José Varela Ortega

José Varela Ortega analiza en 'Los señores del poder y la democracia en España: entre la exclusión y la integración' (Galaxia Gutenberg) la Historia de España desde la invasión francesa hasta la democracia, deteniéndose en la Restauración, la dictadura de Primo de Rivera y la Guera Civil. El autor analiza los diferentes sistemas políticos que se instalaron en nuestro país y los grandes debates historiográficos en torno a ellos. El papel de los militares con la política, una constante desde la República romana, se configura como una tipología del pronunciamiento, acompañado por algunos políticos profesionales que ambicionaron el poder por encima de todo.



A continuación se pueden leer las primeras páginas de 'Los señores del poder y la democracia en España: entre la exclusión y la integración'.




Una explicación a modo de introducción

De un homenaje, por tardío no menos sentido ni merecido, al Profesor Santos Juliá, así, en efecto, nace este ensayo: de que no llegué a tiempo de su Festschrift. Luego, lo que debía haber sido un artículo, se convirtió en el libro cuyas páginas abre el lector. En realidad, un ensayo -no podría ser otra cosa, en virtud de la variedad de temas que trata y periodos que recorre. Y como tal debe entenderse. No es, pues, un trabajo de investigación sistemático, por más que haya un acopio, a veces considerable, de fuentes primarias. Ni lo pretende. En definitiva, se trata de dar vueltas alrededor de las muchas preguntas y sugerencias que, de palabra y por escrito, nos ha formulado Santos Juliá durante tantos años, sin que por ello se le convierta en víctima inocente de reflexiones que me son propias.



Estas líneas están también extraídas de -y orientadas por- un trabajo de mayor aliento y amplitud, que pretende observar la política desde la perspectiva de los (señores) empresarios o profesionales del poder. Una idea que me asaltó a raíz de algunas preguntas provocadoras de Javier Zarzalejos en torno a políticas de exclusión. Se trata de un enfoque que rastrea el origen y destino del sistema democrático en un acuerdo de reglas fijas para resultados inciertos que, a veces, renace de experiencias traumáticas, pero aleccionadoras -para tomar prestada una reflexión de Prieto. Porque, aseguraba Hayek, los pueblos aprenden del desastre producido por sus errores, mucho más que [de] la prosperidad -escribía Cánovas de la misma guisa. Una idea que, al parecer, también expresó Carlos Pellegrini en la Argentina por la misma época -me sopló mi maestro, y sin embargo amigo, Ezequiel Gallo- si bien articulándola de manera inversa, aunque no menos contundente: según el fundador del Jockey Club -y de su biblioteca- las épocas de bonanza son peligrosas, a los efectos que hablamos, porque la gente, empezando por los políticos, se encuentran con recursos ingentes para financiar disparates.



En mucho de la Europa que vivimos no se requiere de mayor aparejo para compartir la citada aseveración. Y, si limitamos la ambición genérica del sujeto, reduciendo lo de «pueblos» que propone Hayek a algunos políticos profesionales en determinados contextos, que, víctimas de sus propios excesos, rectifican y reflexionan, quizá podamos articular una propuesta funcional interesante. Seguramente, Sagasta era un ejemplo de ello cuando, escribió que una política de exclusivismo e intransigencia no puede terminar más que por catástrofes. La reflexión del político liberal debía llegarle de largos años de amargas experiencias, cárcel, persecuciones y... exilios, para evitar males mayores, como el que se cumpliera alguna de las condenas a muerte que pesaban sobre la cabeza del otrora fogoso revolucionario e impenitente conspirador.



Ahora fruncimos el ceño ante las noticias de revoluciones islámicas que comienzan su itinerario en libertad pero acaban imponiendo la Sharia. Y con razón, desde un punto de vista de la democracia en versión occidental. Pero olvidamos demasiado pronto que el tránsito a lo que mayoritariamente consideramos hoy la modernidad política no fue un itinerario corto ni apacible en nuestras sociedades occidentales. Basta releer algo sobre la Inglaterra del seiscientos para matizar severamente nuestro etnocentrismo. Les emigrés no son sólo figuras de la literatura de memorias de los aristócratas franceses, fino il settecento. Prácticamente, desde la frustrada fuga de Varennes (1791) -y hasta entrada la III República francesa (1880)- los exiliados son un tipo social recurrente en el paisaje político y cultural de la Europa continental. Y no sólo en España.



Durante mi estancia en El Colegio de España en París apadriné -y algo contribuí también- un trabajo sobre los exilios españoles en Francia. El propósito de la colección de episodios que pueblan el citado libro no es la emigración económica que, desde mediados del ochocientos poblaba la llamada Petite Espagne del barrio de Saint Denis. Dicha colección de ensayos se centra, por el contrario, en la historia del destierro, del exilio político español en Francia desde principios del xix: los trabajos, aventuras, venturas y desventuras -que de todo hubo- de los refugiados políticos españoles en la nación vecina.



