Soir Blue, de Hopper (1914)

La escritora canadiense, una de las voces más originales y libres del panorama narrativo universal, publica 'Mi vida querida' (Lumen), la narración de cómo algunas mujeres se liberan del peso de su educación y hacen algo poco convencional, sin importarles las consecuencias inevitables mientras trafican con la duda, el dolor y la decepción. En primicia, El Cultural publica 'Voces', bastante más que un relato autobiográfico, ya que desvela claves muy íntimas de su pasado.



Cuando mi madre era una cría, iba con toda la familia a los bailes. Solían celebrarse en la escuela, o a veces en una granja que tuviera un salón lo bastante grande. Jóvenes y viejos acudían a esos bailes. Alguien tocaba el piano, ya fuera el de la casa o el que había en la escuela, y alguien habría llevado un violín. Los bailes de cuadrilla habían complicado las pautas o los pasos, que un buen conocedor (siempre un hombre) iba marcando a voz en grito con una especie de prisa desesperada que de todos modos no servía de nada a menos que te supieras los pasos. Y todo el mundo se los sabía desde los diez o doce años.



Casada ya, con nosotros tres a cuestas, mi madre aún tenía edad y temperamento para haber disfrutado de esos bailes que todavía se hacían en el campo. Y se lo hubiera pasado en grande con las danzas en ronda por parejas, que hasta cierto punto iban suplantando el viejo estilo. Pero estaba, estábamos, en una situación que no era ni fu ni fa: aunque vivíamos fuera del pueblo, tampoco podía decirse que estuviéramos en el campo.



Mi padre, un hombre que se ganaba muchos más aprecios que mi madre, creía que había que aceptar las cosas como vinieran. Ella no era así. Aunque había superado la vida en la granja donde se crió para convertirse en maestra de escuela, no había bastado, no había conseguido la posición a la que aspiraba ni los amigos que le hubiera gustado tener en el pueblo. Vivía en el lugar equivocado y no le sobraba el dinero, y de todos modos tampoco hubiera dado la talla. Sabía jugar al euchre, pero no al bridge. Que una mujer fumara le parecía ofensivo. Creo que la gente la consideraba avasalladora y demasiado celosa de la gramática. Decía cosas como «asaz» o «sobremanera». Sonaba a que se hubiera criado en una familia rara en la que se hablara así. Y no. Mis tías y mis tíos vivían en granjas y hablaban como todo el mundo. Y a ellos mi madre tampoco les caía demasiado bien.



No es que mi madre desperdiciara el tiempo deseando que las cosas fueran de otra manera. Como cualquier mujer sin agua corriente que se pasara el día acarreando barreños a la cocina y casi todo el verano preparando las conservas para el invierno, llevaba mucho trajín. Ni siquiera podía dedicar mucho tiempo a desilusionarse conmigo, como habría hecho en otras circunstancias, preguntándose por qué nunca llevaba a casa amigas de la escuela que fueran de su agrado, o cualquier clase de amigas. O por qué me escaqueaba de los recitados de catequesis, que antes no me saltaba nunca. Y por qué volvía a casa con los tirabuzones deshechos, un sacrilegio que empecé a cometer antes de ir a la escuela, porque nadie llevaba aquel peinado que ella se empeñaba en hacerme. O por qué diantre había borrado de mi memoria prodigiosa de otros tiempos las poesías que recitaba, negándome a volver a usarla nunca más para lucirme.



Pero no soy una chica protestona que se pasa el día enfurruñada. Aún no. Aquí estoy, con diez años más o menos, entusiasmada por ponerme un vestido bonito y acompañar a mi madre a un baile. El baile iba a celebrarse en una de las casas de nuestra calle, decentes en conjunto sin llegar a parecer prósperas. Una casona de madera donde vivía una gente de la que solo sabía que el marido trabajaba en la fundición, aunque por edad bien podría haber sido mi abuelo. En aquellos tiempos la fundición no se dejaba, uno trabajaba hasta que podía, procurando ahorrar dinero para cuando el cuerpo dijera basta. Incluso en medio de lo que luego aprendí a llamar la Gran Depresión, era una deshonra recurrir a la pensión de la vejez. Era una deshonra que los hijos mayores lo consintieran, por más estrecheces que se pasaran.



Me vienen a la cabeza preguntas que entonces no se me ocurrieron.



