Image: Firmado: Nikola Tesla

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Letras

Firmado: Nikola Tesla

Turner publica una selección de cartas y artículos del inventor de la corriente alterna

9 enero, 2013 01:00

Nikola Tesla

'Firmado: Nikola Tesla' es el tercer libro publicado por Turner en torno a la figura del científico, el complemento a 'Yo y la energía' y 'El genio al que le robaron la luz'. El editor, Miguel Ángel Delgado, ha recopilado una selección de artículos y cartas escritos por Tesla, ordenados cronológicamente. La edición ofrece también una visión de los personajes contemporáneos al inventor de la corriente alterna, como J. P. Morgan o Mark Twain.

A continuación pueden leer una carta de Tesla a la Cruz Roja estadounidense, un anuncio, un artículo publicado en la revista 'Electrical World' y su discurso pronunciado en la entrega de la Medalla Edison, que le fue concedida en 1916.



A la Cruz Roja estadounidense

Nueva York, Navidad de 1900

El pasado es digno de gloria, las perspectivas, edificantes: mucho se puede decir de ambos, pero una idea domina mi mente. Esta, mi mejor idea, la que más quiero, la brindo a su noble causa. He observado acciones eléctricas que parecían inexplicables. Aunque eran débiles e imprecisas, me dieron la profunda convicción y el presentimiento de que, en este globo, dentro de poco todos los seres humanos alzaremos como uno solo nuestros ojos al firmamento, con sentimientos de amor y reverencia, emocionados por la magnífica noticia: "¡Hermanos! Hemos recibido un mensaje de otro mundo, desconocido y remoto. Dice: uno... dos... tres".


Deseo anunciar

Nueva York, 1 de enero de 1904

Deseo anunciar que en conexión con la introducción comercial de mis inventos prestaré servicios profesionales generales como ingeniero consultor y electricista. Tengo la confianza de que el futuro cercano será testigo de logros revolucionarios en la producción, transformación y transmisión de energía, en el transporte y la iluminación, en la fabricación de componentes químicos, en la telegrafía y la telefonía y en otras artes e industrias.

En mi opinión, estos avances se seguirán de la adopción universal de las corrientes de alto potencial y alta frecuencia y de los novedosos procesos regenerativos de refrigeración a muy bajas temperaturas. Será necesario mejorar muchos de los viejos equipos y muchos de los que se desarrollen desde cero; también creo que en esta evolución, al tiempo que desarrollo mis propios inventos, podré ser de más utilidad al poner a disposición de otros el conocimiento y la experiencia que he alcanzado.

Le concederé atención especial a la solución de problemas que requieran de información experta y de recursos ingeniosos -trabajo que cae dentro de la esfera de mi formación constante y de mi predilección. Emprenderé la investigación experimental y el perfeccionamiento de ideas, métodos y aparatos, la concepción de recursos útiles y, en particular, el diseño y la construcción de maquinaria para la consecución de los resultados deseados.

Cualquier tarea que se me encomiende y que yo acepte se llevará a cabo a conciencia y con meticulosidad.

Nikola Tesla
Laboratorio: Long Island, Nueva York.
Residencia: Waldorf, Nueva York.


