Franklin Evans, el borracho
Cátedra publica la única novela de Walt Whitman, su obra más vendida y, paradójicamente, más desconocida
14 enero, 2013 01:00Walt Whitman
Walt Whitman sólo escribió una novela en toda su vida: 'Franklin Evans, el borracho', una obra de la que el propio autor llegó a renegar, una vez alcanzada la madurez literaria y poética. Ninguno de sus otros escritos superó la cifra de ventas, 20.000, de 'Franklin Evans', y sin embargo es uno de los más desconocidos, incluso para los estudiosos. Enmarcada en un género muy popular en los Estados Unidos del siglo XIX, la ficción antialcohólica, la novela aborda la educación de la juventud en un contexto crispado por los cambios y la crisis económica. Estricta actualidad.A continuación se pueden leer la introducción y el primer capítulo.
Introducción
Lector, la historia que narraré a continuación difiere un tanto de las que acostumbran a escribir los novelistas, pues en ella no abundan ni reflexiones demasiado profundas ni pinceladas sentimentales. No obstante, la moraleja que encierra -pues me enorgullece que posea una de las que deberían quedarse grabadas en el corazón de todo aquel que escruta sus páginas- se enseñará a través de los acontecimientos que en adelante se sucedan al compás del hilo narrativo.Que me perdonen cuanta fantasía encuentren en el siguiente relato los que, por sus corredurías, son conocedores de algunas historias de beodos y saben de la correspondencia que existe entre los asuntos aquí descritos, por extraños que parezcan, y la vida real. Cierto es que si los que viven en la ciudad decidieran investigar los asuntos de sus convecinos, serían seguramente testigos de eventos aún más inverosímiles. Con todo, los capítulos que siguen narran lo que aconteció a un joven, en realidad, un muchacho de campo, que llegó a nuestro gran emporio en busca de fortuna y que, por las circunstancias, acabó en el camino de la perdición. Se trata, pues, de un relato sencillo que, como las grandes verdades, podría ser comprendido sin ninguna dificultad incluso por un niño, razón por la que espero que mi empeño beneficie a todos y que ninguna persona de bien, ya sea hombre o mujer, sienta que la lectura que acaba de emprender es una pérdida de tiempo.
Por otra parte, me gustaría que el amable lector me creyera cuando digo que lo que leerá no es ninguna fabulación, en el sentido en que se utiliza generalmente el término. Huelga decir que describiré acontecimientos que reproducen peripecias que van más allá de mi imaginación. Algunos, a medida que sus ojos vayan recorriendo las siguientes líneas, irán recordando sucesos que ya habrán oído con anterioridad o en los que habrán participado en persona, por lo que sabrán a ciencia cierta que son pura realidad.
¿Me sería lícito albergar la esperanza de que esta historia obre algún bien? Sinceramente, sí, ya que son varios los factores que juegan a favor de la misma. Para comenzar, se presenta ante el público en un formato popular y asequible de precio, apto para ser despachado por correo a cualquier rincón de esta vasta república, gracias a los medios de los que dispone el editor y que le permiten que alcance una difusión mayor en todo el territorio de los Estados Unidos que cualquier otro método. Asimismo, cuenta con el beneplácito de la poderosa opinión pública que, de la misma forma que la corriente marca el rumbo del barco, siempre respalda cualquier idea a favor de la Reforma Antialcohólica. Por otra parte, la historia está escrita para el pueblo, si bien hay que recalcar que el autor, no sin motivo, espera también la conformidad de los lectores más exigentes. Y, por último, se trata de una obra pionera en su género, razón que, unida a todas las anteriores, nos lleva a confiar en que El borracho recibirá casi con toda seguridad una calurosa acogida por parte del público lector.
