Frances Stonor Saunders
Debate reedita 'La CIA y la guerra fría cultural', el primer libro de Frances Stonor Saunders, periodista y autora de 'La mujer que mató a Mussolini'. Su debut literario, un repaso a la campaña para controlar la producción artística con fines propagandísticos durante la Guerra Fría, fue galardonado con el Royal Historical Society's Gladstone Memorial Prize y fue finalista del Guardian First Book Award. Algunos de los pensadores más relevantes del siglo XX, como Jean-Paul Sartre y George Orwell, formaron parte de esta operación, ya fuera de forma consciente o insconsciente, destinada a alejar a los intelectuales de las tendencias izquierdistas y acabar con el comunismo.A continuación se pueden leer las primeras páginas.
Cadáver exquisito
"Hay un lugar de desafecto
tiempo antes y tiempo después
en una luz confusa"
T. S. Eliot, «Burnt Norton»
Europa despertó de la guerra en un gélido amanecer. El invierno de
1947 fue el peor que se recuerda. Desde enero hasta finales de marzo,
un frente azotó Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña, avanzando
inmisericorde. En Saint Tropez cayó la nieve con la que los
vientos huracanados formaron impenetrables montículos; los témpanos
de hielo llegaron hasta la desembocadura del Támesis. Los
trenes que transportaban alimentos se congelaron sobre las vías; las
barcazas que llevaban el carbón a París quedaron atrapadas por el
hielo. El filósofo Isaiah Berlin quedó «aterrado» ante el frío de la
ciudad, «vacía y hueca y muerta, como un cadáver exquisito».En toda Europa, el suministro de agua, el alcantarillado y la mayor parte de las instalaciones urbanas dejaron de funcionar; el abastecimiento de alimentos se redujo y las reservas de carbón disminuyeron hasta mínimos históricos al haber quedado inmovilizada por el frío la maquinaria de las minas. Tras un breve deshielo, se produjo otra ola de frío, cubriendo canales y carreteras con gruesa capa de hielo. En Gran Bretaña, en dos meses, aumentó en un millón el número de parados. El gobierno y la industria se detuvieron bajo la nieve y el hielo. La propia vida parecía haberse congelado: más de cuatro millones de ovejas y treinta mil cabezas de vacuno perecieron.
En Berlín, para Willy Brandt, futuro canciller, un «nuevo terror» se apoderó de la ciudad que mejor simbolizaba el colapso de Europa. El gélido frío «atacó a la gente como una bestia salvaje, obligándoles a meterse en sus casas. Pero tampoco allí encontraron alivio. Las ventanas no tenían vidrios, fueron atrancadas con tablas y placas de yeso. Paredes y techos estaban cuajados de grietas y agujeros, que la gente tapaba con papel y trapos. La gente calentaba las habitaciones con los bancos de los parques... los ancianos y los enfermos murieron por centenares, en sus camas, a causa del frío».
Como medida de emergencia, a todas las familias alemanas se les asignó un árbol del que cortar leña para calentarse. A principios de 1946, el Tiergarten había sido talado hasta dejarlo reducido a tocones y sus estatuas permanecían en un desolado paisaje de barro congelado; al llegar el invierno de 1947, los bosques del célebre Grünewald ya habían sido completamente arrasados. Los montículos formados por la nieve que ocultaban los escombros de una ciudad arrasada por los bombardeos no podían ocultar el devastador legado del megalómano sueño que Hitler había concebido para Alemania. En Berlín, como una Cartago en ruinas, reinaba la de sesperanza y el frío, vencida, conquistada, ocupada.
