Betina González. Foto: Daniel Mordzinski
El pasado mes de noviembre, Betina González ganó el VIII Premio Tusquets Editores de Novela por 'Las poseídas', en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Esta "novela de iniciación", en palabras de la propia autora, fue galardonada por su capacidad de "recreación poco complaciente del despertar sexual de la adolescencia y su actitud desafiante ante la herencia de los adultos", según el fallo del jurado. La historia gira en torno a Felisa Wilmer, una joven que ingresa en un colegio religioso de Buenos Aires recién llegada de Londres. Su actitud rebelde pronto la convierte en el centro de atención. Pero pronto se descubre que su carácter excéntrico y sus impulsos suicidas están muy relacionados con las personas de su entorno.A continuación se pueden leer las primeras páginas de 'Las poseídas'.
-Me voy a matar.
Felisa me miró a los ojos y, como todo el mundo, no vio nada en ellos. No éramos amigas. No entendí por qué me hacía cómplice de su plan, si es que de verdad tenía uno. Opté por el humor.
-Esperá unas semanas porque si no nadie se va a enterar. Para dramas, alcanza con el de la hermana Silvia.
Quise sonar graciosa, pero las palabras pesaron en el aire del baño, se enroscaron en el humo de nuestros cigarrillos y dieron de lleno en los ojos de Felisa, que se hicieron más chicos: dos dardos negros, de realeza ofendida.
-No me creés.
-Todas nos queremos matar en algún momento.
-Todas.
No fue una pregunta ni afirmación. Pero me hizo sentir idiota. Yo nunca había pensado seriamente en matarme; mi teatro de sufrimiento semanal no iba más allá de un cuarto cerrado para llorar con música dark a todo volumen. Cuando estaba por confesarlo, Felisa aplastó el cigarrillo contra la pared, bajó las piernas, que en el camino rozaron las mías (las suyas estaban ásperas de tanto afeitado al ras), y se levantó de golpe.
-Ya vas a ver. -Se acomodó la túnica (así le llamábamos al uniforme azul de tres tablas con el que teníamos que disimular nuestro desarreglo hormonal) jugando con el cinturón hasta que el ruedo apenas le tapó el culo. Por la ventana, llegaban los gritos del recreo. Las carreras de las más chicas. El rebote de una pelota. Risas. El ruido desorientado y gris que hacíamos todas juntas.
Felisa estaba ahora parada frente al espejo. Le dedicó sólo unos segundos a su cara. Lo suficiente para recargar de negro sus pestañas. Tal vez eso le valdría una amonestación o una visita a la rectoría. En esa época las escuelas todavía se especializaban en la contabilidad punitiva, notas pacientes en una libreta que te acercaban cada vez más al borde de la expulsión. Nadie sabía bien qué había del otro lado. Allí empezaba un mundo de días llenos, cada uno igual a sí mismo, salvaje en su acelerado acontecer, tan diferente del mundo suspendido del colegio, de esas cinco o seis horas diarias de inútil familiaridad. Pensarlo mareaba. A pesar de todas nuestras quejas de la escuela, sabíamos que del otro lado sólo existía la vida en caída libre. Un mundo de chicas guarras, drogadictas o madres solteras, putas o esquizofrénicas que se habían vuelto legendarias y circulaban desde ese otro lado como fantasmas seductores. Yo prefería las seis horas diarias de vida retardada, preparatoria. «La semilla contiene ya el secreto de la flor», habría dicho la madre Imelda.
