Augusto Monterroso. Foto: Domenec Umbert

Diez años después de la muerte de Augusto Monterroso, tímido amigo de las cosas simples, Debolsillo edita 'El paraíso imperfecto. Antología tímida', que reúne los principales textos del mayor cuentista latinoamericano recogidos en dos bloques: sus cuentos, en los que reflexiona sobre la vida, el colonialismo e incluso la importancia de las vacas: y sus ensayos, de carácter más narrativo. Esta edición tiene la vocación de convertirse en una nueva antología canónica del autor y supone un homenaje a este refinado humorista. Un camino de ida y vuelta sobrr la obra del creador del género más breve de la literatura, el microrrelato, inmortalizado en 'El dinosaurio'.



A continuación pueden leer los cuentos 'El eclipse' y 'Estatura y Poesía'.




El eclipse

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y defi nitiva. Ante su ignorancia topográfi ca se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fi jo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confi aba en el celo religioso de su labor redentora.



Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrifi carlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fi n, de sus temores, de su destino, de sí mismo.



Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.



Entonces fl oreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.



-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.



Los indígenas lo miraron fi jamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confi ado, no sin cierto desdén. Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrifi cios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna infl exión de voz, sin prisa, una por una, las infi nitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.




Estatura y Poesía

Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.

Eduardo Torres

Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño. Ni mi padre ni mi madre fueron altos. Cuando a los quince años me di cuenta de que iba para bajito me puse a hacer cuantos ejercicios me recomendaron, los que no me convirtieron ni en más alto ni en más fuerte, pero me abrieron el apetito. Esto sí fue problema, porque en ese tiempo estábamos muy pobres. Aunque no recuerdo haber pasado nunca hambre, lo más seguro es que durante mi adolescencia pasé buenas temporadas de desnutrición. Algunas fotografías (que no siempre tienen que ser borrosas) lo demuestran. Digo todo esto porque quizá si en aquel tiempo hubiera comido no más sino mejor, mi estatura sería ahora más presentable. Cuando cumplí veintiún años, ni un día menos, me di por vencido, dejé los ejercicios y fui a votar.



De todos es sabido que los centroamericanos, salvo molestas excepciones, no han sido generalmente favorecidos por una estatura extremadamente alta. Dígase lo que se diga, no se trata de un problema racial. En América hay indios que aventajan en ese sentido a muchos europeos. La verdad es que la miseria y la consiguiente desnutrición, unidas a otros factores menos espectaculares, son la causa de que mis paisanos y yo estemos todo el tiempo invocando los nombres de Napoleón, Madero, Lenin y Chaplin cuando por cualquier razón necesitamos demostrar que se puede ser bajito sin dejar por eso de ser valiente.



Con regularidad suelo ser víctima de chanzas sobre mi exigua estatura, cosa que casi me divierte y conforta, porque me da la sensación de que sin ningún esfuerzo estoy contribuyendo, por defi ciencia, a la pasajera felicidad de mis desolados amigos. Yo mismo, cuando se me ocurre, compongo chistes a mi costa que después llegan a mis oídos como productos de creación ajena. Qué le vamos a hacer. Esto se ha vuelto ya una práctica tan común, que incluso personas de menor estatura que la mía logran sentirse un poco más altas cuando dicen bromas a mi costa. Entre lo mejorcito está llamarme representante de los Países Bajos y, en fi n, cosas por el estilo. ¡Cómo veo brillar los ojos de los que creen estarme diciendo eso por primera vez! Después se irán a sus casas y enfrentarán los problemas económicos, artísticos o conyugales que los agobian, sintiéndose como con más ánimo para resolverlos.



Bien. La desnutrición, que lleva a la escasez de estatura, conduce a través de ésta, nadie sabe por qué, a la afi ción de escribir versos. Cuando en la calle o en alguna reunión encuentro a alguien menor de un metro sesenta, recuerdo a Torres, a Pope o a Alfonso Reyes, y presiento o casi estoy seguro de que me he topado con un poeta. Así como en los francamente enanos está el ser rencorosos, está en los de estatura mediana el ser dulces y dados a la melancolía y la contemplación, y parece que la musa se encuentra más a sus anchas, valga la paradoja, en cuerpos breves y aun contrahechos, como en los casos del mencionado Pope y de Leopardi. Lo que Bolívar tenía de poeta, de ahí le venía. Quizá sea cierto que el tamaño de la nariz de Cleopatra está infl uyendo todavía en la historia de la Humanidad; pero tal vez no lo sea menos que si Rubén Darío llega a medir un metro noventa la poesía en castellano estaría aún en Núñez de Arce. Con la excepción de Julio Cortázar, ¿cómo se entiende un poeta de dos metros? Vean a Byron cojo y a Quevedo patizambo; no, la poesía no da saltos.



Llego a donde quería llegar.



El otro día me encontré las bases de unos juegos florales centroamericanos que desde 1916 se celebran en la ciudad de Quetzaltenango, Guatemala. Aparte de la consabida relación de requisitos y premios propios de tales certámenes, las bases de éste traen, creo que por primera vez en el mundo, y espero que por última, una condición que me movió a redactar estas líneas, inseguro todavía de la forma en que debe interpretarse. El inciso e) del apartado «De los trabajos» dice:



e) Debe enviarse con cada trabajo, pero en sobre aparte, perfectamente cerrado, rotulado con el pseudónimo y título del trabajo que ampara, una hoja con el nombre del autor, fi rma, dirección, breves datos biográfi cos y una fotografía. Asimismo se suplica a los participantes en verso enviar, completando los datos, su altura en centímetros para coordinar en mejor forma el ritual de la reina de los Juegos Florales y su corte de honor.



Su altura en centímetros.



Una vez más pienso en Pope y en Leopardi, afi nes únicamente en esto de oír (con rencor o con tristeza) pasar riendo a las parejas normales, en las madrugadas, después de la noche del día de fi esta, frente a sus cuartos compartidos duramente con el insomnio.