La gente que vivía en la casa donde se daba el baile, ¿lo hacía simplemente para armar un poco de jarana, o se cobraba entrada? Quizá estaban atravesando difi cultades, por más que el hombre tuviera trabajo. Igual había facturas del médico por pagar. Bien sabía yo cuánto podían pesar en una familia. Mi hermana pequeña estaba delicada de salud, como se decía entonces, y ya le habían extirpado las amígdalas. Mi hermano y yo sufríamos unas bronquitis tremendas todos los inviernos, que requerían visitas del médico. Los médicos costaban dinero.



Puede que también me preguntara por qué me habían elegido a mí para acompañar a mi madre, en lugar de que lo hiciera mi padre, aunque eso no tiene tanto misterio. Igual a mi padre no le gustaba bailar y a mi madre sí. Además, en casa había que cuidar de dos niños pequeños, y yo aún no estaba en edad de hacerme cargo de ellos. No recuerdo que mis padres llamaran nunca a una niñera. Ni siquiera sé si entonces se estilaba. De adolescente hice de niñera, pero los tiempos habían cambiado. Íbamos de punta en blanco. En los bailes campestres que mi madre recordaba de la infancia nunca aparecía nadie con los llamativos trajes folclóricos que luego se verían por televisión. Todo el mundo se ponía sus mejores galas, y aparecer con cualquier cosa semejante a esos volantes y pañuelos atados al cuello que presuntamente llevaba la gente del campo habría sido un insulto, tanto a los anfitriones como al resto de la gente. Yo llevaba el vestido de suave paño de lana que me había hecho mi madre. La falda era rosa y el cuerpo amarillo, con un corazón de paño rosa cosido donde algún día estaría mi pecho izquierdo. Iba repeinada, con el pelo humedecido para moldear los largos tirabuzones gruesos como salchichas que cada día me deshacía camino de la escuela. Protesté por tener que ir al baile con aquel peinado que nadie llevaba, y la contestación de mi madre fue que ya les gustaría a las demás. Dejé de protestar porque me moría de ganas de ir, o tal vez pensando que al baile no iría nadie más de la escuela, así que daba igual. Eran las burlas de mis compañeros lo que siempre temía.



Mi madre no llevaba un vestido hecho en casa. Era el mejor que tenía, demasiado elegante para la iglesia y demasiado festivo para un funeral, por lo que apenas se lo ponía. Confeccionado con terciopelo negro, tenía mangas hasta el codo y un escote cerrado, pero el detalle realmente maravilloso era la proliferación de cuentas diminutas, doradas y plateadas y multicolores cosidas al corpiño, llenándolo de destellos cada vez que mi madre se movía o simplemente respiraba. Se había trenzado el pelo, que conservaba prácticamente negro, y se lo había prendido en una diadema tirante en la coronilla. En cualquier otra mujer, su porte me habría parecido arrebatador. Creo que me lo pareció, pero en cuando entramos en la casa extraña noté que su mejor vestido era distinto de todos los demás, aunque seguro que las otras mujeres también lucían sus mejores galas.



Esas otras mujeres estaban en la cocina, donde nos detuvimos a admirar las cosas dispuestas en una mesa grande. Había toda clase de hojaldres y galletas y tartas y pasteles. Mi madre también dejó allí encima no sé qué elaborada receta que había preparado y empezó a pasearse de un lado a otro para hacerse notar. Comentó que se le hacía la boca agua mirando aquellos manjares.



¿Seguro que dijo eso, que se le hacía la boca agua? En cualquier caso, el comentario no sonó del todo bien. Deseé que estuviera allí mi padre, que siempre parecía decir lo correcto para la ocasión, incluso cuando cuidaba la gramática. En casa lo hacía, pero fuera se contenía un poco. Al meterse en una conversación cualquiera, entendía que nunca había que decir algo especial. Mi madre hacía justo al revés, con comentarios grandilocuentes que servían para llamar la atención y no dejaban lugar a dudas.



Era lo que hacía justo entonces, y la oí reírse, alborozadamente, como para compensar el hecho de que nadie se hubiera acercado a hablar con ella. Estaba preguntando dónde podíamos dejar nuestros abrigos. Por lo visto podíamos dejarlos en cualquier sitio, pero alguien dijo que si queríamos los dejáramos en la cama del cuarto. Había que subir una escalera con paredes a ambos lados, oscura salvo por la luz que llegaba de arriba. Mi madre me pidió que me adelantara, ella subiría enseguida, y eso hice.