Se trata, en suma, de una serie de historias de vida, de grupos e individuos muy heterogéneos, de épocas diversas e ideas distintas, procedencias y educación, orígenes sociales y situación económica muy diferentes. Martínez de la Rosa tenía muy poco que ver con los cabecillas carlistas que cruzaron la frontera de Valcarlos con el Pretendiente en 1840. Sagasta, un ingeniero progresista que conspiraba en las afueras de París en 1867, no se parecía mucho a los encopetados títulos del Partido Moderado, como Cheste o Valmaseda, que le sustituyeron en el destierro tras la Gloriosa (1868). El exilio de Isabel II en París fue coetáneo del de Ruiz Zorrilla, pero ambos nada tenían en común; como medio siglo después, muy poco emparentaba a Unamuno y sus conspiraciones inocentes desde el café de La Rotonde, en el bulevar Montparnasse, con las actividades violentas de anarquistas como Durruti.



Los propósitos y, desde luego, ocupaciones y métodos, de unos y otros también eran muy distintos. Calzado era un banquero republicano que ayudaba, pero también especulaba, con la revolución, mientras Salmerón daba clases en la Sorbona y Castelar pronunciaba conferencias. Eran actividades diversas, aunque no del todo incompatibles. Pero todas ellas completamente opuestas a los trabajos revolucionarios del general Lagunero, a quien la policía francesa sorprendió -a pesar de su nomme de guerre (Joaquín Leal)- en el hotel Calvados, rue Ámsterdam n.° 20, de París, con un alijo copioso de armas1 -lo mismo que les ocurriría a algunos pistoleros anarquistas en los años veinte del siglo pasado. Todos eran exiliados. Pero algunos eran conspiradores, profesionales de la violencia, cuyas actividades estaban tipificadas en el código penal de cualquier país occidental. Mientras, otros huían de la persecución política y buscaban refugio en Francia. No es lo mismo. Sin embargo, unos y otros, conspiradores y refugiados, tenían en común la tragedia que suele escoltar al exilio: el desgarro del extrañamiento, el drama del desarraigo, la desorientación ante lo desconocido, el arcano de una lengua diferente, la extrañeza de otras costumbres; con frecuencia, el rechazo de la xenofobia, la humillación del diferente, las penalidades para subsistir...



Y la nostalgia de la patria negada: un sentimiento que los nacidos tras la posguerra -no digamos, las generaciones actuales de Erasmus- tenemos que esforzarnos por comprender. A quienes crecimos ya en el trepidante desarrollo de los años sesenta, nos iniciamos con la Reivindicación del conde don Julián y el gusto por las Letters de Blanco White, pudimos vivir muchos años fuera sin sentir esa angustia del «trasterrado», que decía Gaos. Y quizá porque podíamos regresar à volonté, nos cuesta imaginarnos ese componente psicológico del exilio. Pero debemos tratar de representarnos ese sentimiento que llevaba al Profesor Casalduero a considerar al Cid como ejemplo del primer exiliado2, o a los refugiados republicanos en México -no obstante la generosidad de la acogida y su éxito personal, profesional, y hasta social y económico- a no hacer otra cosa, como alguno de los personajes de Max Aub, que hablar de la «pérdida de España», tener las maletas siempre preparadas o, como Prieto, ir al aeropuerto local a ver aterrizar aviones de Iberia.



El destierro, pues, ha sido, en general, interiorizado por sus protagonistas como un drama. Si fue así, bastaría el título -y, sobre todo, las fechas- del trabajo de Marie-Catherine Talvikki Chanfreu, «Espagnols en territoire français de 1813 à 1971», para recibir el impacto de una tragedia que se extiende por buena parte de los siglos xix y xx1. En la Fundación José Ortega y Gasset-Gregorio Marañón se custodia, por deseo y gentileza de su vicepresidente, Gregorio Marañón Bertrán de Lis, una colección de papeles que sus abuelos, don Gregorio Marañón Posadillo y doña Dolores Moya, fueron recogiendo entre 1936 y 1939, durante su exilio parisino. Una simple ojeada al índice del trabajo produce la misma sensación de vértigo y melancolía. El repaso del citado índice, y la lectura de los ensayos aludidos, reflejan otro hecho muy destacable; a saber: que desde principios del xix y hasta la muerte del general Franco en 1975, todos los colores políticos están representados en el exilio.



La afirmación con que cerrábamos el párrafo anterior es un hecho que nos conduce a una primera conclusión inevitable, a la par que incontestable: durante largos periodos, entre 1813 y 1975, los políticos españoles se exiliaban unos a otros. Un panorama, por cierto, presente de tiempo inmemorial y no muy distinto del que, al parecer, existió en la Grecia pre-democrática, entre los siglos vii y vi, antes de nuestra era, en que los autócratas o «tiranos» se sucedían unos a otros en el exilio y el poder2. Así pues, como más que de ciudadanos de a pie el asunto va de políticos, me propongo observar el fenómeno desde su punto de vista: el de los señores del poder, en otro tiempo; de los políticos profesionales o empresarios del poder, en la edad contemporánea.



