Darfur, un escenario que evidencia la maldad política, como denuncia este libro
La originalidad de La maldad política estriba en su propósito de analizar uno de los más graves problemas de nuestros días, y de todos los tiempos, a partir de una reflexión teológica milenaria. Un manuscrito románico, procedente del monasterio francés del Mont-Saint-Michel, que contiene un texto de san Agustín, le presenta en una miniatura debatiendo con un elegante joven, el maniqueo Fausto, armado cada uno de un grueso libro. Pues bien, a ese debate se suma Wolfe, que no es religioso pero que valora la aportación de los pensadores que sí lo son. Su propósito es aportar claridad al problema de cómo se debe combatir la maldad política, cuyas peores manifestaciones en las últimas décadas son el genocidio, el terrorismo y la limpieza étnica, sin caer en el extremo de combatir el mal con el mal, como cree que han hecho George W. Bush tras los atentados del 11-S o los israelíes con su intervención en Gaza. Su tema no es el mal en términos generales, sino la específica maldad política, y para aclarar su naturaleza considera necesario enfrentarse a dos concepciones que siguen vivas hoy en día, aunque quienes las sostienen quizá no sepan que se remontan a las enseñanzas de un pensador romano del siglo V, San Agustín, y de un olvidado profeta persa, Mani, que vivió y sufrió martirio en el siglo III.
La tradición agustiniana enfatiza que el mal anida en el corazón de todos los hombres y, en opinión de Wolfe, la tesis de Hanna Arendt acerca de la banalidad del mal no ha hecho sino secularizarla, al igual que lo han hecho los psicólogos Milgram y Zimbardo con sus polémicos experimentos encaminados a demostrar que cualquier ciudadano puede convertirse en un verdugo. Pero para comprender la maldad política, sostiene Wolfe, lo importante no es la presunta proclividad humana al mal, sino las específicas circunstancias en que determinados líderes y movimientos promueven el genocidio, la limpieza étnica o el terrorismo. No es sin embargo la tradición agustiniana la que más preocupa a Wolfe, sino la concepción maniquea según la cual el mundo es el campo de batalla entre el Bien y el Mal, que en su versión secular norteamericana de las últimas décadas ha presentado sucesivamente como encarnaciones del mal al fascismo, al comunismo y a lo que algunos polemistas denominan "islamofascismo". Tal actitud no sólo puede conducir a combatir el mal con el mal, sino que implica una falta de atención a las condiciones específicas de cada conflicto local y una falta de flexibilidad política, que pueden conducir a estrategias erróneas.
Wolfe no es partidario de las intervenciones militares como panacea humanitaria, ni de la negativa a negociar con el enemigo en toda situación, ni de una justicia universal del tipo de la promovida por el juez Garzón al procesar a Pinochet. Eso no implica que proponga una pasividad ante el mal, como la que de manera vergonzosa mantuvo la comunidad internacional ante el genocidio de Ruanda, el único auténtico genocidio de las últimas décadas. Implica examinar de manera racional las circunstancias concretas de cada caso y las estrategias más oportunas. Ante un caso como el de Ruanda se debía haber intervenido con la fuerza de las armas, pero en el caso de Darfur, donde lo que se estaban produciendo eran crímenes de guerra en el contexto de una insurrección, quienes denunciaban un nuevo genocidio y pedían una intervención estaban, según Wolfe, equivocados. Cabe también dudar, añade Wolfe, que el apoyo exterior a la secesión de las repúblicas que integraban la federación yugoslava fuera la mejor manera de prevenir limpiezas étnicas.
Hay una ley humorística según la cual, cuando una discusión se prolonga en Internet más allá de cierto tiempo, la probabilidad de que se haga referencia al nazismo se eleva al cien por cien. En España lo hemos visto estos días, cuando unos han comparado a los desahuciados por impago de hipotecas con las víctimas judías del holocausto (¡sic!) y otros han comparado a quienes acosan las viviendas de políticos con los nazis (otra vez ¡sic!). Es exactamente el tipo de enfoque, o más bien de desenfoque, que Wolfe denuncia como fuente de confusión intelectual y moral. El mundo no se enfrenta ya a poderosos Estados dominados por dictadores visionarios como Hitler y Stalin, y si la referencia al nazismo en el tema de los desahucios resulta meramente ridícula, guiarse por la experiencia de los años treinta al afrontar amenazas actuales, graves pero de entidad mucho menor, puede conducir a errores. A comienzos del siglo XXI, por ejemplo, los regímenes de Irak e Irán representaban un peligro, a escala regional, no mundial, pero a su vez estaban enfrentados entre sí y de alguna manera se contrapesaban, así es que Estados Unidos, al eliminar a uno, ha reforzado al otro.
Este último argumento de Wolfe se inscribe en una tradición intelectual que nada tiene que ver con Agustín ni con Mani, pero sí mucho con Maquiavelo. Me refiero al enfoque realista, que concibe las relaciones internacionales como un puro juego de intereses, en el que cada Estado debe guiarse por los suyos, sin dejar que la persecución de ideales globales le desvíe de ello. Wolfe rechaza este enfoque, si se lleva al extremo, y por ello se muestra muy crítico respecto a Kissinger, pero admite que se puede ser realista sin caer en el cinismo y cita al respecto las tesis de Reinhold Niebuhr, teólogo y politólogo norteamericano que tuvo una gran influencia en el campo de las relaciones internacionales al inicio de la guerra fría y que abogó por un realismo cristiano, concepto que Wolfe seculariza al defender un realismo moral.
Como tesis general, el realismo moral de Wolfe me parece impecable, pero en su aplicación concreta me parece que, al huir del híper activismo, se escora del lado de la pasividad. Los conflictos locales no son expresión de una lucha cósmica entre el Bien y el Mal, pero a veces hay que tomar partido y, todo sumado, creo que fue un acierto recurrir a las armas para frenar a Milosevic y para derribar el régimen de los talibanes.