¿Qué es lo más valioso para la juventud? El relato que aquí se presenta imparte lecciones de templanza, esa preciada virtud por la que los padres y madres rezan noche tras noche esperando que impregne el carácter de sus hijos, y critica abiertamente la intemperancia, ese espíritu maligno que, con sus deplorables tretas, ha inmolado tantas hermosas almas. Sin ánimo de presunción, me gustaría recordar a todos los que siguen el íntegro dictado de la abstinencia que los primeros maestros de la virtud se valieron de parábolas y fábulas como dignos instrumentos con los que transmitir la belleza de las doctrinas que profesaban. Por consiguiente, no resulta descabellado imaginar que la mejor manera con la que se puede impartir una lección moral a quien se quiere instruir en las bondades de la moderación es a través de una historia como la que sigue a continuación.
Es tradicional entre los escritores que, a la hora de dar a conocer su obra al público, supliquen indulgencia por las faltas y deficiencias que puedan haber cometido. Bien sé que el ojo crítico detectará incorrecciones en las páginas que siguen. Sin embargo, se ha de tener en cuenta que el presente libro no está escrito para los críticos, sino para EL PUEBLO, motivo por el que, a pesar de que considero que lo mejor es dejar que sea el propio lector quien en última instancia decida si da su beneplácito o no a la historia, me inclino a pensar que el veredicto final será favorable.
Para concluir, me gustaría creer que quien adquiera un ejemplar de esta obra reconocerá los denuedos tanto del autor como del editor a la hora de calibrar el provecho que su lectura le ha deparado. Sea lo que sea lo que más llegue al corazón, deseamos con firmeza que los principios que aquí se intentan inculcar tengan gran repercusión y sean fructíferos. Aprender a llevar una vida respetable y mesurada no se puede enseñar de forma demasiado concienzuda a jóvenes y mayores por igual, puesto que los primeros viven distraídos en pensamientos futuros, y los segundos, porque están convencidos de que, a su edad, el único cometido es pensar en la muerte. A pesar de que el autor, como se ha mencionado con anterioridad, se ha esforzado por no avasallar la conciencia del lector exponiendo sin recato la moraleja de la historia con disquisiciones áridas y abstractas y ha preferido que sea éste quien la dilucide de una manera más provechosa y agradable a partir de los hechos aquí narrados, se espera que esta nueva y popular Reforma que se está desarrollando en nuestro país encuentre gran empuje en este Relato de nuestros días.
Capítulo I
Las copas de los árboles brillan bajo el
sol.
¡En marcha! Pues es hora de que comience mi tan anhelado
viaje.
R. H. DANA
Una radiante y fresca mañana de otoño de 183***, se
encontraba un carromato, caballo al frente, delante
de una posada junto al portazgo de Long Island. El
carricoche hacía también las veces de diligencia para
aquellos que, por su humilde condición, habían de
conformarse con tan incómodo medio de transporte.
Como pudiera darse el caso de que el lector
desconozca tal ubicación, diré que Long Island es
una parte del estado de Nueva York que se extiende
por la costa del Atlántico al sureste de la ciudad que
integra el gran emporio de nuestro mundo occidental.
El distrito más al este de la isla alberga varios pueblos
y aldeas dignos de mención. La tierra allí es fértil, y
la gente, aunque un tanto provinciana, es despierta y
hospitalaria. Era en esta parte más oriental colindante
con el océano donde se ha-llaba la calzada que el
mencionado vehículo se disponía a recorrer.El conductor disfrutaba de un trago en la barra de la cantina de la hospedería mientras el dueño, de nariz colorada y aspecto enfermizo, contaba el cambio de un dólar que debía devolver a su cliente por la copa de coñac. De repente, ambos se percataron de que a lo lejos se acercaba la figura de un joven y robusto forastero de unos veinte años. Llevaba una ajada maleta de cuero negro y, colgando del brazo, un deslustrado gabán. Gracias a su mucha experiencia en el oficio, el cochero, en cuanto lo divisó, supo que aquel joven requeriría de sus servicios. El desconocido se fue aproximando con paso ligero por la estrecha senda que discurría paralela a la carretera y, cuando ya estuvo cerca de la cantina, los allí presentes vieron que se iba apartando algo de los ojos, en realidad, secando las lágrimas de la cara, o eso les pareció. En uno de los lados de la maleta que cargaba destacaba una plaquita ribeteada en la que se podía leer: Franklin Evans.