En la revista Electrical World

21 de marzo de 1914, p. 637

Las primeras impresiones son aquellas a las que más nos aferramos en la madurez. Me gusta pensar en George Westinghouse tal y como se presentó ante mí en 1888, cuando lo vi por vez primera. La enorme energía potencial del hombre solo había cobrado forma cinética en parte, pero la fuerza latente era manifiesta incluso para un observador superficial. De constitución poderosa y bien proporcionada, con cada articulación en pleno funcionamiento, los ojos tan claros como el cristal y un paso rápido y ligero, constituía un raro ejemplo de fuerza y salud. Como un león en la selva, respiraba profundamente y con deleite el aire humeante de sus fábricas. Aunque entonces ya pasaba los cuarenta, todavía tenía el entusiasmo de la juventud. Siempre sonriente, afable y educado, suponía un marcado contraste con los hombres bruscos y expeditos que yo conocía. Ni una palabra que pudiera haber sido censurable, ni un gesto que pudiera haber ofendido... Uno podría imaginárselo desenvolviéndose en la atmósfera de la corte, tan perfecta eran su actitud, de palabra y de acto. Y sin embargo, cuando lo instigaban, no se hallaría un adversario más fiero que Westinghouse. Quien era un atleta en la vida cotidiana se transformaba en un gigante cuando se enfrentaba a dificultades que parecían insalvables. Disfrutaba de la lucha y nunca perdía la confianza. Cuando otros se hubieran rendido presos de la desesperación, él triunfaba. Si lo hubieran trasladado a otro planeta con todo en su contra, habría conseguido encontrar la forma de salvarse. Sus dotes lo convertían fácilmente en el capitán entre los capitanes, en el prócer entre los próceres. La suya fue una carrera maravillosa llena de logros destacables. Le dio al mundo una buena cantidad de mejoras e inventos valiosos, creó nuevas industrias, impulsó los ámbitos mecánico y eléctrico y mejoró las condiciones de la vida moderna de muchas maneras. Fue un gran pionero y un gran constructor, cuyo trabajo fue de gran alcance en su época y cuyo nombre vivirá mucho tiempo en la memoria de los hombres.

En la entrega de la medalla Edison

18 de mayo de 1917

Señor presidente, damas y caballeros,

me gustaría agradecerles de corazón su amable simpatía y su reconocimiento. No me llamo a engaño sobre el hecho -del que deben ustedes ser conscientes- de que quienes acaban de hablar han exagerado enormemente mis humildes logros. En una situación como esta, uno no debería ser apocado, pero tampoco dominante, y en ese sentido, les concederé que algún ápice de mérito puede debérseme por haber dado los primeros pasos en algunas nuevas direcciones; pero muchos hombres capaces -algunos de los cuales, me alegra decirlo, están aquí presentes esta noche- colaboraron para que las ideas que yo he propuesto triunfaran, para que las fuerzas y los elementos fueran conquistados y para que se alcanzara la grandeza. Inventores, ingenieros, diseñadores, fabricantes y financieros hicieron su contribución hasta que, como ha dicho el señor Behrend, se forjó una revolución gigantesca en la transmisión y la transformación de la energía. Aun cuando estamos eufóricos por los resultados conseguidos, no cejamos, inspirados por la esperanza y la convicción de que esto es solo un comienzo, un anticipo de unos logros futuros y aún mayores.

En esta ocasión, puede que ustedes quieran que yo diga algo de un tenor personal y más íntimo por lo que hace a mi trabajo. Uno de los ponentes ha sugerido: "Cuéntenos algo sobre usted mismo, sobre sus primeras dificultades". Si no malinterpreto esta conjetura, me dedicaré brevemente y con su permiso a este asunto, más bien delicado.

Es posible que algunos de ustedes -que se han quedado impresionados por lo que se ha dicho, y que estarán dispuestos a concederme más de lo que merezco- se hallen desconcertados y se pregunten cómo es posible que un hombre tan manifiestamente joven como yo haya hecho todo cuanto el señor Terry ha esbozado. Permítanme que se lo explique. No hablo a menudo en público y me gustaría dirigir exclusivamente tan solo unos pocos comentarios a los miembros de mi profesión, para que no haya confusiones en el futuro. En primer lugar, yo vengo de una raza muy longeva y vigorosa. Algunos de mis ancestros fueron centenarios, y uno de ellos vivió ciento veintinueve años. Yo estoy determinado a mantener estas marcas y me complazco con perspectivas muy prometedoras.

