Montero Glez. Foto: José F. Ferrer

'Polvo en los labios' (Lengua de trapo) es una selección de los relatos de Montero Glez, uno de los escritores más rompedores de la narrativa española actual. Personajes marginales recorren estos pequeños cuadros valleinclanescos, desde el Madrid del S. XIX hasta el estrecho de Gibraltar, para subir luego a Ámsterdam. A continuación pueden leer el relato 'Rubia de rabia'.




Rubia de rabia

Los usos y costumbres genitales del Madrid de hace cien años no se distinguían mucho de los de hoy en día. En lo tocante al desahogo de los varones, lo que primaba era ejercitar el pulso seguido del restregón tranviario. Esto último resultaba labor harto compleja pues la dama de principios del siglo XX, entre el paño de la falda y la costura de las bragas, anteponía un sinfín de ropa íntima. Llegada la hora del parcheo el varón lo tenía difícil. Según cronistas de entonces, había que estar dotado de cierto empuje para sortear enaguas, refajo y otras entretelas. Sin embargo, ahí no acababa todo.



En el supuesto de que el varón se saliese con la suya y obtuviera el triunfo, siempre corría el riesgo del bofetón y el insulto. En esto también hemos cambiado poco. Lo del restregón en los transportes públicos acompañado del bofetón y el insulto sigue siendo costumbre patria, sobre todo a primera hora de la mañana; hora que algún cachondo mental tuvo la certeza de bautizar como hora punta. Pues bien, la historia que aquí nos ocupa ocurrió en el Madrid de entonces, a hora punta y en tranvía. Se trataba de uno de aquellos cacharros de la firma Schuckert que incorporaba tres sistemas de frenado, o sea, mecánico, manual y de urgencia por contramarcha, que era el mejor para un apuro además de ser el más utilizado. Parecía como si las ruedas fuesen a salirse de la caja, sobre todo en las paradas que el Cangrejo pillaba en cuesta. Se los llamaba así debido al color con que los habían pintado, de un rojo que cantaba de lejos.



Estamos en la línea que une la Carrera de San Jerónimo con el Puente de Segovia, primera hora de la mañana. La gente coge el tranvía para ir al trabajo, también hay quien no tiene trabajo y coge el tranvía para ir a buscarlo. Es preciso recordar que no existe trabajo más duro en el mundo que el de ponerse a buscarlo. Y eso sigue siendo igual cien años después, como si desde arriba hubiesen atorado de mierda la lucha obrera, convirtiendo el camino de la dignidad del trabajador en un fangal de excremento y aguas sucias. Y así, ayer igual a hoy, mezclado con el joven sin empleo viaja el peón de albañil y, junto a ellos, el representante de firma que, por ahorro, prefiere coger el tranvía al coche de caballos. Cada vez que sube una mujer ya sea chacha, peluquera, modistilla, ama de cría o bordadora, el representante de firma va y se quita el canotier para saludar galante. Es entonces cuando la guía de sus bigotes vibra como tripa de violín y la sonrisa se le destapa. Por el contrario, cada vez que una alpargata roza el piqué de sus botines, el representante de firma mira esquinao y emite un bufido. Pero esta vez la agresión no ha sido producida por una alpargata proletaria, qué va, esta vez viene de los zapatos de charol que gasta un señoritingo.



Llevan el cordón suelto y andan pidiendo un buen lustre. El que así va calzado tiene toda la pinta de irse a dormir la mona. Anda con el trasnoche a cuestas y el maldito sol de la mañana le hiere los ojos. Aun así, aprovechando un despiste del revisor, se ha colado en el Cangrejo sin pagar. Chúpate esa. Como si el señoritingo no supiera que dos cabezas más atrás va uno del rondín del inspector Ceballos, un tal Morales que le ha visto las mañas. Sin embargo, Morales anda ocupado en asuntos de más incumbencia. Ha recibido órdenes estrictas de seguir a una mujer que viaja en ese mismo tranvía. Destaca por su estatura y por más cosas, pero, sobre todo lo demás, la mujer destaca por el color rubio de sus cabellos. De un rubio que canta de lejos.



