Blas de Otero
Por primera vez se reúne la "Obra completa (1935-1977)" de Blas de Otero. Una edición que consta de un volumen unitario, de verso y prosa, que acoge todos los libros que el poeta publicó en vida con otro póstumo, "Hojas de Madrid con La galerna", y otros dos que dejó inéditos, "Poesía e Historia (verso)" y "Nuevas historias fingidas y verdaderas". También incluye una sucinta e inédita "Historia (casi) de mi vida" que rinde cuentas de obra y biografía.A continuación se pueden leer las primeras páginas de "Historia (casi) de mi vida"
...Con todos mis errores
acerté el camino.
B. de O.
Historia de mi vida
A los cincuenta y tres años de mi vidacomienzo a caminar de otra manera:
el paso tardo y la esperanza fuera,
como un arado uncido a su mancera.
A los cincuenta y tres años de mi vida
el soneto es distinto, las vocales
más anchas, los apóstrofes iguales
y los naufragios más originales.
He vivido volcándome en los días
y ascendiendo las noches destrozadas,
entre cristales rotos y alegrías.
Viviré con los ojos bien abiertos
entre golpes de olas y de azadas.
Como escuchan los hombres. Como miran los muertos.
Lo primero que recuerdo es que no recuerdo nada. Yo sé que había nacido, incluso que andaba a gatas o trepaba hacia el seno de mi madre, mas ignoro qué sentía, veía, escuchaba o vislumbraba por aquellos años. De pronto, aparezco en Hurtado de Amézaga, en el número 52, aquella casa con terraza y pérgola que construyó mi padre en los años de la primera guerra, que tan provechosa resultó para los industriales y almacenistas bilbaínos. Debajo de nuestro piso -esto lo supe más tarde- vivía don Genaro, un belga director de la Compañía de Tranvías, y durante los días de huelga yo oía decir que peligraba su vida ante un posible atentado anarquista. Era aquel un piso grande, amplio, de buena burguesía, con dos o tres muchachas -Candelas, Margarita- a nuestro servicio y un gran comedor donde un atardecer Julia me mostró su muslo blanco, y ante cuyos cristales yo me quedaba pensativo, mirando la triste, fina lluvia de mi país.
Ahora estoy en Madrid, en el colegio de la calle de Atocha, donde conocí a María del Carmen, jarroncito de porcelana, que tanto iba a suponer en toda mi vida sentimental y hasta poética. Era una chiquilla encantadora, con un trajecito verde con cuello de puntilla blanca, cutis de sèvres y pechitos apenas insinuados. Era la imagen de la santísima virgen y del niño Jesús al mismo tiempo, pero nosotros nos íbamos al Retiro a retozar en los verdes bancos o entre los troncos; todas las noches, a lasalida de la clase, la acompañaba hasta su portal en Espoz y Mina, y mírala la pilla ella que, contemplando el escaparate de la joyería de enfrente, me dice que mañana domingo se queda en la cama hasta la una, de modo que la misa voló y yo me quedé asombrado, casi un poco asustado pero admirado profundamente.
Tenía un amigo que se llamaba Enrique y era aprendiz en un taller de pintura detrás del Ayuntamiento, y con él me iba a la Escuela Taurina de Las Ventas, a ver torear el aire y al carrito para las banderillas, algunas veces sacaban unos becerrillos graduados en monaguillos y toda mi ilusión era lucirme ante uno de ellos, pero los ocho duros que había que apoquinarle al valenciano era imposible soñar con ellos, así que le propusimos pintarle un bonito cartel para la entrada de la placita. Y con esto conseguimos que nos echara un becerrote al que lanceé dos o tres veces, pues el valenciano no me dejaba acercarme al bicho y me gritaba que yo tenía los huesos demasiado tiernos.
Mi padre me mandó a sacar tres entradas al teatro Novedades, en la calle de Toledo.
El teatro ardió con furia. Se representaba La mejor del puerto y el acto anterior había figurado una fiesta en la cubierta de un barco, con banderitas y farolillos a la valenciana. Creo que fuimos los tres únicos de familia que se salvase completa. Estoy viendo El Mundo Gráfico de aquellos días. Horrorosas fotografías. En la escalera que descendía del anfi teatro, todos están, muertos, de pie: uno le agarra furiosamente el pelo al muerto de delante. Salí con las piernas llenas de sangre y mi padre, rasgada la chaqueta de arriba abajo de un navajazo.
Tiempo terrible de la guerra. Te recuerdo en Alcañiz, montados en los horribles camiones que nos llevaron hasta Vinaroz, bajando junto a Morella y las hoscas hondonadas de piedra, espino y hierbajos, bajo un cielo duramente azul. ¿Voy a hablar de la guerra, de esa gran cabronada que nos armaron cuatro militares, ocho terratenientes y cinco curas, con el respaldo del hijo de puta de Hitler? No, no voy sino a recordar Bilbao asediado por los requetés, yo en mi batallón vasco, acaso sólo por la fi na y triste lluvia que tanto amé siempre.
