Leonardo DiCaprio y Carey Mulligan en la adaptación cinematográfica de El gran Gatsby, de Baz Luhrmann

Cuenta el traductor Ramón Buenaventura en una nota previa a 'El gran Gatsby' (Alianza) que ha querido reproducir en castellano el inglés de Scott Fitzgerald, ese lenguaje tenso llevado a veces hasta las fronteras de la gramática, pero cargado de un simbolismo especial que rechaza la vulgaridad. Esa forma de narrar que retrata la elegancia de la burguesía adinerada de esos felices años 20 que no lo fueron tanto. Fitzgerald, el exigente, el perfeccionista, la sombra que se cernía sobre Zelda, su mujer, a la que sin embargo adoraba, y sobre su hija, que no pudo sino defenderse de la presión apartándose lo más posible, perfila en 'El gran Gatsby' una sociedad que baila al ritmo de jazz en desenfadadas fiestas hasta el alba del día siguiente, en un intento de olvidarse de los fantasmas que azotan de nuevo en cuanto para la música.



Jay Gatsby, un millonario con pasado incierto, se instala en una lujosa mansión en la que acoge cada noche a la 'crême de la crême' de la costa este, pero una única obsesión le ronda la cabeza: recuperar a Daisy, el amor de su vida, ya casada y madre de una niña. La figura de este "Gatsby el Magnífico", como se mantuvo en la traducción francesa (del inglés 'The Great Gatsby') encarna la decandencia del sueño americano en un mundo plagado de corrupción. El 15 de mayo abrirá el festival de Cannes la adaptación cinematográfica dirigida por Baz Luhrmann, con Leonardo DiCaprio y Carey Mulligan como Gatsby y Daisy, que llegará a los cines españoles el viernes 17.



A continuación reproducimos un extracto de 'El gran Gatsby', en el que Gatsby se reencuentra con Daisy.




El lector, pues, no debe sorprenderse cuando llegue a párrafos que no se ajustan a lo habitual en español: tampoco se ajustan a lo habitual en inglés. por otra parte, aclaremos que la decisión de mantener la traducción tradicional española del título se toma sin alegría del traductor: habríamos preferido Gatsby el Magnífico, imitando la versión francesa. El día acordado llovía a cántaros. A las once, un individuo con impermeable, tirando de un cortacésped, llamó a mi puerta y me dijo que Mr. Gatsby lo enviaba a cortarme la hierba. Eso me recordó que había olvidado decirle a mi finlandesa que volviera, de modo que me acerqué en coche a West Egg Village a buscarla por encharcadas callejas encaladas y a comprar unas tazas y limones y flores.



Las flores resultaron innecesarias, porque a las dos de la tarde llegó todo un invernadero de parte de Gatsby, con incontables receptáculos en que distribuirlo. Una hora más tarde, la puerta de delante se abrió nerviosamente y Gatsby, con un traje de franela blanca, camisa plateada y corbata color oro, entró a toda prisa. Estaba pálido, y había marcas oscuras de insomnio bajo sus ojos.



-¿Todo en orden? -me preguntó de inmediato.



-La hierba ha quedado estupenda, si eso es lo que me preguntas.



-¿Qué hierba? -me preguntó sin expresión en los ojos-. Ah, la del jardín.



La miró por la ventana, pero, juzgando por su rostro, creo que no vio nada en absoluto.



-Estupenda, sí -observó vagamente-. Un periódico dice que la lluvia parará a eso de las cuatro. El Journal, creo. ¿Tienes todo lo que necesitas para... para un té?



Lo llevé a la antecocina, donde miró con cierto reproche a la finlandesa. Juntos escrutamos las doce tortitas de limón procedentes de la pastelería.



-¿Te parecen bien? -le pregunté.



-¡Por supuesto, por supuesto! Están muy bien -y añadió, sin credibilidad en la voz- ... compañero.



A eso de las tres y media amainó la lluvia, hasta convertirse en una neblina húmeda, por entre la cual nadaban como rocío algunas gotitas ocasionales. Gatsby miraba con los ojos vacíos la Economía de Clay, sobresaltándose cuando los pasos de la finlandesa hacían temblar el suelo de la cocina, y mirando hacia las ventanas empañadas de cuando en cuando, como si una serie de invisibles pero alarmantes sucesos estuviera ocurriendo en el exterior. Finalmente se puso en pie y me comunicó, en tono inseguro, que se iba a su casa.