Una cosa era segura: a mí no me interesaba estallar antes de tiempo en maravillosa mujercita. No tenía cuerpo. No tenía alma. Lo único que me importaba era la vida de la mente y sus preciosos acontecimientos. Vivía en ese mundo de palabras afiladas, de libros viejos que (yo creía) me contagiaban su antigüedad y su hermetismo, le daban un aire trágico, una aureola de clara justificación a mis desastres de peluquería, a la vulgaridad de mi familia y a la ropa comprada en tiendas de segunda. Las expulsadas no me parecían ni especiales ni legendarias: para mí no había nada más estúpido que esa aceleración hacia el misterio del cuerpo y sus opacidades que con tanta facilidad se revelaban, si una era inteligente. «No hay que quemar etapas », sentenciaba la hermana Patricia, cerrando un poco sus ojos todavía jóvenes a pesar de la teología. Le encantaba intercalar una o dos frases de pseudopsicología en sus clases de catequesis, hablar de «zonas erróneas», de «roles» y de «complejos» que tan bien enlazaban con el Cantar de los Cantares o los sacrificios de santa Clara. Creía que los manuales de psicología adolescente, con su jerga de sobrentendidos y conjuros para peligros hormonales, la acercaban a nosotras. «Quemar etapas» era uno de sus favoritos. Esa imagen, que seguramente para ella sugería un reguero de pólvora con su llama hambrienta de cuerpos y vergas asesinas, una llama que a su paso dejaba futuros carbonizados, niñas desfloradas y valles de lágrimas trocados en podredumbre, comulgaba con frases de invalorable sabiduría popular (como esa de la copa medio llena o medio vacía). La hermana Patricia había creado sus propios emblemas y alegorías, y con ellos se alejaba cada vez más de la ortodoxia religiosa. A veces, sus explicaciones rozaban la herejía. Como muchas chicas de la escuela -aunque seguramente sin admitirlo conscientemente- ella también merodeaba los bordes.
Y eso la acercaba más a algunas de nosotras que toda su jerga psicoanalítica. A mí no. A mí la túnica me llegaba reglamentariamente hasta las rodillas. No veía a nadie fuera de la escuela y me temblaba la voz cada vez que me tocaba iluminar el salón con la respuesta correcta (nunca, nunca hay que subestimar el poder de quedarse callada). Mi propia inteligencia me avergonzaba, como si fuera un defecto de nacimiento, una discapacidad que me señalara.
No me interesaban las fiestas de las otras en el colegio de varones ni sus rebeliones de las siete y cuarto de la mañana, cuando recién salidas del coche de sus madres, en vez de entrar a la escuela, enfilaban hacia la playa de Olivos a tomar el sol semidesnudas para mayor regocijo de los villeros de la zona. Ni siquiera tenía curiosidad por sus proezas físicas, un rubro que para mí incluía tanto a las atletas como a las Iniciadas: mientras unas sacrificaban los recreos al perfeccionamiento de tirabuzones, verticales y rondeaus, las otras se congregaban en grupitos donde intercambiaban impresiones sobre sus orgasmos y las mejores formas de chupar, lamer y sacudir para llegar intactas al matrimonio. Años después descubriría que la mayoría mentía o repetía historias que había oído a sus primos o a sus hermanos.
El silencio y los libros me habían hecho ganar cierta inmunidad no exenta de desprecio. Una especie de derecho a la invisibilidad, como el de los sirvientes. Podía asistir a esas conversaciones sin que nadie me interpelara ni se preocupara por que fuera a escandalizarme o a repetir sus hazañas frente a las monjas de la escuela.
Esa predilección por el silencio era lo único que Felisa y yo teníamos en común. Todo en ella era extraordinario. Desde el pelo largo y grueso, negro con reflejos colorados, que parecía no lavar ni peinar nunca, hasta su voz grave, perturbadora. O quizás deba decir sus muchas voces. Todas graves. Todas perturbadoras. Claro que entonces, encerrada en esa vida de la mente con la que me convencía de que mi inadecuación era obvia superioridad, yo no estaba muy equipada para percibir (mucho menos para comprender) la singularidad de Felisa. Lo mismo le pasaba al resto de las chicas. Intuían la diferencia e incluso las asustaba. Pero no habrían podido ponerla en palabras. Ése era el efecto que producía Felisa Wilmer.
Recién había llegado al colegio en ese cuarto año. Eso ya la distinguía. No había sufrido con nosotras las humillaciones del primero, ni el limbo del segundo, ni las fiestas del tercero. Las novedades y los ri tos de pasaje ya habían quedado atrás, una colección de «primeras veces» con la que cada cual adornaba su memoria minúscula, hecha de imágenes que nada convocaban más que la pura intensidad de la falta; una memoria preparatoria, compuesta de cartitas entregadas en los recreos, corpiños a estrenar y fiestas donde los chicos se quedaban todo el tiempo en fila contra la pared, obstinados en guardar su masculinidad para mejores años.