El clima, cruelmente, hizo comprender la realidad material de la guerra fría, abriéndose paso en la nueva topograf ía de la Europa pos- Yalta, con sus territorios nacionales mutilados y sus poblaciones fracturadas. Los gobiernos de ocupación aliada en Francia, Alemania, Austria e Italia luchaban por atender a los trece millones de personas desplazadas, sin hogar o desmovilizados. El problema se agravaba con la continua llegada de personal aliado a los territorios ocupados. Cada vez más y más gente era sacada de sus casas, para unirse a los que ya dormían en vestíbulos, escaleras, sótanos y en los edificios destrozados por las bombas. Clarissa Churchill, invitada por la Comisión Británica de Control de Berlín, se sintió «protegida geográfica y materialmente del impacto del caos y la miseria existentes en la ciudad. Caminando en el cálido dormitorio de una antigua residencia nazi, tocando las sábanas rematadas con encajes, repasando los libros de sus estanterías; hasta estas sencillas experiencias me daban un cierto dejo del delirio del conquistador, que tras un breve paseo por las calles, o una visita a un piso sin estufa ni leña en la chimenea, se disipaba inmediatamente».
Fueron días de gran intensidad emotiva para los vencedores. En 1947, un cartón de cigarrillos americanos, que valía cincuenta centavos en las bases estadounidenses, costaba mil ochocientos marcos en el mercado negro, o ciento ochenta dólares al cambio oficial. Por cuatro cartones de tabaco, a este cambio, se podía contratar una orquesta alemana para amenizar la velada. Por veinticuatro cartones se podía comprar un Mercedes-Benz de 1939. Los precios más altos del mercado se pagaban por unos certificados a los que se llamaba «Penicilina» o «Persilscheine» (lava más blanco), que liberaban a su portador de cualquier conexión con los nazis. Ante esta catastrófica situación económica, un simple soldado de Idaho podía vivir como un moderno zar.
En París, el teniente coronel Victor Rothschild, primer soldado británico en llegar el día de la liberación como experto en de sactivación de explosivos, había reclamado la devolución de la casa familiar en la Avenue de Marigny, requisada por los nazis. Allí agasajó con los mejores champanes al joven oficial de inteligencia Malcolm Muggeridge. El mayordomo de la familia, que había seguido trabajando en la casa con los alemanes, comentó que nada parecía haber cambiado. En el hotel Ritz, requisado por el millonario agente de los servicios de información, John Hay Whitney, se alojó David Bruce, un amigo de F. Scott Fitzgerald de los tiempos de Princeton, que apareció con Ernest Hemingway y un ejército privado de liberadores, y que hizo un pedido al director de cincuenta martinis. Hemingway, quien durante la guerra, al igual que David Bruce, había trabajado en el servicio secreto americano, la Oficina de Servicios Estratégico, se instaló con sus botellas de whisky en el Ritz, y allí, aturdido por el alcohol, recibió a un nervioso Eric Blair (George Orwell) y a la más franca y directa Simone de Beauvoir, con su amante Jean-Paul Sartre (que bebió hasta no recordar nada de lo sucedido, y cuya resaca sí recordaría como la peor de su vida).
El filósofo y agente de inteligencia, A. J. Freddie Ayer, autor de Language, Truth and Logic, se dejaba ver en París, yendo de un lado para otro en un enorme Bugatti con chófer y con una radio del ejército. Arthur Koestler y su amante, Mamaine Paget, «se emborracharon como cubas» durante una cena con André Malraux, a base de vodka, caviar y blinis, balyk y soufflé sibérienne. También en París, Susan Mary Alsop, esposa de un joven diplomático estadounidense, organizó una serie de fiestas en su «preciosa casa llena de alfombras de Aubusson y buen jabón americano». Pero cuando salió de su casa, vio que todas las caras «tenían una expresión dura y parecían agotadas y llenas de sufrimiento. No hay comida en absoluto, excepto para los que la pueden pagar en el mercado negro. Las pastelerías están vacías -en los escaparates de los salones de té como Rumplemayer, se puede ver un magnífico pastel de cartón o una caja de bombones vacía, con un letrero que dice "muestra" y poco más. En uno de los escaparates de las tiendas del Faubourg Saint Honoré hay un par de zapatos con el letrero "piel auténtica" o "muestra", rodeado por cosas horrendas hechas de paja. Al salir del Ritz arrojé al suelo la colilla del cigarrillo, pero un caballero mayor, bien vestido, se abalanzó a recogerla».
