Kenzaburo Oé. Foto: Pepe Abascal

Kenzaburo Oé se traslada en '¡Adiós, libros míos!' (Seix Barral) a su álter ego, Kogito Choko, un anciano escritor herido en una manifestación. En su convaleciente cama del hospiral rememora su infancia y sus primeros escritos, acompañado por un amigo reencontrado y las poesías de T. S. Eliot, en un libro homenaje al mundo de los libros.



A continuación se pueden leer las primeras páginas.





La casa Gerontion

1

El día que le dieron el alta, Kogito, tras descansar un rato en el camastro del estudio, se encerró en la biblioteca, ubicada al otro lado del pasillo, y experimentó una extraña sensación que se podría calificar como deslumbrante, hasta tal punto que mientras intentaba mantenerse en pie estuvo rumiando el significado de la palabra «deslumbrar».



Hasta entonces, la palabra «deslumbrante» siempre se asociaba en su mente con el verbo «deslumbrar», cuya idea principal consistía en «producir vértigo» o «enceguecer», pero ahora de repente se había convertido en «des-lumbre», es decir, aquello sin lumbre: lo oscuro. Kogito permaneció de pie durante un largo rato en la más completa oscuridad. Luego tomó un libro entre sus manos y regresó al camastro. Se trataba del primer ejemplar de los poemas de Eliot que había comprado, una cuidada edición a cargo de Motonori Fukase, que combinaba versiones originales, traducciones y comentarios de varios poemas en un solo libro.



Kogito quitó la sobrecubierta que protegía el libro y contempló la portada de tela, que no era nada común por aquel entonces. El verde claro original se había desteñido y dejaba ver unas manchas de color marrón en el borde superior... Recordaba haberlo comprado un invierno, en la librería de la cooperativa universitaria, cuando tenía diecinueve años. Sujetándolo con ambas manos, Kogito abrió la página correspondiente al inicio de «Gerontion»; la encontró sin dificultad, pues estaba marcada por un doblez natural formado en el hábito de abrirlo por el mismo lugar. En seguida fue atrapado por el poema, traducción de Motonori Fukase, y creyó experimentar el mismo fervor de cincuenta años atrás.



Aquí estoy yo, un hombre viejo en un mes reseco, escuchando a un niño que lee, a la espera de la lluvia. Nunca estuve en las puertas del infierno ni combatí bajo un tremendo aguacero ni permanecí arrodillado en un lago salobre, blandiendo una ancha espada ni he sido picado por los tábanos, he batallado. Mi casa es una casa desolada.



Sólo habían pasado nueve años desde el fin de la guerra; es decir, había vivido menos tiempo después que antes de la fecha de la derrota. Aunque ese día se había librado al fin de la pesadilla de que lo enviaran al campo de batalla como soldado raso, Kogito no dejaba de jugar mentalmente, ya sin angustia, con la vaga ilusión de verse luchando fusil en mano, quizás porque sabía con certeza que había perdido la oportunidad de hacerlo. Aun así, al leer aquel poema, sentía un profundo abismo entre él mismo y el narrador que declara no haber luchado nunca, y no le quedaba más remedio que identificarse con el niño que leía en voz alta...



Mientras repasaba la versión original, impresa en la parte inferior de la página, que antaño lo había impulsado a comprar este libro titulado Eliot, Kogito recordó que, tanto en su primera lectura como en la ocasión, diez años después, cuando escribió el ensayo «La casa de "Gerontion"», carecía de la capacidad para interpretar el poema en inglés.



Recordó también que cuando iban a tomar, para una revista de arquitectura, unas fotografías de la casa recién terminada, le pidieron que se montara sobre el andamio de madera que habían utilizado para construir la chimenea y que escribiera en la fachada de hormigón la primera estrofa de «Gerontion» en el idioma original.