Puede que si realmente había que pagar para asistir a ese baile, mi madre se quedara abajo por eso. Pero ¿era posible que se pagara y aun así la gente llevara toda aquella comida? Y ¿de verdad serían platos tan suculentos como los recuerdo? ¿Con lo pobres que eran todos? Aunque quizá, con los puestos de trabajo que generó la guerra y el dinero que los soldados mandaban a casa, ya no se sintieran tan pobres. Si yo tenía entonces diez años, como creo, las cosas habían empezado a cambiar uno o dos años atrás.



La escalera arrancaba en la cocina, y también en el salón, unidos por un tramo de peldaños que subía a los dormitorios. Después de quitarme el abrigo y las botas en la habitación pulcramente ordenada que daba a la fachada, seguía oyendo la voz estridente de mi madre resonando en la cocina, pero también me llegó el son de la música del salón, así que bajé y fui hacia allí.



Habían despejado todos los muebles menos el piano. Las cortinas, de un verde oscuro especialmente sombrío, estaban corridas. En el salón, de todos modos, el ambiente distaba mucho de ser sombrío. Había mucha gente bailando, parejas abrazadas sin faltar al decoro, arrastrando los pies o balanceándose en círculos. Un par de chicas que aún iban a la escuela bailaban de un modo que empezaba a hacerse popular, apartándose una de la otra en un vaivén, a veces cogidas de la mano, otras veces no. Al verme me saludaron con una sonrisa, y para mí fue una gozada, como siempre que una chica más mayor y segura de sí misma me prestaba algo de atención.



En el salón había una mujer que no pasaba desapercibida, con un vestido que desde luego hacía sombra al de mi madre. Debía de ser un poco mayor que ella: tenía el pelo blanco ondulado con tenacillas en un sofi sticado recogido muy pegado al cuero cabelludo. Era una mujer grandota, con hombros nobles y caderas anchas, y llevaba un vestido de tafetán naranja en tonos dorados, con un generoso escote a la caja y una falda que apenas le cubría las rodillas. Las mangas cortas ceñían unos brazos recios, de carne suave y blanca como la manteca. Era una estampa sorprendente. Jamás habría imaginado que a esa edad se pudiera ser tan refinada, fornida y grácil a un tiempo, atrevida y aun así poderosamente digna. Se la podía tachar de desvergonzada, y acaso mi madre luego lo hizo: era una de esas palabras que ella solía emplear. Mirándola con mejores ojos, se la podía califi car de imponente. No es que se propusiera dar la nota, más allá del efecto de conjunto y el color del vestido. Ella y el hombre que la acompañaba bailaban con un estilo solemne, bastante despreocupado, como un matrimonio.



Yo no sabía su nombre. No la había visto nunca. No sabía que en el pueblo, y quizá en otros sitios, todo el mundo la conocía. Creo que si estuviera escribiendo fi cción, y no recordando algo que sucedió, jamás le habría puesto ese vestido. Era una especie de anuncio que no le hacía falta. De haber vivido en el pueblo, en lugar de limitarme a hacer el trayecto de ida y vuelta los días de colegio, quizá hubiera sabido que era una distinguida prostituta. Seguro que la habría visto en alguna ocasión, aunque no con aquel vestido naranja. Y no habría empleado la palabra prostituta. Mujer de mala vida, probablemente. Habría sabido que la rodeaba un halo repugnante, peligroso y temerario, aun sin identifi car exactamente por qué. Si alguien hubiera tratado de explicármelo, creo que no le habría creído.



En el pueblo había varias personas que tenían una pinta inusual, y tal vez la hubiera metido en el mismo saco. Estaba el jorobado que todos los días sacaba brillo a las puertas del ayuntamiento y, por lo que yo sabía, no hacía otra cosa. Y la mujer de aspecto recatado que siempre iba hablando sola, reprendiendo a gente que no se veía por ningún lado.



Habría sabido de antemano cómo se llamaba la mujer, y con el tiempo me habría enterado de que de verdad hacía cosas que a mí me parecían increíbles. Y que el hombre que bailaba con ella y cuyo nombre quizá nunca supe era el dueño de la sala de billar del pueblo. Cuando ya estaba en el instituto, un par de chicas me desafiaron a entrar en los billares un día que pasamos por delante, y al hacerlo me topé con aquel hombre. Era él, aunque más calvo y con más peso y no tan bien vestido. No recuerdo que me dijera nada, pero tampoco hizo falta. Giré sobre mis talones y volví con mis amigas, que tampoco eran tan amigas, y no les conté nada.