-¿Y eso?



-No va a venir nadie a tomar el té. ¡Se ha hecho demasiado tarde!



Miró su reloj como si hubiera en algún otro sitio una acuciante demanda de su tiempo.



-No puedo estar esperando todo el día.



-No hagas el tonto. Aún faltan dos minutos para que den las cuatro.



Se sentó lastimeramente, como si yo lo hubiera empujado, y al mismo tiempo nos llegó de mi vereda de acceso el ruido de un motor. Ambos nos pusimos en pie de un brinco, y yo, también algo nervioso, salí al jardín.



Bajo los lilos goteantes y sin hojas, un coche descubierto de buen tamaño se aproximaba por el camino. Se detuvo. El rostro de Daisy, ladeado bajo un sombrero triangular color lavanda, me miraba con una sonrisa radiante y extasiada.



-¿Es absolutamente aquí donde vives, queridísimo?



La excitante ondulación de su voz resultaba un tónico fortísimo bajo la lluvia. Tuve que seguir su sonido por un momento, subiendo y bajando, antes de distinguir las palabras. Un mechón húmedo de cabello le cruzaba la mejilla como un trazo de pintura azul, y en su mano brillaban gotas de agua cuando la tomé para ayudarla a bajar del coche.



-¿Estás enamorado de mí? -me preguntó en voz baja y al oído-. O, si no, ¿por qué he tenido que venir sola?



-Ese es el secreto del castillo de Rackrent. Dile a tu chófer que se vaya a dar una vuelta por ahí y que tarde una hora en volver.



-Vuelve dentro de una hora, Ferdie.



Luego, en un grave murmullo:



-Se llama Ferdie.



-¿La gasolina le afecta a la nariz?



-No creo -dijo ella inocentemente-. ¿Por qué?



Entramos. Para abrumadora sorpresa mía, el cuarto de estar se hallaba vacío.



-Vaya, qué raro -exclamé.



-¿Qué es lo raro?



Daisy volvió la cabeza cuando se oyeron en la puerta unos golpes ligeros y bastante dignos. Salí a abrir. Ahí estaba Gatsby, pálido como un muerto, con las manos hundidas como pesas en los bolsillos de la chaqueta, de pie en medio de un charco, mirándome trágicamente a los ojos.



Todavía con las manos en los bolsillos pasó por mi lado para entrar en el vestíbulo, giró bruscamente, como si anduviera sobre un alambre, y desapareció en el cuarto de estar. No fue nada divertido. Consciente de la fuerza con que me latía el corazón, cerré la puerta contra la lluvia creciente.



Durante medio minuto no oí nada. Luego, del cuarto de estar me llegó una especie de murmullo ahogado y parte de una risa, seguida de la voz de Daisy en un tono claro y artificial: «La verdad es que me alegro muchísimo de volverte a ver».



Una pausa: horrible de aguantar. No tenía nada que hacer en el vestíbulo, de modo que entré en el cuarto.



Gatsby, aún con las manos en los bolsillos, estaba apoyado en la repisa de la chimenea, en una forzada imitación de la perfecta desenvoltura, incluso de estar aburriéndose un poco. Tenía la cabeza tan inclinada hacia atrás que chocaba en la esfera de un reloj difunto, y desde esa postura sus ojos perturbados miraban a Daisy, que, espantada pero sin perder la compostura, estaba sentada al borde de una silla rígida.



-Nos conocíamos -barboteó Gatsby. Sus ojos me miraron un instante, y sus labios se separaron en un cancelado intento de risa. Afortunadamente, el reloj eligió ese momento para inclinarse peligrosamente por la presión de su cabeza, ante lo cual se dio la vuelta y lo agarró con manos temblorosas y lo volvió a poner en su sitio. Luego se sentó, muy tieso, con el codo apoyado en el brazo del sofá y sujetándose con la mano la barbilla.



-Lamento lo del reloj -dijo.



Mi rostro había adquirido ya un profundo sonrojo tropical. No pude invocar ninguno de los miles de lugares comunes que tenía en la cabeza.



-Es un reloj viejo -les dije, estúpidamente.



Creo que todos, por un momento, pensamos que el reloj se había hecho añicos en el suelo.



-Llevábamos muchos años sin vernos -dijo Daisy, en el más natural de los tonos.



-Cinco años habría hecho en noviembre.