Durante el evento fue acompañado por el equipo de un canal de televisión, que estaba filmando un breve reportaje cultural que sería transmitido en horario nocturno, y al ver la frase escrita en la pared le pidieron que la recitara en voz alta. Cuando Kogito lo iba a intentar por tercera vez, Shigeru se ofreció a sustituirlo y lo hizo a la perfección. Kogito no pudo ocultar su decepción ante las miradas de desdén mal disimuladas de los integrantes del equipo televisivo. Le asignaron como estudio el cuarto estrecho de techo alto del segundo piso, pegado al tubo rectangular de la chimenea, con el escritorio instalado en un rincón, pero aquel espacio de apenas tres tatamis le resultó demasiado incómodo. Lo había diseñado Shigeru para concretar con fidelidad los siguientes dos versos:



Mi casa es una casa desolada, Además, el dueño es un judío que se acuclilla sobre el alféizar de la ventana



Durante el primer veraneo en familia, Kogito y Chikashi, con Akari todavía recién nacido, invitaron a cenar a Goro y Shigeru a esta casa incómoda. Después de haber estado bebiendo hasta muy tarde, Shigeru acompañó a Goro, en un breve paseo bajo la luna, hasta un hotel cercano donde este último se alojaba y le escuchó decir que le gustaba la «forma antinatural» con que la planta alta se comunicaba con la chimenea. A la semana siguiente, Goro los visitó de nuevo. Aprovechó las técnicas especiales de maquillaje que había aprendido con motivo de un insignificante papel que le habían asignado hacía poco en una película hollywoodiense y se disfrazó con esmero para que le hicieran una foto vestido con un traje de pana y sin corbata, asomando el busto por la ventana de la planta alta. El que se encargó del manejo de la cámara fue Shigeru, tan habilidoso como Goro en diversas artes. La foto le sirvió de credencial para conseguir el papel del hijo del cacique en la versión cinematográfica inglesa de Lord Jim.



2

La familia de Kogito pasaba todos los veranos en la casa Gerontion, pero a medida que fueron naciendo y creciendo los niños, aquel espacio les resultaba cada vez más reducido. En una ocasión le agregaron algunas habitaciones, y más tarde, cuando le concedieron a Kogito un premio internacional, tomaron la decisión de hacer una casa más amplia en el terreno de la parte trasera. Y le pusieron por nombre Mad Old Man, como homenaje a un poema de Yeats, un poeta que cobraba una importancia capital en la obra de Kogito.



A principios de julio, Kogito visitó solo -mejor dicho, acompañado por su otro yo que tenía algo de «Mad Old Man»- la casa de Kitakaruizawa. Salvo los años en que impartió cursos en universidades de México, Estados Unidos y Alemania, había pasado los últimos treinta veranos en esa finca. Sin embargo, el año anterior Kogito se había instalado con Akari desde la primavera en la casa heredada de su madre, ubicada en las montañas de Shikoku, pero al comienzo del verano el accidente lo había mandado al hospital.



Chikashi y Maki se quedaron algunos días en la casa Mad Old Man y en la Gerontion, y se dedicaron a hacer una limpieza exhaustiva, quitando el polvo acumulado durante dos años. Mientras tanto, Kogito permaneció en su casa de Seijo junto a Akari y, tras confirmar el número del tren expreso en que viajarían su esposa y su hija con destino a Tokio, se despidió de su hijo para luego dirigirse a Karuizawa. En la salida de la estación se encontró con Chikashi y Maki, que llegaban en un taxi que, a su vez, lo llevaría a él hasta la finca, y en el trayecto intercambiaron algunas informaciones escuetas.



En Karuizawa estaba nublado, pero sin que se percibieran en el aire rastros de humedad; a Kogito le pareció extraño que los hombros del abrigo veraniego de Maki estuvieran mojados. Sin embargo, la neblina se iba espesando a medida que el taxi ascendía por la montaña en dirección a Asama, y al pasar por la prefectura de Gunma empezó a caer una lluvia menuda. En un punto cercano a la frontera entre las dos prefecturas, allí donde el camino se hacía un poco menos empinado, Kogito se fijó en un termómetro que marcaba 17° C. Antes de llegar a la casa Gerontion, ubicada casi al borde del conjunto de fincas -conocido como Villa Universitaria debido al hecho de que antes de la guerra una asociación formada bajo el auspicio de la Universidad Hosei se había encargado de limpiar el bosque-, tuvo que atravesar numerosos charcos grandes. En medio de los robles que desde ambos lados del camino dejaban ver el intenso brillo de sus hojas verdes, como pintadas a brocha gorda, Kogito se sintió sobrecogido ante la fuerza poderosa y vital de la naturaleza.



Cuando Shigeru había terminado de construir la casa Gerontion, los abedules y los olmos que la rodeaban eran todavía jóvenes y delicados -aunque había unos cuantos pinos muy grandes-, y el encofrado de hormigón adherido a la planta alta, hecha de madera, sobresalía por encima de los árboles.