Pues, de nuevo, la naturaleza me ha dado una vivaz imaginación que, mediante un entrenamiento y un ejercicio incesantes, y mediante el estudio de los asuntos científicos y de la verificación experimental de teorías, ha llegado a ser muy exacta y minuciosa, así que he conseguido prescindir, en gran medida, del lento, farragoso, prolijo y poco económico proceso de desarrollar en la práctica las ideas que concibo. Mi imaginación me ha posibilitado explorar amplios campos con gran rapidez y conseguir resultados con el menor gasto de energía vital. Por este medio, está en mi mano imaginar objetos a mi antojo de forma real y tangible y deshacerme de ese ansia morbosa por las posesiones perecederas a la que muchos sucumben.

Debo decir, también, que soy profundamente religioso de corazón, aunque no en un sentido ortodoxo, y que me entrego al constante placer de creer que los mayores misterios de nuestro ser todavía no se han comprendido y que, al contrario, a pesar de todos los indicios de nuestros sentidos y de todas las enseñanzas de las ciencias exactas y numéricas, puede que la muerte como tal no sea el fin de la maravillosa metamorfosis que presenciamos. En este sentido, me las he arreglado para mantener una tranquilidad imperturbable, convertirme a mí mismo en una prueba contra la adversidad y alcanzar alegría y felicidad hasta el grado de hallar incluso alguna satisfacción en el lado más oscuro de la vida, en las pruebas y tribulaciones de la existencia. Tengo fama y una fortuna incalculable -o incluso más- y, sin embargo... cuántos artículos se han escrito en los que se afirmaba que yo era un hombre fracasado y poco práctico, y cuántos escritores pobres y fracasados me han tildado de visionario. ¡Tal es la estrechez de miras y la insensatez de este mundo!

Ahora que he explicado por qué he preferido mi trabajo a las recompensas mundanas, tocaré un asunto que me llevará a apuntar algo de más importancia y a explicar cómo invento y cómo desarrollo mis ideas. Pero primero debo decir unas palabras sobre mi vida, la cual ha sido, en sus variadas impresiones e incidentes, de lo más extraordinaria y prodigiosa. En primer lugar, ha sido afortunada. Ustedes habrán oído que una de las disposiciones de la medalla Edison es que el receptor debe estar vivo. Desde luego, en este sentido, los hombres que han recibido tal medalla sin duda la merecían, porque estaban vivos cuando les fue concedida, pero, por lo que se refiere a esta característica, ninguno se la ha merecido, ni por asomo, tanto como yo. En mi juventud, mi ignorancia y mi desenfado me pusieron en incontables aprietos, peligros y embrollos, de los que me sacaba como por encantamiento. Eso ocasionaba grandes preocupaciones a mis padres, puede que más porque fuera el último varón de la familia que por ser sangre de su sangre. Deberían ustedes saber que los serbios se aferran desesperadamente a la preservación de la raza. Estuve a punto de ahogarme una docena de veces. Estuve a punto de morir carbonizado tres o cuatro y por un pelo no me hierven vivo. Fui enterrado, abandonado y congelado. He escapado por poco de perros rabiosos, puercos y otros animales salvajes. He pasado por enfermedades atroces; tres o cuatro veces, los médicos me dieron por desahuciado. Me he encontrado con todo tipo de accidentes extraños, no puedo pensar en una sola cosa que no me haya ocurrido a mí, y darme cuenta de que estoy aquí esta noche, sano y feliz, joven de mente y de cuerpo, con todos esos años provechosos tras de mí, es una pequeña forma de milagro.

Pero mi vida ha sido maravillosa en otro sentido: por lo que se refiere a mi capacidad como inventor. No tanto, quizá, en el sentido de que tuviese una mentalidad concentrada o una gran energía y resistencia físicas, pues estas son bastante comunes. Si ustedes indagan en la carrera de hombres de éxito en la profesión de inventor, hallarán, por regla general, que estos destacan tanto por su rendimiento físico como por el mental. Yo sé que cuando trabajé con Edison, después de que todos sus asistentes acabaran exhaustos, me dijo: "Jamás he visto nada semejante, ¡se lleva usted la palma!". Esta era su forma característica de expresar lo que yo hacía. Trabajábamos desde las diez y media de la mañana hasta las cinco de la madrugada siguiente. Yo mantuve esto durante nueve meses sin exceptuar ni un solo día: todos los demás se rindieron.