El automatismo de la respuesta de Gatsby nos frenó como mínimo durante un minuto más. Los tenía en pie a ambos, con la desesperada sugerencia de que me ayudaran a preparar el té en la cocina, cuando entró la demoníaca finlandesa con la bandeja.



Entre la bien acogida confusión de tazas y pastelitos llegó a establecerse un cierto decoro físico. Gatsby se ocultó en una zona de sombra y, mientras hablábamos Daisy y yo, nos iba mirando alternativamente con ojos tensos y desdichados. No obstante, dado que la calma no era un fin en sí misma, me excusé en cuanto me fue posible y me puse en pie.



-¿Dónde vas? -me preguntó Gatsby, con inmediata alarma.



-Ahora vuelvo.



-Tengo que hablar contigo de un asunto antes de que te vayas.



Me siguió, sin poder controlarse, hasta la cocina, cerró la puerta y me musitó «¡Dios mío!», de un modo lamentable.



-¿Qué ocurre?



-Esto es un error terrible -dijo, sacudiendo la cabeza de un lado a otro-, un error terrible, terribilísimo.



-Lo que te pasa es que te sientes incómodo. -Y, por si acertaba, añadí-: Daisy también se siente incómoda.



-¿Se siente incómoda? -repitió él, incrédulo.



-Lo mismo que tú.



-No hables tan alto.



-Te estás portando como un niño pequeño -le solté, impaciente-. Y como un auténtico maleducado. Tienes ahí sola a Daisy.



Alzó una mano para detener mis palabras, me miró con imborrable reproche y, tras abrir la puerta con preocupación, regresó al cuarto de estar.



Yo salí por la puerta trasera -el mismo recorrido que había hecho Gatsby media hora antes, por los nervios, para llamar a la puerta principal- y corrí hasta un árbol negro enorme, grueso y nudoso, cuyas apretadas hojas tejían un abrigo contra la lluvia. Estaba diluviando otra vez, y mi irregular pradera, bien afeitada por el jardinero de Gatsby, abundaba en pequeños barrizales cenagosos y en ciénagas prehistóricas. No había nada que mirar desde debajo del árbol, salvo la enorme casa de Gatsby, de manera que la estuve mirando media hora, igual que Kant miraba el campanario de su iglesia. La había hecho edificar un cervecero, cuando empezó la locura por las cosas de «época», hacía diez años, y corría la anécdota de que el hombre había aceptado pagar durante cinco años los impuestos inmobiliarios de todas las casas contiguas si los propietarios se avenían a cubrir los techos de paja. Puede que la negativa le quitara las ganas de seguir adelante con su plan de Fundar una Familia: entró en inmediata decadencia. Sus hijos vendieron la casa con el lazo negro todavía en la puerta. Los americanos aceptan ser siervos, de vez en cuando, pero se niegan tercamente a ser campesinos.



Pasada media hora volvió a brillar el sol, y el coche del tendero recorrió la vereda de acceso a la casa de Gatsby con las vituallas para la cena de la servidumbre; él, con toda seguridad, no probaría bocado. Una doncella empezó a abrir las ventanas altas de su casa, mostrándose un momento en cada una y, al llegar a un amplio ventanal del centro, asomó el cuerpo y escupió meditativamente en el jardín. Ya era hora de volver. El ruido de la lluvia, mientras duró, parecía el murmullo de sus voces, alzándose y subiendo un poco de volumen, de vez en cuando con ráfagas de sentimiento. Pero en el silencio nuevo noté que el silencio también había caído sobre la casa.



Entré -haciendo antes en la cocina todos los ruidos posibles, menos volcar el fogón, pero no creo que ellos oyesen nada-. Estaban sentados cada uno en un extremo del sofá, mirándose como si acabara de plantearse una pregunta, o como si estuviera en el aire una pregunta, y había desaparecido todo vestigio de incomodidad. En el rostro de Daisy había huellas de lágrimas, y al entrar yo se levantó de un brinco y se puso a limpiarse con el pañuelo delante del espejo. Pero en Gatsby había un cambio lisa y llanamente desconcertante.



Resplandecía, literalmente; sin una palabra ni un gesto de exultación, un nuevo bienestar emanaba de él hasta llenar el pequeño cuarto.



-Ah, hola, compañero -dijo, como si hubiera llevado años sin verme. Por un momento pensé que iba a tenderme la mano.



-Ha dejado de llover.



-¿Sí?