Me voy a París, te digo que me voy a París aunque tenga que vender toda mi biblioteca. Y la vendí. En el andén de Amara me esperaban Gabriel y Amparichu, asustándose un poco al ver que el mozo sacaba tanta maleta por la ventanilla. Aquella noche cenamos con Eugenio, y al ir llegando a los postres le hice, a bocajarro, la pregunta dostoyevskiana de nuestro siglo:
-¿Tú eres...?
Salí de la estación de Irún con el pecho arrugado por tanta falta de aire durante tantos años, y al llegar a Hendaya el aire era distinto, simplemente existía, y el mundo se tendía inmenso y maravilloso ante mi vista.
Escribir la historia de mi vida podría resultar escandaloso para los demás, que no aman la terrible sinceridad, mas no para mí, que toda mi vida me hundí hasta tocar el fondo, con un lema único: Prefiero una verdad desagradable a una mentira agradable.
Yo diré siempre la verdad, no sé si toda, y sin ofender a ningún hombre o mujer que se hayan cruzado o convivido conmigo. La verdad que no pretendo objetiva, pues esto ¿quién lo sabe? Seguramente no lo sabe ni dios.
Ahora estoy en Moscú, es mi primer viaje al campo socialista y la mañana está nublada, friísima, pero los rusos caminan parsimoniosos, centrados, directamente al porvenir. Las tersas rusas, sus suaves pupilas, endulzan los grandes almacenes de la Plaza Roja, el amplio vestíbulo del Bolshoi. Allí vi muchas cosas, malas y muy buenas, e incluso algún compatriota eunuco y tiranuelo. Sobre las cumbres del Cáucaso, volando hacia la República Popular China, contemplo las amarillentas arenas de Mongolia, desciendo la escalerilla del avión en Pekín, una linda muchacha llega hacia mí con un gran ramo de flores intensamente perfumadas.
Pero ahora estoy escuchando música latinoamericana en el Barrio Blanco de Madrid. Y estoy en La Habana y subo por la Sierra Maestra o rodeo la bahía de Cienfuegos, después de haber conversado con los compañeritos de Secundaria Básica.
De las tierras de España la que más me complace es Tierra de Campos. No cambio una calle o torre de Palencia por todo Toledo. Amo también mi País, el valle de mis antepasados, sus tenues laderas, su lluvia desmenuzada. Bilbao es adusto, mas de una fuerte belleza. Y la mayor alegría me la deparó el Madrid de la anteguerra. En Andalucía, me voy a Málaga por su recatado andalucismo. Tierras de España. Pueblos de España. Caminos de mi patria que no van a parte alguna.
Ahora estoy escuchando «The Beatles -hey Jude, revolution-», y descansa en la mesa El libro del ama de casa. ¿Cuándo tuve yo una casa? Solo al nacer, solo al morir. Y los amplios hospitales que me cobijaron en París, y Shanghái, y La Habana. Aquellas compañeras del Hospital Naval, en La Habana del Este. Las enfermeras mulatas, tan decididas, tan efi caces, tan cachondas. Me estás poniendo una inyección hasta el puño, pero yo te miro a los ojos y muevo los labios así, como a ti te gusta. El sol cae sobre el campo de baloncesto, y yo me hallo subido en lo alto del tinglado, y luego paseo contigo, Gladis, y tu mirada está un poco perdida porque no te encuentras bien, pero la punta de tus senos apunta hacia el Morro y vemos un largo petrolero soviético que da de beber a la revolución, cumpliendo una de las obras de misericordia que aquí es simple justicia.
Voy a llegar tarde a la UNEAC, pero ya se sabe que en Cuba los relojes caminan tardamente, menos en el corte de caña, plantación de cítricos, preparación combativa. El que más me gusta es el Hotel Nacional, la compañera del puesto de tabacos, tan atenta, tan sencilla y revolucionaria. Pero voy a llegar tarde a la UNEAC, anda, no seas tan lánguida, llama un taxi, y ya estamos en los jardines del antiguo banquero español que se pegó un tiro en la tetilla izquierda porque había perdido 700 de sus 2.200 millones. Esta lectura que voy a ofrecerles a ustedes será breve, un poco variada, pues comprenderá diversos nuevos libros, Historias fingidas y verdaderas, URSS y Con Cuba. No he pretendido en este último hacer nada defi nitivo, me he tenido que limitar a mi experiencia, dentro de mi propia expresión renovada. Veo a Nicolás con su noble rostro mulato, a Heberto Padilla con su conciencia en crisis, a Onelio, tan buen cuentista, tan de su tierra. Veo el campo de Cuba, los cañones antiaéreos, el cielo despejado.
Juro que es París la ciudad más maravillosa del mundo, lástima de franceses, que lo único que saben hacer mejor que yo es pronunciar el francés. Mis ruadas interminables por el Luxemburgo, los bulevares, el Sena, las grises callejuelas de Saint-Martin.