Edison aguantaba, pero en ocasiones se quedaba dormido sobre la mesa. Lo que me gustaría decir, en concreto, es que los primeros años de mi vida fueron realmente extraordinarios en lo tocante a ciertas experiencias que condujeron a todo lo que yo hice después. Es importante que esto les quede claro, pues de otra manera no sabrían cómo descubrí el campo rotatorio. Desde la infancia algo me afligía de un modo singular: veía imágenes de objetos y escenas con un despliegue de luz y con una intensidad mucho mayores que las que hubiera observado antes. Siempre se trataba de imágenes de objetos y escenas que yo había visto en realidad, nunca de nada que hubiera imaginado. Les he preguntado a estudiantes de psicología, fisiología y a otros expertos sobre ello, pero ninguno ha sido capaz de explicarme el fenómeno, que parece ser único, aunque yo, probablemente, estaba predispuesto a él, pues mi hermano también veía imágenes del mismo modo. Mi teoría es que eran meros actos reflejos del cerebro en la retina, sobreestimulado por la hiperexcitación de los nervios. Puede que crean que tenía alucinaciones; pero eso es imposible, pues estas solo se producen en cerebros enfermos o angustiados, mientras que mi cabeza siempre estaba clara como el agua y no tenía miedo.

¿Quieren que les cuente mis recuerdos al respecto? (Se gira hacia los caballeros en la tribuna). Esto, en mí, es típico: yo era demasiado joven como para recordar lo que decía. Recuerdo que tenía dos tías, de arrugadas caras, una de las cuales tenía dos dientes saltones que siempre me clavaba en la mejilla cuando me besaba. Un día, me preguntaron cuál de las dos era más guapa. Después de observarlas, contesté: "Esta no es tan fea como la otra". Eso fue una muestra de buen juicio. Bien, como les decía, yo no tenía miedo. Me preguntaban por ejemplo: "¿Tienes miedo a los ladrones?", y yo respondía que no. "¿A los lobos?". Tampoco. Entonces, me preguntaban: "¿Tienes miedo al loco de Luka?" (un muchacho que solía ir arrasando por el pueblo sin que nadie lo detuviera). "No, no le tengo miedo a Luka". "¿Le tienes miedo al ganso?". "Sí", respondía, agarrándome a mi madre. Esto se debe a que una vez me dejaron en el patio, desnudo, y aquella bestia se abalanzó sobre mí y me agarró por la parte blanda del estómago, rasgándome un trozo de carne. Todavía tengo la marca.

Estas imágenes que yo veía me causaban una incomodidad considerable. Se lo ilustraré: supongamos que yo había asistido a un funeral. En mi país, los ritos no son sino una tortura recrudecida. Asfixian el cuerpo del difunto a besos, luego lo bañan, lo exponen durante tres días y, finalmente, se oye el ruido sordo y suave de la tierra, cuando ya todo ha terminado. Algunas imágenes, como la del ataúd por ejemplo, no aparecían nítidamente, pero a veces eran tan persistentes que cuando estiraba la mano la veía penetrar en la imagen. Tal y como lo veo ahora, estas imágenes eran simples actos reflejos a través del nervio óptico en la retina, que producían en esta un efecto idéntico al de una proyección a través de una lente y, si mi vista no me engaña, entonces será posible (y, en verdad, mi experiencia así lo ha demostrado) proyectar la imagen de cualquier objeto que uno conciba en su pensamiento en una pantalla y hacerla visible. Si esto se pudiera hacer, revolucionaría todas las relaciones humanas. Estoy convencido de que se puede conseguir y se conseguirá.