Cuando comprendió a qué me refería, a que había campanillas de sol en la habitación, sonrió como un hombrecito de barómetro, como un mecenas embelesado por la luz recurrente, y le transmitió la noticia a Daisy:



-¿Qué te parece? Ha dejado de llover.



-Me alegro, Jay.



Su cuello, pleno de belleza dolorosa y afligida, solo hablaba de su inesperada alegría.



-Me gustaría que os vinierais a casa, Daisy y tú -dijo él-. Quiero enseñársela.



-¿Seguro que quieres que vaya yo?



-Absolutamente, compañero.



Daisy subió al cuarto de baño -entonces, ya tarde, me acordé de las toallas-, mientras Gatsby y yo esperábamos en el césped.



-Mi casa tiene muy buen aspecto, ¿verdad? -me pre­ guntó-. Fíjate cómo la fachada entera capta la luz. Reconocí que era espléndida.



-Sí. -Sus ojos la recorrieron, cada puerta con arco y cada torre cuadrada-. Solo me llevó tres años ganar el dinero necesario para comprarla.



-¿No habías heredado tu dinero?



-Sí, compañero -dijo automáticamente-, pero lo perdí casi todo en el gran pánico, el pánico de la guerra.



Me parece que apenas si se daba cuenta de lo que decía, porque cuando le pregunté a qué negocio se dedicaba me contestó: «Eso es asunto mío», para en seguida comprender que no era la respuesta adecuada.



-Bueno, he tocado muchos palos -se corrigió-. Estuve en la industria farmacéutica y luego en el petróleo. Pero ahora ya no estoy en ninguno de los dos. -Me miró con más atención-. ¿Quieres decir que te has pensado lo que te propuse la otra noche?



Antes de que pudiera contestar, Daisy salió de la casa y las dos hileras de botones de cobre de su vestido destellaron al sol.



-¿Es esa casa tan enorme de ahí al lado? -exclamó, señalando.



-¿Te gusta?



-Me encanta, pero no comprendo cómo puedes vivir ahí solo.



-Siempre la tengo llena de gente interesante, noche y día. Gente que hace cosas interesantes. Gente famosa.



En lugar de tomar el camino corto por la orilla, bajamos a la carretera y entramos por la poterna grande. Con murmullos de encanto, Daisy admiraba tal o cual aspecto, o la silueta feudal que se recortaba contra el cielo, admiraba los jardines, el olor centelleante de los junquillos y el olor espumoso de los espinos y los ciruelos en flor y el olor pálido de la madreselva. Resultaba raro subir la escalinata sin ver el movimiento de vestidos brillantes entrando y saliendo de la puerta, ni oír otro sonido que el de los pájaros en los árboles.



Y dentro, deambulando por cuartos de música estilo María Antonieta y Restauración inglesa, tuve la sensación de que había invitados escondidos detrás de cada diván y cada mesa, con orden de permanecer en silencio total hasta que hubiéramos pasado. Mientras Gatsby cerraba la puerta de la Biblioteca Merton College, habría jurado oír las carcajadas fantasmales del hombre de los ojos de búho.



Subimos a la planta superior y recorrimos dormitorios de época tapizados de seda rosa y color lavanda, que las flores recientes llenaban de vida; vestidores y salones de billar, y cuartos de baño con las bañeras empotradas en el suelo... irrumpimos en una habitación donde un tipo desgreñado hacía ejercicios para el hígado en el suelo. Era Mr. Klipspringer, el «interno». Aquella mañana lo había visto merodear hambriento por la playa. Finalmente llegamos a los aposentos de Gatsby, dormitorio con baño y un despacho Adam , donde nos instalamos y bebimos una copita de Chartreuse de una botella que sacó de un aparador empotrado.



Gatsby no había dejado ni por un instante de mirar a Daisy, y supuse que estaba volviendo a valorar cada aspecto de su casa según la reacción que obtenía de sus amados ojos. A veces, también, miraba sus posesiones de un modo aturdido, como si en su verdadera y asombrosa presencia nada de aquello siguiera siendo real. En una ocasión estuvo a punto de caerse por las escaleras.



Su dormitorio era la habitación más sencilla de todas, salvo que la cómoda estaba ornada por un juego de tocador hecho de puro oro mate. Daisy asió encantada el cepillo y se alisó el pelo con él, tras lo cual Gatsby se sentó y, cubriéndose los ojos, se echó a reír.