Image: El paseante de cadáveres. Retratos de la China profunda

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Letras

El paseante de cadáveres. Retratos de la China profunda

Liao Yiwu

8 febrero, 2013 01:00

Chinos eligen mensajes en un mercado para colocarlos en las puertas en la celebración del Festival de la Primavera de Qingdao, Shandong

Traducción de Leonor Sola. Sexto Piso, 2013. 369 páginas, 24 euros


Del 85 al 92 fue la Perestroika, en los años 90 las guerras balcánicas y la globalización, tras el 11S el terrorismo internacional y desde 2008 la crisis que nos golpeó en el amanecer del siglo XXI. Cada proceso, como vientre en alquiler, parió miles de libros aprovechando los vientos de las opiniones públicas y publicadas. El milagro chino, en todos estos años, lejos de competir con los otros cinco acontecimientos internacionales, se ha ido imponiendo a todos ellos hasta convertirse, de lejos, en el tema internacional preferido del mundo editorial.

China 3.0, China: pasado y presente de una gran civilización (Gabriel García Noblejas, Alianza), Hablan los chinos (Ana Fuentes, Aguilar); China ¿dragón o parásito? (Julián Pavón, Plataforma Ed.), China pide paso: De Hu Jintao a Xi Jinping (Xulio Ríos, Icaria), China, tercer milenio: El dragón omnipotente (Ramón Tamames y Felipe Debasa, Planeta) y El paseante de cadáveres son algunos de los publicados en castellano en los últimos meses: siete ventanas con docenas de ojos (los dos primeros son obras colectivas y el último recoge unas treinta entrevistas) al país-continente-ex imperio del Medio decidido a recuperar el estatus perdido hace dos siglos.

¿Dispondrán de tiempo suficiente los sucesores de Mao para evitar que la presión social acabe arrollando la envidiable transición del comunismo anticapitalista al capitalismo comunista?, se pregunta Xulio Ríos en China pide paso. Sí, responde, pero con una condición: "que la tradicional sumisión de buena parte de su sociedad no se vea alterada por la no menos tradicional tendencia a la rebelión".

Siempre he buscando en los libros, como en las personas, cuerpo y alma. Los hay con cuerpos perfectos, pero vacíos de tensión, fríos como lápidas, que informan pero no emocionan ni transmiten vida. La mayor parte de los textos académicos, hijos de muchos años de investigación, con frecuencia para tesis doctorales, suele encajar en ese estante. El paseante de cadáveres, del poeta, cronista y crítico disidente Liao Yiwu (Yanting, Sichuan, 1958) está en el polo opuesto. En formas más próximas a la alegoría que al reportaje clásico, sin el ropaje sociológico de autores como Terkel o Kapuscinski, nos aplasta con la realidad más sórdida y violenta de la marginación y la represión en la China de los últimos sesenta años.

Luo Tianwang, el transportista de cadáveres por encargo para ser enterrados en sus lugares de origen, que da título al libro, es uno de los que, de la mano libérrima del autor, a través de sus tragedias personales, describen el largo y duro camino recorrido por China desde la revolución triunfante de Mao hasta el supuesto paraíso del capitalismo de partido único, pasando por el gran salto adelante, la revolución de las cien flores, la revolución cultural, la primavera de Deng y el invierno de Tiananmen.

Un ladrón profesional, un doliente o plañidero de funerales, un maestro de feng shui, un saqueador de tumbas, un abad budista rehabilitado, una joven prostituta, un espía de comunidad de vecinos, un banquero comunista perseguido por contar lo que vio en Tiananmen, el padre de uno de los estudiantes acribillado por la espalda aquel 4 de junio, un adivino, un brujo, un maestro de pueblo, un compositor, un traficante de mujeres, un embalsamador, un adicto al sexo, varios ex terratenientes, un emigrante, un contrarrevolucionario, un niño mendigo y varios vagabundos completan el cuadro de actores -imposible precisar lo que hay de real en cada uno- que, por las rendijas de sus miserables existencias, van esculpiendo a borbotones la historia más cruda de la China más profunda y desconocida.

