Foto: Gonzalo Arroyo

Anagrama, 2013. 392 pp. 19'90 e.



A la Universidad le pasa como a la filosofía, en el sentido de que el cuestionamiento de sí misma y la autoexigencia son parte constitutiva de su ser. Quienes opinan así de ella, como es el caso de los editores de este volumen, no se extrañan de que cierta dosis de insatisfacción acompañe habitualmente a la valoración de sus resultados. Esto no tiene por qué suponer una razón para el desaliento, sino un acicate para la mejora constante. ¿Por qué, sin embargo, tantos catedráticos eminentes de la Universidad española, sin dejar de mantener una presencia activa en el ámbito cultural, han decidido acogerse a jubilaciones anticipadas y abandonarla, mostrando su desapego respecto a la que antaño fuera para ellos alma mater?



La constatación de este hecho sorprendente motiva este libro. Sus editores, Jesús Hernández, Álvaro Delgado-Gal y Xavier Pericay, intelectuales con un sólido bagaje académico, detectan aquí un síntoma que no responde ya al patrón de la crítica nacida del perfeccionismo, sino a la pura y simple desafección ante un estado de cosas donde la Universidad, cercada y acosada por una marea de requerimientos externos que la desnaturalizan, se ha ido convirtiendo en un lugar donde priman los intereses políticos y burocráticos sobre los científicos, y donde cada vez resulta más ingrato y difícil enseñar -porque la inanidad pedagógica del "aprender a aprender" sin contenido se impone- e investigar -porque un formato estandarizado de ciencia aplicada, meramente cuantitativo, se extiende sin matiz a las distintas disciplinas. Para analizar esta situación de "naufragio", el volumen reúne los testimonios y reflexiones personales de algunos de esos catedráticos, junto a los de otros que siguen en activo: Miguel Ángel Alario, Roberto Blanco, Frances de Carreras, Fernando Checa Cremades, Antonio Fernández-Rañada, García Gual, García Olmedo, Román Gubern, Emilio Lamo de Espinosa, Amable Liñán, Jordi Llovet, Miguel Morey, José Luis Pardo, V. Pérez Díaz, Manuel Pérez Ledesma, Leonardo Romero Tobar, Francisco Sosa Wagner y Gabriel Tortella.



El resultado es un diagnóstico clarividente de la situación de la Universidad española, sin concesiones a la autocomplacencia o a las jeremiadas. La mayoría de los autores expresa su rechazo a la deriva iniciada por el Plan Bolonia y muestra su malestar ante lo que significa ahora la universidad para la sociedad, pero sin ofrecer versiones alicortas de un panorama tan sumamente complejo. Se reconocen los logros obtenidos en cuanto a democratización de la vida académica y mejora de la actividad científica en la Universidad postfranquista, máxime cuando se ha sabido responder a esos retos en circunstancias de rápida masificación y, como siempre, de escasa financiación. Pero, por otra parte, tampoco se ahorran críticas a diversos elementos negativos que acompañan a su configuración presente: excesiva burocratización, falta de planificación general en el diseño del mapa de universidades y titulaciones, opacidad de las agencias de evaluación, endogamia, tendencia al corporativismo y a la sindicalización en los órganos de gobierno, escasa preparación del alumnado, predominio de un chato modelo educativo que, anteponiendo habilidades a contenidos, imposibilita el saber mismo, etc.



Con la lógica discrepancia en cuestiones puntuales, es llamativo el alto grado de coincidencia en las líneas fundamentales de estas aportaciones. Prolongando una línea de pensamiento crítico que se remonta a Giner de los Ríos, pasa por Ortega y llega hasta Latorre, constituyen una profunda radiografía del sistema universitario español, alejada de planteamientos sesgados y juicios de intención. Tampoco se elude la cuestión de hasta qué punto cumple hoy la Universidad aquella misión cultural que el planteamiento orteguiano le asignó como su cometido esencial. Porque la pregunta crucial sigue siendo ésta: ¿qué se quiere que sea la Universidad? ¿Un instituto de enseñanza postsecundaria orientado al mercado laboral?



La autonomía universitaria sólo tiene sentido en la medida en que la institución no dimita de su labor de formación moral e intelectual de la sociedad y se resista a transformarse en un mero agregado de institutos politécnicos, adornado por una folclórica oferta de espectáculos culturales. Quienes defienden que el lugar de la Universidad es el de un espacio para la publicidad del pensamiento y el ejercicio de la crítica, para la oferta pública de ideas y conocimientos técnicos antes que de empleo, saben que ese modelo de universidad como servicio público coherente con los ideales de libertad e igualdad de oportunidades responde a lo mejor del espíritu moderno e ilustrado, como recuerdan Morey, Pardo, García Gual o Llovet, entre otros; y saben también que este modelo discrepa seriamente del estrecho concepto de modernización que hoy se quiere aplicar en aras de una presunta mejora de su eficacia y rentabilidad. Ni Bolonia ni la crisis justifican tan severa agresión al sistema público de educación superior.



Puede que la Universidad no haya sabido contar a la sociedad todos sus logros; ni explicar suficientemente que sin apoyo a iniciativas como el Programa Erasmus o los Campus de excelencia se lastra la movilidad de estudiantes y profesores; puede que ella misma no haya comprendido hasta tarde que una Bolonia a coste cero sólo aporta un indeseable formalismo pedagógico y un papeleo insufrible: tiempo académicamente estéril; puede que no haya sabido deshacer con eficacia la falsa imagen que se ha proyectado de ella, a menudo de modo interesado, cada vez que un gobierno preparaba un nuevo cambio normativo. Pero la Universidad no es gasto, sin más: es motor de crecimiento e inversión de futuro para el país. Tampoco es cierto que sea ineficiente, ni deficitaria en muchos casos. Sí es verdad, en cambio, que hoy se ve asfixiada económicamente, porque sigue sin estar entre las prioridades políticas de nuestros gobernantes. Emilio Lamo de Espinosa insiste en el problema de la captura administrativa de las universidades por parte de las comunidades autónomas y su dependencia presupuestaria, un problema que requiere urgente solución y una voluntad política hasta ahora flotante en el reino de las buenas intenciones.



Resultan, pues, hipócritas las exigencias de eficacia y calidad que los gobernantes demandan de una institución cuando destinan recursos públicos tan escasos a ella. Al margen de la discutible referencia que suponen los invocados rankings internacionales, es inconcebible que en condiciones de financiación tan desiguales entre las universidades con puestos de privilegio en dichos rankings y las españolas pueda esperarse una mejora sustancial de estas últimas.



Algunas de las propuestas que se desprenden de estas consideraciones, realizadas sine ira et studio por universitarios que saben de lo que hablan, merecen tanta atención como otras recomendaciones de expertos: necesidad de un gran pacto de Estado entre los partidos políticos, a fin de evitar los continuos vaivenes del marco regulador de nuestras universidades, y garantía de financiación estable y suficiente, con una ley de acompañamiento económico al principio de la autonomía universitaria. Son las asignaturas pendientes, no de la institución como tal, sino del país. Está por ver si se trata de hacer que la Universidad cumpla con la misión que le corresponde o se trata tan sólo de seguir apretando el cerco.