Al ver al dueño de la sala de billar me vino a la memoria la escena del baile, el piano aporreado y la música del violín y el vestido naranja, que a esas alturas habría califi cado de ridículo, y la aparición repentina de mi madre con el abrigo que probablemente no había llegado a quitarse. Allí estaba, llamándome a gritos por encima de la música en un tono que me disgustaba especialmente, porque parecía querer recordarme que estaba en este mundo gracias a ella.



-¿Dónde está tu abrigo? -me dijo, como si lo hubiera abandonado de cualquier manera.



-Arriba.



-Bueno, pues ve a buscarlo.



Ella misma lo habría visto si hubiera subido. Seguro que no había pasado de la cocina, debía de haber ido atolondradamente de un lado a otro alrededor de la comida, con el abrigo desabrochado pero sin quitárselo, hasta que entró en el salón donde se hacía el baile y supo quién era la bailarina de naranja.



-Y no te entretengas -dijo.



No era mi intención. Abrí la puerta de la escalera y subí corriendo los primeros peldaños, pero al doblar el recodo vi a varias personas sentadas que impedían el paso. No me vieron llegar, parecían enfrascados en algo serio. No exactamente una discusión, más bien una forma de comunicación apremiante.



Dos eran hombres. Jóvenes con el uniforme de las Fuerzas Aéreas. Uno sentado en un escalón, otro inclinado hacia delante con una mano apoyada en la rodilla. Entre ambos había una chica sentada, a la que el hombre que tenía más cerca le daba palmaditas, como si la consolara. Pensé que se habría caído por la angosta escalera y se había hecho daño, porque lloraba.



Peggy. Se llamaba Peggy.



-Peggy, Peggy -decían los jóvenes, en aquel tono apremiante, e incluso tierno.



Ella dijo algo que no alcancé a entender. Tenía voz de niña. Protestaba, como cuando uno se queja porque algo no es justo. Repite una y otra vez que no es justo, pero sin esperanza, como sino creyera que esa injusticia pueda repararse. Malo es otra palabra a la que se suele recurrir en esas circunstancias. Ha pasado algo malo. Alguien ha hecho algo malo.



Al oír a mi madre hablando con mi padre cuando volvimos a casa, me enteré un poco de lo que había pasado, pero no fui capaz de sacar nada en claro. La señora Hutchinson había aparecido en el baile, acompañada del dueño de los billares, que entonces yo no sabía que fuera el dueño de los billares. No sé con qué nombre se refirió a él mi madre, pero sí que su comportamiento le había parecido deplorable. La noticia del baile había llegado hasta Port Albert, y a algunos muchachos de la base aérea militar se les ocurrió presentarse allí. Si la cosa hubiera quedado en eso, no hubiera pasado nada, desde luego. Los muchachos de las Fuerzas Aéreas sabían comportarse. La vergüenza era lo de la señora Hutchinson. Y la chica.



Se había llevado con ella a una de sus chicas.



-Igual le apetecía salir un poco -dijo mi padre-. Igual le gusta bailar.



Mi madre ni siquiera dio muestras de haber oído el comentario. Dijo que era una lástima. Para una vez que se podía pasar un buen rato, disfrutar de un baile decente y divertido en el vecindario, todo se había ido a pique.



A esa edad me fijaba mucho en el aspecto de las chicas más mayores. Peggy no me había parecido particularmente bonita. Puede que se le hubiera corrido el maquillaje con el llanto. A su pelo pajizo, peinado con rulos, se le habían soltado varias horquillas. Llevaba las uñas de las manos pintadas, pero de todos modos parecía que se las mordía. No aparentaba mucha más edad que cualquiera de las chicas mayores quejicas y chivatas a las que yo conocía. Y sin embargo aquellos soldados jóvenes la trataban como si no mereciera pasar nunca un mal rato, como si solo se la pudiera mimar y consentir y agachar la cabeza ante ella.



Uno de ellos le ofreció un cigarrillo de una cajetilla, que en sí mismo me pareció un lujo, porque mi padre se los liaba a mano, igual que todos los otros hombres que conocía. Sin embargo, Peggy negó con la cabeza y con voz lastimera dijo que no fumaba. Entonces el otro hombre le ofreció un chicle, y ello la aceptó.