Morales, del rondín de Ceballos, se echa mano al bolsillo del pantalón. Lleva algo más de un mes marcándola de cerca. «Que no sepa que la vamos siguiendo», le había ordenado el mismo Ceballos en persona.



-Sí, inspector -contestó Morales, manteniendo la posición marcial que dice el reglamento. Ceballos, además de su superior, era maniático con lo de la puñetera jerarquía. Morales estaba al corriente-. Sí, inspector.



Son vísperas de boda y Madrid anda revuelto. Por un lado el pueblo engalana sus balcones y en las calles no se habla de otra cosa que de la belleza de la nueva reina. Por otro lado se espera la respuesta anarquista hacia lo que los libertarios consideran una ofensa.



¡El rey a la baraja!, le gritaban por las calles a Alfonso XIII cuando todavía era un niño y salía a pasear Madrid en coche de caballos. ¡El rey a la baraja! Pero el rey de entonces era un niño que no se arrugaba. Qué va. Y menos ante su tía, aquella a la que llamaban la Chata debido a su nariz. Una nariz que, valga la comparación, tenía más de perro que de nariz borbónica. Cada vez que la Chata oía el grito libertario, se revolvía en su asiento, apartaba los visillos y mandaba al cochero ir más despacio. Era entonces cuando apretaba la nariz a la ventanilla y empezaba a ladrar, cada vez más fuerte, así hasta ensordecer el grito libertario.



Con estas cosas, la Chata daba cuenta del sentimiento de protección enfermizo que sentía por su sobrino. Siempre que al rey chico se le antojaba salir de paseo, ella lo seguía. No era para menos. Era hijo póstumo de su hermano Alfonso XII, o mejor de su hermanastro, pues ella se sabe Araneja, hija de don José Ruiz de Arana, y parece ser que Alfonso era hijo del dentista americano. Pero mejor no hurgar en asuntos de familia. Cada vez que desde lo lejos gritaban hijaeputa y el insulto libertario hería sus orejas, la Chata aplastaba la nariz a la ventanilla. Y se ponía a ladrar:



-¡La Isabelona nunca fue puta, no tuvo necesidad de cobrar, al contrario que vuestras madres, cabrones!



Al rey chico los ladridos y bravatas de su tía le llenaban de arrojo y le ponían gamberro. Otra de las veces que salieron a pasear, y los libertarios apedrearon su coche e hirieron al cochero, el rey chico se bajó las prendas interiores hasta la rodilla y enseñó trasero y partes colgantes a los agresores. Raro era el día en que esas y otras cosas no pasaban en la corte. Según su biógrafo, aquel cronista que firmaba como el Caballero Audaz, Alfonso XIII fue un niño debilísimo. Inspiraba tan pocas esperanzas que el propio Sagasta, por entonces presidente del Consejo de Ministros, se asombró cuando lo vio recién nacido y después de sopesarlo dijo aquello de ya tenemos la menor cantidad posible de rey. Sin embargo, gracias al esfuerzo de la Chata, aquel niño tuvo crianza de ganso y a Dios gracias España tuvo la mayor cantidad posible de rey que un país puede desear. Visto con perspectiva, la Chata lo hizo por egoísmo, por conservar acomodo más que por cariño. Hay que recordar que Alfonso XIII era hijo único además de póstumo y que, sin hermanos varones, sin piezas de recambio en el juego monárquico, apaga y veámonos, como dice el dicho. Y la Chata otra cosa no, pero de dichos se sabía un puñao.



-Unos cabrones, Alfonsito, unos cabrones.



Ahora Alfonsito había crecido y con él había crecido el número de cabrones que querían matarlo. Desde el mismo momento en que se decide hacer público el enlace se ponen en marcha los dispositivos policiales. Será asunto prioritario salvaguardar el presente de la Restauración borbónica y con ello salvaguardar el futuro de un pueblo que engalana sus balcones para dar la bienvenida a su nueva reina. Dos meses largos en que los rondines peinan Madrid de sol a sol sin más relevo que el de sus propias fuerzas. Porterías, Guardia Civil y serenos se mantienen alerta. Los guardianes de la Restauración velan por el presente monárquico. Estamos en Madrid a finales de mayo de 1906 y son vísperas de boda.