Que los profesionales productores y acaparadores del poder padecieran los excesos de su propia soberbia e incontinencia no debiera producirnos gran desasosiego. De hecho, la democracia clásica inventó el ostracismo como un juicio de intenciones para apartar de la ciudad a los políticos sospechosos de «tiranía». El ostracismo y sus efectos, aun cuando inimaginable en un sistema garantista como el nuestro, nos conduce a la constatación de algunos hechos fascinantes para el hilo y madeja de nuestra historia. En primer lugar, con el ostracismo los clásicos establecen una relación dialéctica entre poder arbitrario y cambio violento, exilio y democracia. En segundo lugar, el ostracismo fue una manera, todo lo injusta que se quiera a nuestros ojos, pero una forma de evitar los viejos conflictos violentos entre familias aristocráticas; en definitiva, un instrumental democrático para cercenar de raíz ambiciones autocráticas, controlando y reduciendo el exilio a políticos individuales, pero sin implicar a un número crecido de seguidores que pudieran reproducir el ciclo político catastrófico de la stásis pre-democrática: autocracia-exilio-revolución1. De esta suerte, el destierro reducido y singularizado de políticos -y sólo de ellos- se perfila, a un tiempo, como la consecuencia histórica de un poder arbitrario y descontrolado, la condena preventiva de un delito de tiranía y la prevención de stásis, reduciendo el destierro a determinados señores del poder para evitar que arrastraran al exilio a sus correligionarios y numerosos ciudadanos simpatizantes.



En el mundo moderno -en que nos protegen derechos fundamentales, con garantías individuales que excluyen juicios de intención, salvedad hecha de los mediáticos- sin expulsión de grupos crecientemente numerosos de ciudadanos, consumidores de voto y derechos. Así lo corroboran las interminables columnas de refugiados dirigiéndose a la frontera francesa al final de la Guerra Civil, proyectando escenas desgarradoras -que ilustran y se resumen en la fotografía terrible del niño cojo, apoyándose en una muleta, y la cara medio barbada, macilenta y demacrada de Antonio Machado- cuyo final de capítulo, y comienzo del exilio, son las escenas estremecedoras -escribía Azaña- «de los gendarmes y los senegaleses, dando caza al español fugitivo », hasta terminar en los campos de concentración de Saint Cypriens, Le Vernet, Arlés y Bacarés, entre otros: en la primavera de 1939, la población de refugiados hacinada en los campos franceses al aire libre alcanzaba la cifra de 236.000 personas.



Al parecer, pues -y formulado en jerga de politólogos- demasiados regímenes y sistemas políticos españoles de la edad contemporánea confundían competencia con pendencia, generando una reducida capacidad de integración. La pregunta inevitable reaparece al doblar esta esquina del discurso: ¿es el caso español una rareza en el contexto occidental?; ¿o, más bien, el desarrollo de sistemas integradores también es en muchos otros lugares penoso, prolongado y complejo? A los efectos, quizá fuera pertinente recordar que John Locke, uno de los padres del liberalismo y la tolerancia, falleció en su exilio holandés.



La otra cara de la cuestión, que también resulta intrigante, al tiempo que ilustrativa, es la de los orígenes, características y peculiaridades que presentan los sistemas representativos con alta capacidad de integración. Porque esos periodos de integración, en lugar de expulsión, existen fuera, pero también dentro de España: de hecho, los sistemas de integración, que también son importantes y prolongados -y en los que debemos buscar una explicación de su éxito, no menos que del fracaso de los otros- se localizan en determinados periodos de la época isabelina, en los primeros años del Sexenio y durante la Restauración, a comienzos de la II República y, sobre todo, en el prolongado periodo actual abierto por la Transición.



El problema es que estos sistemas de integración, que se alimentan de una cultura de moderación, de la idea de que las cosas en general, y la gobernación, en particular, tienen límites y medida -díke y metrón, que decían los antiguos- sistemas que se nutren de la aceptación del pluralismo y la tolerancia de lo diverso, son -la idea es orteguiana- un artilugio de la cultura; es decir, artificiosos, ya que no artificiales: en suma -y en palabras de Ignace Lepp- «una conquista sobre la naturaleza», sumamente funcional1. Pero difícil de lograr. Porque la democracia -escribió Edgar Allan Poe, que la celebraba- is an unnatural system, en cuanto que la primera inclinación de toda la humanidad -nos asegura Hobbes con énfasis- es un perpetuo e incansable deseo de conseguir poder. Se entiende que poder sobre otras personas: a decir de Max Weber, «la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social». A los efectos -nos recuerda Marina3- los escolásticos distinguían entre «poder monástico» (o solitario) y «poder político», que domina a otros y que es propiamente el referente de este ensayo. Y, en este sentido, parece que lo «natural» es menos la moderación que la tendencia a lo absoluto: porque -la reflexión es de Adam Smith- a los productores (de bienes) no les gusta el mercado, la concurrencia de, y competencia con, otros actores. Tienden al monopolio. De igual modo, se diría que a los políticos profesionales, productores de poder, tampoco les gusta la oposición: tienden al poder absoluto, a la hegemonía, cuando no a la omnipotencia. Y, desde luego, su oficio consiste en maximizar poder.