Más o menos en el mismo momento, el joven compositor Nicolas Nabokov, primo del novelista Vladimir, estaba tirando al suelo una colilla en el sector soviético de Berlín: «Cuando me marchaba, una figura salió de la oscuridad a toda velocidad y cogió el cigarrillo que había arrojado».4 Mientras la estirpe de superhombres hurgaba en busca de colillas, leña o comida, las ruinas del búnker del Führer se dejaron sin señal alguna que delatase su presencia, y apenas fue advertida por los berlineses. Pero los sábados, los americanos de servicio en el gobierno militar exploraban con linternas los sótanos de las ruinas de la Cancillería del Reich en busca de exóticos hallazgos: pistolas rumanas, gruesos fajos de billetes medio quemados, cruces de hierro y otras condecoraciones. Uno de los saqueadores descubrió el guardarropa de señoras y cogió algunas insignias de latón con el águila nazi y la palabra Reichskanzlei grabada en ellas. La fotógrafa de Vogue, Lee Miller, antigua musa de Man Ray, posó totalmente vestida en la bañera del búnker de Hitler.
Pronto se acabaría la diversión. Dividida en cuatro sectores, y enclavada en un territorio dominado por los soviéticos, como la cofa de un barco en medio del mar, Berlín se había convertido en «traumática sinécdoque de la guerra fría». Haciendo ostentación de su trabajo en común en la Kommandatura aliada, para conseguir la «desnazificación » y la «reorientación» de Alemania, las cuatro potencias luchaban contra unos vientos ideológicos cada vez más fuertes, que mostraban la desolada situación internacional. «No sentía animosidad hacia los soviéticos -escribió Michael Jos selson, un oficial estadounidense de origen estonio-ruso-. En realidad yo era apolítico por aquel entonces, y así me fue mucho más fácil mantener excelentes relaciones personales con la mayoría de oficiales soviéticos que conocí ».6 Pero con la imposición de go biernos «amistosos» en la esfera de influencia de la Unión Soviética, los masivos juicios públicos y los cada vez más llenos gulags de la propia Rusia, este espíritu de colaboración fue sometido a una dura prueba. Al llegar el invierno de 1947, menos de dos años después de que los soldados americanos y rusos se abrazaran en las orillas del Elba, el abrazo se había convertido en gruñido.
«Mi conciencia política no despertó hasta después de que la política soviética se hiciese abiertamente agresiva, y cuando los relatos de las atrocidades cometidas en la zona de ocupación soviética se convirtieron en algo cotidiano... y cuando la propaganda soviética se hizo descarnadamente antioccidental», escribió Josselson.
Al cuartel general de la Oficina del Gobierno Militar de Estados Unidos se le conocía como OMGUS, que en un primer momento, los alemanes pensaron que significaba «autobús» en inglés, porque con esas siglas se habían pintado los autobuses de dos pisos requisados por los americanos. Cuando no estaban espiando a las otras tres potencias, los funcionarios del OMGUS se dedicaban a revisar en sus mesas de trabajo montañas de las omnipresentes Fragebogen, que todo alemán en busca de trabajo estaba obligado a rellenar, respondiendo preguntas relacionadas con su nacionalidad, religión, antecedentes penales, estudios, títulos profesionales, empleo y servicio militar, escritos y discursos, ingresos y bienes, viajes al extranjero y, por supuesto, la filiación política. La investigación de los antecedentes de toda la población alemana en busca de la más leve traza de «nazismo y militarismo» era una tarea tediosa, burocrática y, con frecuencia, frustrante.
Mientras que un conserje podía ser incluido en la lista negra por haber barrido los pasillos de la Cancillería del Reich, muchos de los industriales, científicos, administradores, e incluso oficiales de alta graduación al servicio de Hitler, eran calladamente reintegrados a sus puestos por las potencias aliadas en un esfuerzo desesperado para que Alemania no se derrumbase por completo.