-Ande con ojo, Morales, que en la noche de Madrí, ya se sabe, to los gatos son negros -le había advertido Ceballos tras la mesa del despacho-. Ande con ojo, Morales. A la que le ofrecía un veguero.



-No, gracias, señor, no fumo.



Y sin mediar palabra, Ceballos mordisqueó el puro y lo prendió. Fue soltar el humo y Morales sentir la flema de sangre que le viene hasta la boca.



-Cuídese esa tos.



No hacía un año que el rey había sufrido el primer intento de asesinato. Regicidio frustrado, como lo llamaron esos cabrones. Fue en París a la salida del Teatro de la Ópera y aún estaba reciente el asunto. Aunque lo intentara disimular, el rey andaba inquieto.



Cuentan sus allegados que en los días previos al enlace, daba paseos a lo largo y ancho de su alcoba, embutido en un batín y descalzo. Y que parecía como ido. Solo de vez en vez, cuando su mirada se encontraba con la del espejo, recomponía la figura. Por lo demás, el rey fumaba como un carretero.



-Esos cabrones. -Y escupía el humo al suelo.



De su bolsillo saca un pañuelo y lo abre y se lo lleva hasta la boca. Y tose. En el centro del paño destaca la flor de sangre. Si pudiera mandar el trabajo a hacer puñetas lo haría. Vaya que lo haría, piensa Morales dentro del Cangrejo. Pero entre unas cosas y otras ahora está su madre de por medio y necesita asistencia. Se le había quedado tarumba tras recibir la noticia de lo de Jacinto, el mayor, muerto en Cuba.



Al principio todo habían sido buenas palabras. Pero eso fue solo al principio. Lo único que dieron fue una medalla póstuma o, mejor dicho, lo único que dieron fue trabajo, pues con la puñetera medalla Morales tuvo que ir y acercarse hasta el Rastro. Al final por poco no la regala. Que si no es de oro, que de estas ya nos han entrao muchas. Que si patatín, que si patatán y que veía que no la colocaba. Jacinto Morales, caído en la defensa de las últimas colonias españolas. Vaya mierda. Y otra vez más le viene la tos de sangre hasta la boca.



El inspector Ceballos sabía que Morales era un cobarde, uno de tantos que luchaban por los demás y nada por lo propio. Como esos cabrones de los anarquistas que se dedican a colocar bombas y a esconderse para ver cómo estallan. Lo que pasaba es que Morales había caído en el bando de los del orden y eso a Ceballos le venía chachipén. Dotado de una memoria prodigiosa y piernas resistentes, ejercitadas de tanto correr tras los carteristas, Morales era hombre de posibilidades. A eso había que añadir su buena letra, algo difícil entre las gentes del orden público, en su mayoría analfabetas. Por todo eso Ceballos le hizo llamar hasta su despacho.



-Una mujer sola siempre es sospechosa. Sobre todo si está jamona, no se olvide.



Ceballos, que aspiraba a la carrera política, cultivaba con sus subordinados ciertas confianzas populistas.



-Ah, antes de que se vaya, decirle también que lo de su hermano va pa'lante.



Lo soltó del tirón. Era como si una cosa, informar acerca de los movimientos de la «jamona» con la que Ceballos andaba de líos, tuviera que ver con los servicios que su hermano, que en paz descanse, había prestado a la patria en la defensa de las últimas colonias. Que no pagaran las últimas soldadas y que luego dieran el dinero para hacer barriadas para los obreros como la que iban a hacer por Cuatro Caminos, y que le iban a poner el nombre de la nueva reina, eso era algo que a Morales le envenenaba la sangre.





Y luego todos esos establecimientos benéfico asistenciales que les ponían a los cabrones, para que se sigan quejando. Mano dura, pensaba Morales. Y era con esos pensamientos cuando la tos le volvía. El pulmón empezó a picársele el invierno pasado.