¿Qué pasaba? Cómo iba yo a saberlo. El chico que le había ofrecido el chicle me vio mientras seguía rebuscando en el bolsillo.



-¿Peggy? -dijo-. Peggy, creo que esta chiquilla quiere ir arriba.



Ella agachó la cabeza para que no le viese la cara. Al pasar olí a perfume. También olí a cigarrillos, y los varoniles uniformes de lana, las botas lustradas.



Cuando volví a bajar con el abrigo puesto seguían allí, pero como me esperaban guardaron silencio y se quedaron quietos mientras pasaba. Salvo porque Peggy se sorbió ruidosamente la nariz y el hombre más cerca de ella seguía acariciándole el muslo. La falda se le había levantado y vi el liguero que sujetaba la media.



Tardé mucho en olvidar sus voces. Las recordaba, intentando distinguir sus matices. No la voz de Peggy, sino la de los hombres. Más tarde supe que algunos de los hombres de las Fuerzas Aéreas destinados en Port Albert a principios de la guerra venían de Inglaterra, y se entrenaban para pelear con los alemanes. Así que me pregunto si sería el acento de alguna parte de Gran Bretaña lo que me resultaba tan dulce y fascinante. Desde luego nunca había oído a un hombre hablar así, tratando a una mujer como si la considerara una criatura tan perfecta y valiosa que cualquier acto de maldad que la tocase de cerca iba en contra de una ley misteriosa, era un pecado.



¿Qué creí que había hecho llorar a Peggy? La cuestión no me interesó mucho entonces. Yo misma no era valiente. Lloré cuando me persiguieron a pedradas camino de casa desde mi primera escuela. Lloré cuando la maestra de la escuela del pueblo me señaló, delante de toda la clase, para poner en evidencia el increíble desorden de mi pupitre. Y cuando a raíz de eso la maestra llamó a mi casa, mi madre colgó el teléfono y también se echó a llorar, desconsolada de que yo no fuera un motivo de orgullo. Por lo visto había gente valiente por naturaleza, y gente que no lo era. Alguien debía de haberle dicho algo a Peggy, y allí estaba moqueando, porque a ella, al igual que a mí, le faltaba curtirse.



Seguro que la mala había sido la mujer del vestido naranja, pensé, sin una razón concreta. Tenía que haber sido una mujer, porque de haber sido un hombre, uno de los muchachos de las Fuerzas Aéreas que la consolaban le habría dado su merecido. Le habrían advertido que se anduviera con cuidado con lo que iba diciendo, y puede que incluso lo hubieran sacado a rastras de la casa y le hubieran dado una paliza.



Así pues, no me interesaba Peggy, ni sus lágrimas, ni su aspecto desvalido. Me recordaba demasiado a mí misma. Quienes me maravillaron fueron los chicos que la consolaban, el modo en que parecían postrarse y declararse ante ella. ¿Qué era lo que decían? Nada en particular. No pasa nada, decían. No pasa nada, Peggy, decían. Vamos Peggy. Ya está, ya está.



Aquella ternura. Que alguien pudiera ser tan tierno.



Es verdad que esos muchachos, enviados a nuestro país para instruirse en misiones de bombardeo en las que tantos de ellos morirían, quizá simplemente hablaran con el acento de Cornualles o Kent o Hull o Escocia. A mí, sin embargo, me pareció que cada palabra que saliera de sus bocas era una bendición, una bendición del momento. No se me ocurrió pensar que sus destinos estaban inextricablemente unidos al desastre, o que sus vidas corrientes se habían escapado por la ventana antes de acabar hechas añicos contra el suelo. Solo pensé en la bendición, en qué maravilloso debía de ser recibirla, en la extraña suerte que tenía Peggy, sin merecerla.



Y, durante no sé cuánto tiempo, pensé en ellos. En la oscuridad fría de mi cuarto, me acunaban hasta que me dormía. Podía recordarlos, evocar sus caras y sus voces. Oh, pero además entonces sus voces se dirigían a mí, en lugar de a otras que no pintaban nada. Sus manos bendecían mis muslos flacos y sus voces me aseguraban que yo también merecía amor.



Y mientras aún habitaban mis fantasías, que no llegaban a ser eróticas, se marcharon. Algunos, muchos, se fueron para siempre.