Leyendo este Oficio de lector recordé a Gabriel Zaid, cuando aventura que “el problema del libro no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer, sino escribir”.
La noticia del Premio Cervantes pilló a José Manuel Caballero Bonald, según lo que ha trascendido, corrigiendo las pruebas de sus ensayos sobre el escritor alcalaíno que abren esta compilación. Son algo menos de cien textos organizados cronológicamente en tres bloques que nos llevan hasta la gente del medio siglo. En 2006 las Relecturas de Caballero Bonald, publicadas en su patria chica, reunían en tres tomos el triple de piezas, ampliando considerablemente lo que era un volumen anterior, de 1999, titulado Copias del natural.
Algunos de aquellos escritos —reseñas, prólogos, conferencias, artículos o intervenciones con motivo de una efemérides— reaparecen aquí, junto a otros publicados hasta 2012, y todos ellos se ensartan a través del oficio que el título anuncia. “La obstinada idea de que el lector justifica la literatura” está en el origen de este nuevo proyecto, arropado antes de su primera página por una cita de Joseph Conrad que ratifica lo que la fenomenología literaria viene afirmando desde Ingarden: que el libro que no es leído tiene apenas una existencia virtual.
Caballero Bonald contradice, pues, la deriva posmoderna denunciada por Zaid. Su creación nace de una experiencia anterior, la de la lectura, y estos términos reaparecen una y otra vez aquí para hacer cierto el título de uno de nuestros grandes libros de crítica, La experiencia literaria de Alfonso Reyes.
El maestro mexicano distinguía también en El deslinde tres momentos en la relación entre lector y obra: a la primera impresión, que constituye la respuesta más espontánea y natural a lo que leemos, puede seguir la exégesis o análisis de los porqués del goce literario para llegar a la culminación del juicio crítico. Su oficio de lector lleva al poeta, novelista y memorialista andaluz a desnudar en estas páginas estas tres actitudes. El libro tiene, así, no poco de autobiográfico, no solo porque Caballero Bonald nos cuente cuáles fueron sus primeras lecturas y fascinaciones, sino también porque muchos de los autores reseñados fueron para él amigos o compañeros de andanzas varias.
Esta dimensión puede justificar también la significativa presencia de las letras hispanoamericanas. Su experiencia colombiana, propiciadora del contacto con cenáculos tan destacados como el de la revista Mito, le hace conocedor genuino de la trayectoria de un Jorge Gaitán, de un Eduardo Cote, un Álvaro Mutis o el propio Gabriel García Márquez. Allí, curiosamente, intima con Jorge Guillén al que antes solo había leído. Y en general podemos decir que con ello, unido a su propia estirpe cubana y su reencuentro con la tierra de Lezama y Carpentier, no solo se explican algunos rasgos de su obra novelística sino su convencimiento de que el mestizaje ha sido vital para la literatura en español tal y como desarrolla en “Carlos Fuentes y la lengua rescatada”.
No renuncia nuestro premio Cervantes a ejercer el juicio, a participar de “la ardua incumbencia del crítico”. Incluso cuando trata de autores como Espronceda, a los que ha dedicado mucha antención, se atreve a valorar lo “abigarrado y desilvanado, con zonas de virtuoso rango poético y momentos opacos, desvaídos” (p. 134) de sus poemas mayores. Ni tampoco es ajeno a la dimensión comparatista que pone en su sitio el valor relativo de nuestra poesía del XIX frente a un Baudelaire o un Mallarmée. Pero donde Caballero Bonald se muestra más firme y sutil es en las consideraciones teóricas y críticas, sobre todo de la poesía. Me reconforta asentir, así, a sus reservas acerca del supuesto surrealismo de Poeta en Nueva York, que tan solo admite como mera “contingencia tangencial”, y descubrir la dimensión lírica del pintor en “Leer a Picasso”.
Asimismo, es de destacar su defensa de la poesía como “primordial hecho lingüístico” (p. 508), idea que mantiene desde su capítulo sobre Quevedo hasta los que dedica a Carlos Barral, y lo identifica con la lectura que Jaime Gil de Biedma hizo de T. S. Eliot allá por años cincuenta y con la crítica coetánea de Emilio Alarcos Llorach, hermanado no solo por estas afinidades electivas con Ángel González. Blas de Otero, José Ángel Valente o Claudio Rodríguez.