunque es cierto que las nuevas generaciones se enfrentan a dificultades que los felices hijos del 68 no conocimos.