Por lo mismo Morales tenía prisa. Si a él le dejasen acabaría con el asunto en un pispás. Iría a los focos de los cabrones. Al primero que pondría en el paredón sería a Nakens, aquel periodista embajador de los libertarios. Fue el mismo que tuvo roce con Angiolillo, el asesino de Cánovas. Y allí seguía, tan pancho, dirigiendo un periodicucho en cuyas páginas no había más que blasfemias contra la Iglesia, la familia y el ejército. Qué poca vergüenza. Si a Morales le dejasen acabaría con todo en un día. Pero qué digo en un día, en medio día. Por un lado, Morales, del rondín de Ceballos, tiene prisa, y por el otro siente que está perdiendo el tiempo detrás de un pericón de aúpa. Aquella mujer de aspecto extranjero había sido amante de Lerroux y ahora se entendía con un viejo espadón y mil leches de las revoluciones: el republicano Nicolás Estévanez. Todo un personaje, todo un hijoeputa.



La noche antes de dejar Madrid, el viejo espadón la pasó junto a ella en la casa que él tenía por Getafe. A la mañana siguiente vino un coche de caballos a recogerlos temprano. Era tan temprano que a Morales le pilló desprevenido y, si no llega a ser que pasaba por allí el carro del lechero y le enseña las credenciales y le dice siga a ese coche, si no llega a ser por esto, Morales no hubiese podido presentar su informe a Ceballos y se lo hubiese tenido que inventar. Como el otro día en que ella salió apurada de una casa situada en la calle Alcalá. Iba tocada con una pamela y cogió el único coche libre del momento. Entonces Morales corrió tras ella, cada vez más lejos, hasta que la perdió en una nube de polvo un poco más allá del embarcadero de Atocha. Luego la localizó, a la noche, en una venta flamenca, rodeada de palmas, jaleo y gente cruda. Andaba desmelenada y en cueros, subida en una de las mesas. Jugaba a cubrir y descubrir sus partes íntimas con la pamela. Qué poca vergüenza.



Imaginó los celos de Ceballos al leer el informe. Aquella mujer que a Morales le había tocado marcar en suerte era hembra de curvas, parábolas y salto de cama. Nunca en su vida había catado Morales una así, ni por asomo. Cuando a Morales le venían las urgencias hacía lo más apropiado en estos casos, o sea, ejercitaba el pulso. Pero cuando las urgencias eran ya perentorias, entonces aprovechaba y visitaba una casa que quedaba por el centro, encima justo de la funeraria. Lo hacía en calidad de funcionario público, o sea, gratis. Pero ni punto de comparación. Y volvía a mirarla, a desnudar con los ojos un cuerpo que parecía moldeado en cera caliente. Imaginaba la carne dispuesta para el azote; los tirones de pelo rubio que podía resistir tan esbelto cuello. Y es ahí, en ese momento, cuando Morales vuelve a sentir el ataque de tos y se echa la mano al bolsillo. En esto que el tranvía echa el freno y las rodillas de sus ocupantes se desplazan y la rubia encabrita las nalgas. Y con el freno, la tos y las rodillas, la rubia siente al hombre por detrás. Morales no pierde ripio. Ahora el señoritingo se restriega contra las faldas y pone una mueca de beodo ante el triunfo. Sin embargo, la misma que antes ha encabritado las nalgas ahora le da un bofetón. Suele pasar, piensa Morales, mientras tose en una esquina del pañuelo, allí donde van bordadas sus iniciales. Suele pasar.



Y lo que pasó fue que el bofetón tuvo intención de respuesta. Pero al final se quedó sólo en intención. Si no llega a ser por el representante de firma que redujo al maleducado en el momento justo en que se disponía a alzar la mano contra la dama, si no llega a ser por él, la dama hubiera acabado derretida. El representante de firma le agarró por las solapas y lo zarandeó como es debido. Los albañiles del fondo mostraron la pasividad del espectador morboso y la costurera hizo como que no se había dado cuenta. Sólo la chacha salió en defensa de la dama y fue a increpar al señoritingo, ahora en el suelo. La verbena matutina daba comienzo. Qué sería Madrid sin ese ruido popular. Hubo un momento en que el revisor se acercó a poner orden, a hacer el caldo gordo al representante de firma.