Pues bien, estimado lector, ese joven era yo, y el nombre mencionado el del héroe de la historia que acaba de comenzar, relato que me enorgullecería que resultara lo suficientemente interesante como para que se leyera hasta el final.
-Frank, ¿eres tú? -me preguntó la mujer del casero tras salirme al paso desde una estancia contigua-. ¿Es cierto que te vas del pueblo? ¿Cómo están tus tíos? ¡Y te vas con equi-paje y todo! Entonces es que tienes intención de marcharte de verdad.
-Me dirijo a Nueva York -fue todo lo que contesté a aquella locuaz dama mientras me disponía a abrir la desvencijada puerta. Entré y dejé entonces mis bártulos sobre un banco.
No di más tiempo a aquella dama para que continuara con su interrogatorio, pues de inmediato acompañé al carretero hasta el vehículo con el propósito de negociar el precio de mi viaje. Tras unos instantes, el reducido equipaje que llevaba conmigo acabó encima de unas cestas llenas de carne de cordero que el hombre transportaba en la parte de atrás del bien aprovechado carricoche.
-Venga, muchacho -me invitó-. Ven y echemos un trago antes de partir. Hace frío y el cuerpo necesita algo para calentarse.
La verdad es que me era totalmente indiferente beber algo o no, así que decidí compartir con él un poco de aquel líquido que ha provocado más desdicha en esta sociedad que todos los otros males que ha padecido juntos.
Conocía al posadero y a su familia, ya que vivíamos en el mismo pueblo desde hacía algunos años, motivo por el que me asaltaba cierto sentido de culpabilidad al intentar eludir las bien intencionadas preguntas de él y su esposa sobre el objetivo de mi viaje. Antes de que él regentara la taberna, siempre lo había considerado un hombre de bien y, a pesar de mi juventud, recordaba con nitidez cuándo sus ojos habían comenzado a adoptar una mirada perdida junto con ese antinatural color rojizo de su rostro hasta acabar teniendo la hechura de un hombre consumido por la enfermedad, apariencia que lo había caracterizado desde entonces. Diez años antes había sido un entregado granjero, fuerte como un roble, con un prometedor futuro por delante y siempre con sus hijos correteándole alrededor, a quienes enseñaba todo lo necesario para llegar a ser personas respetables. Sin embargo, por desgracia, se dio a la bebida.
A medida que fueron pasando los meses, se fue hundiendo cada vez más en aquel abismo de disipación. Parecía que la vida le iba de mal en peor, pero él atribuía su empeoramiento a una mala racha o al hecho de que las inclemencias del tiempo le habían destrozado las cosechas. Sin embargo, los vecinos bien sabían que el origen del mal de aquel borrachín era otro, ya que reconocían que aquella temporada no era ni mejor ni peor que las anteriores. Lo cierto es que cuando los hábitos de la bebida se apoderan del cabeza de familia son una influencia nefasta, pues engendran un nubarrón negro que lo cubre todo, emponzoña el hogar y poco a poco va descomponiendo la paz que hubiere, al tiempo que acaba por privar a los demás miembros de la familia de toda esperanza de aspiración social.