Para liberarme de estas tormentosas apariciones, trataba de fijar mi mente en alguna otra imagen que hubiera visto y de esta manera proporcionarme algo de alivio, pero para conseguirlo tenía que dejar que las imágenes entraran una tras otra muy velozmente. Entonces me di cuenta de que enseguida había agotado todo lo que tenía a disposición: mi "carrete" se había terminado, por así decir. No había visto mucho mundo, solo lo que rodeaba mi propia casa, y en alguna ocasión me habían llevado a casa de los vecinos, eso es todo lo que sabía. Así que cuando hice esto por segunda o tercera vez, para ahuyentar la imagen de mi vista, me di cuenta de que este remedio había perdido toda su fuerza: entonces, comencé a hacer excursiones más allá de los límites del poco mundo que conocía, y empecé a ver nuevas escenas.

Primero, eran borrosas y poco definidas, y se desvanecían al vuelo cuando intentaba concentrar en ellas mi atención, pero poco a poco conseguí fijarlas, ganaron fuerza y nitidez y, finalmente, adoptaron la intensidad de las cosas reales. Enseguida observé que me encontraba mejor si, simplemente, me concentraba en mi visión y adquiría constantemente nuevas impresiones, así que comencé a viajar; mentalmente, por supuesto. Ustedes saben que se han hecho grandes descubrimientos -uno de ellos el de América por parte de Colón-, pero cuando di con la idea de viajar, a mí me pareció que era el descubrimiento más grande de que el hombre era capaz. Todas las noches (y en ocasiones durante el día), en cuanto me quedaba solo, comenzaba con mis viajes. Veía nuevos lugares, ciudades y países. Vivía allí, conocía a la gente, forjaba nuevas amistades y relaciones, y para mí eran tan queridas como las de la vida real y no les faltaba ni un ápice de intensidad. A esto es a lo que me dediqué casi hasta que me convertí en adulto. Cuando dirigí mis pensamientos a inventar, me di cuenta de que podía visualizar mis concepciones con la mayor de las facilidades. No necesitaba modelos, ni dibujos, ni experimentos: todo eso lo podía hacer en mi mente, y así lo hacía.

De esta manera he desarrollado, inconscientemente, lo que yo considero un nuevo método de materializar ideas y conceptos ingeniosos, que es exactamente opuesto al puro método experimental del cual, sin duda alguna, Edison es el mejor y más exitoso exponente. En el momento en que construyes un dispositivo para poner en práctica una idea rudimentaria, de modo inevitable te verás enfrascado en los detalles y defectos del aparato. A medida que continúas mejorándolo y reconstruyendo, la intensidad de tu concentración disminuye y pierdes de vista el gran principio subyacente. Obtienes resultados, pero sacrificando la calidad. Mi método es diferente: yo no me precipito al trabajo de construcción. Cuando tengo una idea, comienzo, de inmediato, a construirla en mi mente. Cambio la estructura, hago mejoras, experimento, hago funcionar el dispositivo en mi mente. Para mí es exactamente lo mismo manejar mi turbina en el pensamiento o probarla de veras en mi taller. No hay diferencia alguna, los resultados son los mismos. De esta manera, ¿saben?, puedo desarrollar y terminar un invento rápidamente, sin tocar nada.

Cuando ya he avanzado tanto que he incorporado al aparato cualquier mejora posible que yo pueda concebir, y ya no veo ningún defecto por ningún sitio, entonces es cuando construyo el producto final de mi cerebro. En cada ocasión, mi dispositivo funciona como yo había concebido y el experimento resulta tal y como lo había planeado. En veinte años no ha habido ni un solo experimento aislado que no haya resultado exactamente del modo en que yo pensaba que lo haría. ¿Por qué habría de hacerlo? La ingeniería, tanto la eléctrica como la mecánica, es concluyente en sus resultados. Casi cualquier asunto que se presente se puede tratar desde un punto de vista matemático y sus efectos se pueden calcular; pero si el asunto es de tal naturaleza que los resultados no se pueden obtener por simples métodos matemáticos o por atajos, ahí están toda la experiencia y toda la información a la que se puede recurrir, a partir de las cuales se puede construir. Así pues, ¿por qué deberíamos llevar a cabo la idea rudimentaria? No es necesario: es un despilfarro de energía, tiempo y dinero. Pues bien, así es justamente como produje el campo rotatorio.