-¿Hay aquí algún guardia? -pregunta el representante de firma, a la que retuerce las muñecas del señoritingo-. Algún guardia, alguien de la policía o de algún rondín.



Fue decir esto el representante de firma y clavar los ojos sobre Morales. Unos ojos de batracio que a Morales le suenan y no sabe de qué.



-¿Hay aquí alguien del orden?



Dónde, dónde puñetas había visto aquellos ojos que ahora le retaban a salir de la clandestinidad, se preguntó Morales a la que arrugaba su pañuelo y lo guardaba en el bolsillo. Dónde. Y raudo pensó Morales que al final podía ocurrir algo peor y que iban a venir los guardias y que se los iban a llevar a todos a declarar, incluido él. Y que entonces Ceballos le cortaría la cabeza. Y saltó.



-Manuel Morales, servidor, del rondín del inspector Ceballos. Delegación de centro.



Ni que decir tiene que el representante de firma era hombre corpulento y, sin mediar esfuerzo alguno agarró al señoritingo por el cuello de la chaqueta y lo levantó en vilo. Y en vilo es como se lo entregó a Morales.



-Haga el favor y meta preso a este indecente.



Morales sigue aturdido. Los ojos del representante de firma le suenan y ahora mismo no sabe de qué. Sigue haciendo memoria. Dónde, dónde puñetas ha visto Morales antes esos mismos ojos. Dónde.



-Don Agustín Espinosa, representante de botones. -Y muy elegantón se saca el canotier y tiende su brazo a la dama.



Pero la dama hace como si don Agustín Espinosa no existiera y sigue maldiciendo con los puños prietos. Ahora le toca a Morales, que se defiende como marca el reglamento, manos a las orejas y codos adelante. Y, a todo esto, Agustín Espinosa, representante de firma, que no se da por vencido y corteja a la dama con maneras de caballero.



-Si quiere le puedo llevar a mi casa, vivo esquina con Mayor, en un balcón que da donde los Consejos. Para la rubia se acabaron las verbenas y rechaza el ofrecimiento. Aprovechando que el tranvía ha puesto freno salta toda apurada. Y echa a correr. A su paso los albañiles sueltan requiebros con deje castizo. Y al del rondín de Ceballos le entran los siete males y sale tras ella, pero el representante de firma le obstaculiza el paso.



-No se marche, cumpla con su deber. Además del espectáculo, este hombre no ha pagado el tranvía. Estos ojitos lo han visto.



Y don Agustín Espinosa, el representante de firma, se lleva el dedo índice al ojo, dejando a la vista el cerco de buena salud que rebosa su óptica. Dónde los había visto antes, se pregunta Morales. Dónde.



-Eso es incumbencia del revisor -suelta Morales. Y se enredan en una discusión acerca de competencias, jerarquías y uniformes. Una disputa larga y absurda. Cuando Morales se quiere dar cuenta, ha perdido a la dama. Y le viene otra vez la tos. Y con la tos le viene hasta la cabeza el consejo de Ceballos: «Sea un poco más egoísta, Morales. El egoísmo es una forma de valentía». Es entonces cuando se traga la flema de sangre y agarra por la oreja al señoritingo y lo saca a empujones del tranvía.



-A la Modelo, yo a ti te llevo a la Modelo, por cabrón.



Apuntar que el señoritingo acabó a la sombra. Y apuntar también que durante su encierro ejercitó el pulso como un mono en cautiverio. Y es que, aunque los tiempos cambien, no cambiarán nunca las costumbres por muy feas que parezcan. En todo caso, lo único que cambiarán serán las mañas. Ahora hay que quitarse el reloj antes de ejercitar el pulso. Hace cien años los relojes eran de bolsillo.