De modo que, al agravarse la situación, mi desventurado amigo fue abandonando paulatinamente sus obligaciones al frente de la granja para terminar convirtiéndola en una fonda de pueblo de cuya cantina, ¡ay, desgraciado!, él mismo era su mejor cliente. Así fue cómo se las fue arreglando para subsistir con su nuevo negocio, si bien la felicidad de su hogar parecía haberse esfumado por completo. Lejos quedaba el gozo con el que abrazaba cariñosamente a su hijito pequeño tras una larga jornada de trabajo. También el fuego junto al que se -reunía aquella familia mientras escuchaba resguardada cómo el granizo golpeaba las ventanas dejó de proporcionar el calor de antaño. ¡Ay, aquellos leños continuaban ardiendo en el mismo lugar pero ahora sin el feliz corro que otrora se había congregado a su alrededor! ¡Cuántas veces de niño preferí la vivacidad y el alborozo de esa candorosa lumbre a los de mi propia morada! Sin embargo, ahora, como un altar olvidado y despojado de dioses a los que venerar, había dejado de ser testigo fiel de numerosas escenas de júbilo y lugar de regocijo para los más jóvenes, y la profanaban el humo de tabaco y el fuerte olor a ginebra y coñac, mientras los gruesos leños que su fuego devoraba se encargaban de alumbrar los rostros macilentos de unos abotargados seres.
Los hijos de aquel granjero decidieron marcharse y buscar un hogar más acogedor. El alcoholismo es el origen de las malas formas y fuente indiscutible de enfrentamientos y egoísmo, por lo que provocaba en esta familia continuos agravios y altercados. En ocasiones, el progenitor actuaba fuera de toda lógica y trataba a sus propios hijos de forma muy injusta; otras, eran ellos los que olvidaban el respeto con el que un hijo ha de tratar a un padre, pues, cualesquiera que sean las faltas de quienes nos dieron la vida, no existe justificación posible para el descendiente ingrato cuya desobediencia a la voluntad paterna es más amarga que la mordedura de ser-piente. Sea como fuere, los vástagos de aquel hombre abandonaron la residencia familiar y se convirtieron en unos extraños.
Pero me he dejado llevar. Volvamos al hilo narrativo principal. Al subir al vehículo en cuestión, me percaté de que albergaba a cuatro ocupantes más. No había reparado en ellos antes porque se hallaban resguardados bajo la lona que hacía de capota, y porque habían mantenido un riguroso silencio mientras conversaba yo con el conductor y el resto de las personas que atestaban la cantina. De estos compañeros de viaje averiguaría más pormenores con el tiempo, aunque, llegados a este punto, creo conveniente adelantar algunos detalles.
Entre ellos se encontraba un varón que me llevaba unos cuatro o cinco años y que respondía al nombre de John Colby. Era contable de un negocio en el centro de la ciudad y, por su semblante desenfadado, se podría decir que era de esa clase de personas a las que les gusta la diversión y la juerga. Colby se hallaba sentado a mi lado y no tardamos mucho en entablar una conversación de lo más cordial. Detrás de nosotros se sentaba una aldeana entrada en años que se disponía a visitar a una de sus hijas que, como ella misma nos informó más tarde, había contraído matrimonio tres meses antes con un caballero respetable y ahora ambos vivían cómodamente en la última planta de un edificio de dos pisos en la calle Broome. La dama parecía no tener ningún sentido del ridículo, pues así lo demostró en más de una ocasión, pero, con todo, se trataba de una mujer y, además, madre, con una conversación de contenido más bien inofensivo y repleta de interminables digresiones que no provocaban el menor interés en ninguno de los allí presentes.
A su lado se acomodó un hombre de mediana edad y aire distinguido llamado Demaine. Iba ataviado de una manera tan escrupulosamente cuidada que el hecho de que se hubiera decidido por aquel medio de transporte tan humilde despertó gran curiosidad en mí. En cualquier caso, preferiría volver a él en las páginas siguientes cuando nos hallemos más adentrados en la historia. Detrás del todo, entre los innumerables cachivaches que conformaban la mercancía, ocupaba su asiento otro caballero, el último de los cuatro ocupantes. De vez en cuando oía cómo tarareaba una cancioncilla, lo que me hacía suponer que estaba, por lo menos en esos momentos, de buen humor. Iba vestido de forma sencilla pero elegante a su vez y, por lo que me comentó el cochero en una de las paradas, había iniciado el viaje en un pueblo lejano, en el que no existía otro medio de locomoción que no fuera aquel carromato y donde aquel viajero había estado practicando la caza.