Si he de dedicarle unas palabras a la historia de este invento, debo comenzar con mi nacimiento; enseguida verán por qué. Yo nací exactamente a medianoche, no tengo cumpleaños y nunca lo celebro. Pero algo más debió de ocurrir en esa fecha. He sabido que mi corazón latía en el lado derecho y que así lo hizo durante muchos años. Cuando crecí, latía en ambos lados y finalmente se asentó en el izquierdo. Recuerdo que, cuando me desarrollé hasta convertirme en un hombre muy fuerte, me sorprendí al encontrarme el corazón en el lado izquierdo. Nadie entiende cómo ocurrió. Me caí dos o tres veces y en una ocasión se me aplastaron casi todos los huesos del pecho. Algo bastante inusitado debió de ocurrir durante mi nacimiento y mis padres me destinaron al clero en ese mismo instante. Cuando tenía seis años, me las apañé para quedar prisionero en una pequeña capilla de una montaña inaccesible, que era visitada solo una vez al año. Era un lugar de muchos encuentros sangrientos y había un cementerio cerca. Me quedé encerrado allí mientras estaba buscando nidos de gorriones y pasé la noche más terrorífica de mi vida, en compañía de los fantasmas de los muertos. Los niños americanos no lo entenderán, claro, porque en América no hay fantasmas: la gente es demasiado sensata. Pero mi país estaba lleno de ellos y todo el mundo, desde el niño más pequeño hasta el mayor de los héroes, cubierto de medallas por su valentía y coraje, tenía miedo a los fantasmas. Finalmente, como de milagro, me rescataron y entonces, mis padres dijeron: "Ciertamente, debe ir al clero, debe convertirse en clérigo".

Después de esto, cualquier cosa que ocurriera, del tipo que fuese, no hacía sino reafirmarlos en su decisión. Un día, por contarles a ustedes una breve historia, me caí del tejado de uno de los edificios de la granja en una gran caldero de leche, que estaba hirviendo sobre la lumbre. ¿He dicho leche hirviendo? No estaba hirviendo, no a juzgar por el termómetro, pero yo habría jurado que sí lo estaba cuando me caí en ella y luego me sacaron. Pero solo me hice una ampolla en la rodilla, en el lugar donde me golpeé con el caldero caliente. De nuevo, mis padres dijeron: "¿No ha sido prodigioso? ¿Se ha oído jamás semejante cosa? Seguro que será obispo, o arzobispo, puede que patriarca". A mis dieciocho años, llegué a la encrucijada. Había superado la escuela primaria y tenía que decidirme entre abrazar el clero o huir. Yo sentía un profundo respeto por mis padres, así que me resigné a emprender los estudios eclesiásticos.

Entonces ocurrió una cosa y, si no hubiera sido por esto, mi nombre no estaría conectado con la ocasión de esta velada. Se desató una tremenda epidemia de cólera, que diezmó a la población; por supuesto, yo la cogí enseguida. Más tarde, derivó en hidropesía, problemas pulmonares y todo tipo de dolencias hasta que, finalmente, encargaron mi ataúd. En uno de los periodos de desfallecimiento, cuando estaba a punto de morir, mi padre se llegó a mi lecho y me reconfortó: "Te vas a poner bien". "Quizá -le repliqué-, si me dejas estudiar ingeniería". "Por supuesto que lo haré -me aseguró-, irás a la mejor escuela politécnica de Europa". Para estupor de todo el mundo, me recuperé. Mi padre mantuvo su palabra y, después de un año vagando por las montañas y poniéndome en forma, fui a la escuela politécnica de Graz en Estiria, una de las instituciones más antiguas del mundo.