Pasear o transportar cadáveres -recogerlos en los lugares donde fallecían y llevarlos cientos o miles de kilómetros de vuelta a sus hogares-, hoy ilegal, era un oficio arriesgado, pero bien pagado. Los paseantes trabajaban en parejas para turnarse en llevar al muerto. Caminaban diez o doce horas sin descansar, el muerto sujeto, como un zombi, a la espalda de uno de los vivos, ambos cubiertos con túnicas negras. Comían una vez al día, el trabajo requería años de entrenamiento físico y se limitaba al invierno para evitar que el cadáver se pudriese a pesar del mercurio y de otras sustancias que se les inyectaban. Normalmente eran buenos en kung-fu para defenderse de los ladrones.

Como el mejor cine chino de los ochenta y noventa (Zhang Yimou, Chen Kaige, Zhang Junzhao...), vaporable entre dagas voladoras, tigres y dragones que funden pasado, presente y futuro, sueño y realidad, Liao Yiwu rara vez termina los relatos. La comprensión racional, tan valorada por muchos lectores, sobre todo en Occidente, se escapa por todas las costuras de sus entrevistados.

Mou Dalu, por ejemplo. De veintisiete años, y condenado a muerte, a quince días de su ejecución se deshace en los detalles más terroríficos de los crímenes de sus compañeros de patíbulo y de cómo va a ser ejecutado, pero no suelta prenda, ni el autor le presiona para que lo haga, sobre lo que le llevó a él, tan joven, al penal de Chonqing para ser ejecutado. "No sé en qué parte exacta me meterán el balazo, si en el corazón o en la cabeza", confiesa. "Si fuera en la cabeza, sería una muerte rápida, aunque no de muy buen gusto. Una bala expansiva, al entrar en el cráneo, me haría un agujero por donde se desparramarían los sesos... El alguacil también es humano, ¿no le da asco que le salpiquen?". ¿Y en el caso de que uno no muera de un balazo?, se pregunta a sí mismo en voz alta. "Habrá quien diga que, si no muere (habla en tercera persona para hacerlo más soportable), habrá que meter otra bala, porque si no se quedaría como un árbol tronchado, pero no creo que nadie, excepto un forense, sea capaz de apretar el gatillo dos veces al ver todos los sesos desparramándose".

Cualquiera de los otros libros citados, sobre todo los de Xulio Ríos (China pide paso) y Gabriel García-Noblejas (China, pasado y presente...), dan una visión más amplia y más profunda de la historia, cultura, civilización y transformación radical del país, pero ninguno como Liao sumerge al lector en las entrañas de esa transformación: las tradiciones, las contradicciones, los mitos, las leyendas, los excesos, las mentiras, los odios, las envidias, los valores, los sentimientos y los sueños de la mayor parte de los chinos.

En cada uno de los 30 capítulos se siente la llama, el palpitar, de ese intangible espiritual que, cuando existe, hace de un libro una aventura apasionante que alumbra y conmueve. La obsesión por el karma, la importancia del perfecto equilibrio del feng shui en todo y en todos los que nos rodean, la capacidad de sacrificio y de supervivencia de los seres humanos frente al averno y al absurdo… van destilándose suavemente en cada conversación hasta formar un alma imposible de contar en un sesudo texto académico. Siempre interesado en las víctimas de la persecución arbitraria, algunos de sus fantasmas salen del presidio de Chengdu, capital de su provincia natal de Sichuan, escenario de casi toda su obra, en el que estuvo encerrado cuatro años por masacre, su poema épico sobre la matanza de Tiananmen: "Shoot, shoot and shoot... I feel good and I feel high, blow up that head..."

Sobra decir que casi toda su obra sigue prohibida dentro de China, pero, a diferencia de los principales disidentes de Tiananmen, huidos o expulsados, Liao logró quedarse. Ha pagado un altísimo precio personal en libertad y comodidad por ello, pero, a cambio, ha mantenido intactas las fuentes más directas y originales de su inspiración.