Julian Barnes. Foto: Doménec Umbert



Pat Kavanagh, la mujer de Julian Barnes, murió a causa de un tumor cerebral el 20 de octubre de 2008. Su desaparición empujó al escritor británico hacia un abismo de desesperanza y desolación. Pocos asideros le han quedado desde entonces para aferrarse a la vida. El más sólido ha sido la necesidad y la obligación moral de recordarla. Es precisamente lo que hace en su último libro, Levels of Life, en el que hibrida el ensayo, las memorias y el relato.



"Tenía 32 años cuando la conocí. 62 cuando ella falleció. El corazón de mi vida; la vida de mi corazón". Es una cita literal del libro (a la venta a partir del jueves en Reino Unido) con la que resume su intensa y prolongada relación con la editora surafricana. Barnes volcó en un diario una cascada de emociones atravesadas por el dolor que experimentó en los meses posteriores a la muerte de Kavanagh. Un turbión de notas con las que pretendía esclarecer consigo mismo las raíces de tanto sufrimiento.



Agruparlas y adecentarlas, para posteriormente publicarlas tal cual, no le parecía una buena idea. "Porque en esos momentos las emociones son extremas, te encuentras en un estado de convulsión interna, lo que no significa que lo que expresas sea más verdadero que cuando las cosas están más calmadas", explica en una entrevista en The Guardian, una de las pocas que ha concedido en los últimos años, en los que se ha mostrado bastante hermético con los medios.



Levels of Life, de tan solo 118 páginas, aparece dividido en tres partes. En las dos primeras reconstruye algunos fragmentos en las vidas de la actriz francesa del siglo XIX Sarah Bernhardt, del soldado de caballería británico Fred Burnaby y del fotógrafo Gaspard-Felix Tournachon, el primero en realizar retratos aéreas desde un globo aerostático. "Sus fotos son inquietantes y bellas al mismo tiempo, y lo siguen siendo aún hoy. Porque nos miran desde un punto oculto, y porque hacen objetivo lo subjetivo. Es algo que provoca un impacto psíquico". Estas claves son las que ha querido poner él también en práctica en la tercera parte del volumen, donde evoca de manera directa a su mujer. Barnes confiesa que primero intentó trabajar a partir del mito de Orfeo y Eurídice pero luego se dio cuenta de que ese camino lo servía. "Tenía que ir de frente".



Y vaya si lo ha hecho. Incluso reconoce que poco después del trauma empezó a considerar la idea del suicidio, y que la sigue teniendo en mente. "Me parece una reacción lógica", señala. El método y el escenario también se lo ha prefigurado en su cabeza: "Un baño caliente, una copa de vino junto al grifo y un cuchillo japonés bien afilado".



Al dolor se le sumó la rabia de ver cómo muchos de los amigos en común buscaban deliberamente hacer borrón y cuenta nueva. Durante una cena, Barnes les preguntaba por ella, con la fijación de que su paso por el mundo no se evaporase tan pronto, pero ellos no recogían el guante: "Temerosos de tocar su nombre, la negaron tres veces".



Pat Kavanagh en su juventud pretendía ser actriz. Hizo algunos pinitos en teatro en Suráfrica, pero cuando llegó a las islas británicas, en 1964, se enroló en el mundo de la edición de libros de la mano del agente A.D. Peters. La relación con Barnes no fue, por otra parte, armónica y lineal en toda su extensión. En los 80, de hecho, abandonó al escritor porque mantenía una relación paralela con la autora Jeannette Winterson, aunque posteriormente el matrimonio se recompuso. Un capítulo escabroso como el de la ruptura de la pareja con Martin Amis. En teoría, Barnes dejó de hablar al autor de Dinero porque éste, previamente, había decidido prescindir de los servicios de Kavanagh como agente para fichar por Andrew Wylie, 'el chacal'. Por despecho. Pero hay otras rumorologías que afirman que Amis rompió con Kavanagh por un desencuentro anterior con su marido. Ellos sabrán.



Barnes vuelve a reflexionar sobre la crudeza de la muerte y los vacíos que origina. "Lo que se va es mayor que la suma de lo que había", explica. En el ensayo memorialístico Nada que temer ya había abordado estas cuestiones por extenso. Allí rememoraba las circunstancias en que murieron sus padres y desvelaba sus miedos frente al fin de su existencia. Barnes reconocía que, como ateo, echaba de menos a Dios para afrontar un trance así, y también repasaba los detalles que rodearon las muertes de algunos escritores como los hermanos Goncourt, Jules Renard, Montaigne y Somerset Maugham.