Los pinos habían sido derribados por un tifón veinte años atrás, pero los árboles caducifolios resistieron y siguieron creciendo a una velocidad inaudita, en tal grado que pronto empezaron a divisarse por encima de la chimenea y del techo de la casa. Todos los veranos, Kogito se dedicaba a trocear los troncos de los pinos derribados, cortados de antemano en secciones de dos metros de largo, para convertirlos en leños para la chimenea. Aunque estaba a punto de agotarse la provisión de leña, Kogito ya no se sentía capaz de realizar semejante labor. Los restos de los pinos se veían en estado ruinoso, pudriéndose sobre la tierra mojada. Y Kogito, convaleciente, se quedaba de pie delante de la casa, envejecida también al cabo de dos años de desidia y abandono...



Al final, Kogito pensó que no debía permitirse el lujo de estar recordando su pasado con nostalgia. Al percibir una presencia humana a sus espaldas, se volvió para enfrentarse a un hombre de unos treinta años, de piel blanca y cabello negro, que le sacaba una cabeza.



-Usted es el señor Choko, ¿verdad? ¿Logró encontrarse con su esposa sin ningún problema? Mucho gusto, me llamo Vladimir y estoy aquí como avanzada del señor Shigeru. Ahora que se ha ido su familia, han surgido algunos inconvenientes técnicos, sobre todo en el panel de control. Después de que limpiara la casa, su señora me dejó dicho que los planos de la finca se encontraban en su estudio... Disculpe la molestia, pero...



Se le notaba un acento extranjero, pero Kogito percibió reminiscencias del habla de Shigeru en su manera enérgica de pronunciar las palabras y en su vocabulario un tanto arcaico. El sujeto continuó sin titubeos mientras Kogito asentía en silencio.



-Iba a esperar la llegada del señor Shigeru para que nos presentara, pero tuve el atrevimiento de hablarle sin ningún preámbulo. Devoré sus novelas cuando era estudiante. Aunque en seguida le ofreció la mano, Kogito avanzó sin responder al saludo y entró en la casa Gerontion a través de la puerta que Chikashi y Maki no habían cerrado con llave.



Subió la escalera, que habían dejado intacta durante la reconstrucción, a pesar de algunas combaduras de la madera, y entró al cuarto de tres tatamis, parecido a una torre, para buscar los planos. Apenas los encontró, guardados en una carpeta de plástico, abrió la ventana de hojas batientes y se asomó al exterior con la cabeza llena de polvo. El hombre plantado sobre el césped al lado del balcón levantó la mirada atraído por el ruido, y desde arriba se podía contemplar su rostro a todas luces infantil.



Kogito blandió el fajo de papeles. El hombre allá abajo simuló contener un ataque de risa. Seguro que este personaje con cara de sabiondo estaba al tanto de la vida y milagros de la casa Gerontion. Después se lo contaría a Shigeru: «El señor Choko actuó como si fuera el dueño judío, acuclillado en el alféizar de la ventana.» De hecho, Kogito no se sentía del todo ajeno a aquel judío acuclillado... En el acto, Kogito dejó caer los papeles, que el otro recogió en el aire.



-Muchas gracias, señor -dijo, y se alejó a grandes zancadas hacia el fondo del terreno.



Desde la altura de la pequeña torre alcanzó a distinguir lo que no había podido ver con precisión a nivel del suelo, pues los robles obstruían la vista, y ahora observó la casa Mad Old Man y una furgoneta negra, estacionada sin ninguna delicadeza en el matorral vecino. Justo en ese mismo instante se bajaba del asiento del conductor una mujer oriental -no parecía japonesa-, también de unos treinta años, que le saludó agitando una mano al parecer atada a un palo cilíndrico. Kogito le respondió con un ademán un tanto exagerado y desplazó la mirada hacia el hombre que se alejaba sobre la capa de hojas amarillas de ese otoño, superpuesta a la otra más vieja de hojas rojizas. La mujer, ya fuera del coche, salió al encuentro del hombre, cuidando de no resbalar sobre las hojas secas. El recién llegado se colocó al lado de la mujer, sin intención de volverse para señalarle el lugar donde se hallaba Kogito, y ambos comenzaron a descargar la furgoneta.