Felisa llegó cuando nuestro juego de odios y lealtades era tan complicado que ya no tenía lógica, ni reglas, ni descanso. En el grupo de las Iniciadas, Marisol Arguibel reinaba con su divino nombre y una belleza premeditada, indiscutible. Las que no la querían (y, todavía más, las que la idolatraban) hablaban de su pelo de muñeca, agotado de tantas permanentes, tinturas y planchitas, de la cantidad de horas que pasaba en el gimnasio, o de su bronceado artificial, de barbie californiana. Pero bastaba caminar con ella a la salida de la escuela para que todas las dudas se dispersaran. Siempre había grupos de chicos esperándola.
Además, contaba con el atractivo adicional de sus tres hermanos mayores. Las plebeyas, rendidas ante la evidencia, no podían más que imitarla. Como esas barbies baratas que sólo se parecen a la original cuando están vestidas; esas chicas pronto revelaban el crudo mecanismo de sus articulaciones. Las copias de Marisol aparecían en la escuela con el mismo esmalte de uñas, un peinado similar o los mismos anillos; incluso sin quererlo, hablaban con la misma entonación, esa musiquita prepotente con la que ella componía naturalmente sus oraciones; un tono que no importaba cuánto se imitara, sólo se lograba luego de generaciones y generaciones de estancieros, decenas de Remedios y Merceditas, rugbiers y políticos sin doctrina que se hundían en el árbol genealógico de la Patria. Igual que las reinas, Marisol todo lo recibía como un tributo y disfrutaba variando cada semana el capricho de su belleza. Las demás respondían como podían, reafirmando con su fiebre camaleónica el poder de la elegida. No había nada peor que ser una de ellas.
En el otro extremo, estaban las católicas convencidas, las que tocaban la guitarra en misa y suspiraban por los seminaristas que a veces llegaban a la escuela para dar clases especiales (la prueba, obviamente, era toda para ellos). No todas esas chicas eran feas, aunque es verdad que había muchos casos de acné desconsolado, narices desproporcionadas y kilos de más.
Eso no explicaba a Valeria Fresatti, lo suficientemente linda, flaca y alta como para ser modelo si alguien le hubiera enseñado a caminar. Lo hacía como si su cuerpo se negara a despegarse del piso, como si luchara a cada paso por controlar sus piernas. Era mucho mejor imaginársela en un hábito. Algo que la hubiera mejorado, resaltando la blancura de su piel y los ojos castaños casi translúcidos, listos para recibir visiones.
«Hay virginidades de larga inteligencia.» Si los padres fueran sinceros en la percepción de sus hijos sin gracia, sobre todo de sus hijas, no dudarían en enviarlos a una escuela católica. La Iglesia ha cumplido y cumple esa función social con eficiencia: la de retirar del mundo esas catástrofes de la femineidad, protegiéndolas, cultivando con paciencia el milagro de la floración. Se me ocurre que ése es el mejor argumento para justificar la existencia de colegios como el Santa Clara de Asís. Más de una carrera exitosa ha comenzado con esa temprana negación del cuerpo y la inversión de los mejores años en rigurosas disciplinas que luego encuentran mejores causas.
Si hubiera sido un poco más hipócrita, yo también habría encontrado consuelo en el grupo de las místicas. Pero tenía las tetas demasiado grandes. El atractivo me descalificaba. Había que ser etérea o decididamente esférica para que te admitieran por derecho natural. Cualquier insinuación de la forma femenina era interpretada como un insulto o una broma de mal gusto. De todos modos, las Hijas de la Luz me hubieran aburrido pronto. Ni siquiera se interesaban por los misterios de la fe. No debatían a san Agustín ni pasaban sus horas en el jardín de Marsilio Ficino. Nada de transfixión o de llagas redentoras. La Iglesia les ofrecía una tabla de salvación como cualquier otra y ellas la abrazaban sin ningún esfuerzo ni cuestionamiento. Es fácil imaginarlas ahora abrazadas al botox, la homeopatía o la reproducción como antes a Cristo, san Francisco o la Virgen de Fátima.