Javier Sierra. Foto: José Manuel Miguel

Planeta. Barcelona, 2013. 328 pp., 20 euros. Ebook: 9'49 e.



Jugar con la fascinación que ejerce lo que se ignora es una de las bazas con las que mejor defiende su posición narrativa el turolense Javier Sierra (1971). Prueba de ellos son títulos como La cena secreta (2004), La Dama Azul (2008) o El Ángel perdido (2011), que le han ubicado en un destacado lugar al que acuden cientos de lectores en busca de la fórmula que garantiza una lectura amena y entretenida: trasfondos históricos rigurosamente documentados, enigmas por descifrar, lo sobrenatural impregnando el relato, una importante dosis de acción y cierto desafío intelectual. A estos ingredientes hay que sumar sus dotes de buen comunicador y una gran pasión por la Historia; todo aderezado con el fin de entretener al gran público con tramas asombrosas.



El maestro del Prado no lo es menos, por lo que ambiciona y por la peripecia sustentadora del discurso. Discurre este entre los pliegues de las obras de grandes maestros de la pintura (cuadros de Rafael, Leonardo, El Greco, Botticelli, acompañan la lectura en una mimada edición), en busca de pistas que ayuden a descifrar un mensaje encriptado que sirva de lección sobre el arte como puerta de acceso a otros mundos. Pretende, así, advertir sobre la importancia de mantener alerta ciertos "umbrales de percepción" y anima a mirar un cuadro como si se tratara de un libro escrito con imágenes. Para ello cuenta con el propio autor como conductor y protagonista de una historia vivida por él (según relata en las primeras páginas) recién llegado a Madrid, en 1990, cuando era un joven estudiante de periodismo y disfrutaba perdiéndose en las salas del museo del Prado.



En una de esas tardes un misterioso visitante, que se presentó con el nombre de "Doctor Luis Fovel", le abordó haciéndole depositario de un antiguo proverbio sufí: "el buen maestro sólo llega cuando el discípulo está preparado". Así se convirtió en una presencia enigmática y obsesiva, protagonizó encuentros súbitos e intensos, y dirigió sus pasos y su mirada por las ideas que nutren el pensamiento renacentista y que sólo una lectura sagaz sería capaz de interpretar hasta lograr arrancarle un sentido último que no desvelaremos. Pero sí hay que decir que se trata de una novela donde la trama es, fundamentalmente, el discurso, que se detiene en el placer de mirar y describe con esmero y rigor los detalles del cuadro que sirve de guiño al enigma puesto en escena. Y que ese discurso, interesante sin duda, pero obsesionado por trascender la intriga, detiene la acción narrativa y usurpa su lugar, de manera que lo que debe impulsar el interés por descifrar el misterio se resuelve de manera explícita y rápida, sin cuidada progresión. Cumple así parte de su cometido, porque es un paseo fascinante por la trastienda del pensamiento renacentista, pero levanta expectativas que no logra cubrir.