Mujeres. Aquí aparecen las mujeres. Pero os juro que la primera fue jarroncito y la defi nitiva Sabin.
Aquella puñetera húngara, a la que adivinaba el pensamiento y que apenas podía con el peso de sus senos. Y Tachia. La vi sentada en un banco de la Gran Vía, en Bilbao. Acababan de aparecer los primeros poemas de Ángel fi eramente humano en la revista Egan.
-Pero tu poesía es distinta -me dijo.
Toda la vida me estuvo repitiendo que yo también era distinto, ella también distinta ya cuando estuvimos a punto de enlazarnos después de no sé cuántos años.
Pasemos el Sena arrebujados en la niebla. Mari Luz va a llegar de un momento a otro y he de recoger a Josechu en la escuela, pues hoy Agustín está pintando, pintando paredes en Vincennes, o donde sea, como tantos otros pintores de todo el mundo.
Ahora estoy escuchando a Falla y lieder de Fauré, así que déjame tranquilo, Josechu, y no quieras que nos pasemos toda la tarde dando saltos sobre la manta. Cuando te vuelva a ver en Burgos, al intentar visitar a tu padre en la cárcel, resultará que apenas has medrado. Tiempos estos de represión. Pero no quiero hablar de nuestra guerra, ni de lo que le siguió, que casi fue peor, lo que sí recuerdo es el gran Rolls-Royce que tenía mi padre a cuenta de la guerra europea, y me regaló una Pathé-Baby en la que vi las primeras películas de Charlot, y luego vino mademoiselle Isabel del sur de Francia: he aquí por qué no era rubia como miente el famoso endecasílabo. Y mademoiselle me llevaba al parque y se tomaba al pasar un par de huevos crudos en aquella tiendita de Fernández del Campo en la que vendían cromos y cuentos de Calleja. Y llegó mi primera comunión, toda de blanco y azul, pero tan angustiada, tan atosigante de bandas blancas sobre el traje azul marinero, velas, velos y azucenas que maldita la falta que hacían, pero yo era un niño rico -de verdad, no como el de Juan Ramón- y todo esto era imprescindible, lo que no impidió que a los pocos meses, un anochecer, estando en el comedor con Julia, esta me mostrara, como dije antes, su muslo blanco y purísimo como una hostia de verdad, y desde entonces me he sentido muy,muy devoto de la gracia de las vírgenes y aun de alguna que otra prostituta.
Estoy viendo cómo cose Sabin y al mismo tiempo estoy mirando el Neva, con sus bloques de hielo y sus trizas nazis. Pero dejadme esta noche en Málaga, que estoy llorando, Málaga que lloro y lloro, esta noche atosigada de perfume de jazmín y papel de luna, y es imposible dormir en la habitación de la pensión con la persiana verde alzada. Mañana me iré por la playa hasta el monumento a Torrijos y sus compañeros:
Helos allí: junto a la mar bravía
cadáveres están, ¡ay!, los que fueron
honra del libre, y con su muerte dieron
almas al cielo, a España nombradía.
Ansia de patria y libertad henchía
sus nobles pechos, que jamás temieron,
y las costas de Málaga los vieron
cual sol de gloria en desdichado día.
Españoles, llorad; mas vuestro llanto
lágrimas de dolor y sangre sean,
sangre que ahogue a siervos y opresores;
y los viles tiranos con espanto
siempre delante amenazando vean
alzarse sus espectros vengadores.
Aquí viene, saltando, la Monse, que me dice que ahora llega Merche, y a la tarde nos vamos a las vaquillas de la aldea aledaña a Herrera de Pisuerga, con sus banderas nacionales manchadas de vino, tenderetes de anises, limonada, rosquillas, panderos. Le merqué a la Monse una docena de pasteles, al llegar a casa madre le dijo:
-¿Quién os dio estos pasteles?
Dijo Merche:
-Nos los ha dado Blas.
-¿No amargarán, hija mía?
Había conocido a Merche en las barracas (verbenas) de Bilbao. Moza castellana de pura cepa, me quiso honda y callada, pero presentía mi inquietud sin causa, así que comenzó a turbarse, a entristecerse y al fin, una noche, me escribió la carta manchada con lágrimas, y a la mañana siguiente tomó el tren para Palencia.
Merche. Jamás te olvidé.
Tengo que hablar de mi ahijadita, de Andere. Andere tan andarina, tan yeyé y tan picarona. Allá en Mundaca paseo con las tres niñas de Meli frente a la isla de Chacharramendi, junto a las cabreadas olas. ¡Hele, Andere!
...Y así va pasando la película de mi vida, con secuencias entrelazadas, refundidas -un montaje caprichoso-. De pronto, estalla la guerra de 1939, la guerra madre que la parió y mató a veintitrés millones de soviéticos y caía sangre del cielo y yo me consolaba en mi cautiverio rememorando aquel Junker que pasó incendiándose por sobre la plaza Elíptica de Bilbao, el piloto cayó junto al paracaídas y disparó hasta la última bala de su metralleta contra las mujeres rabiosas en lo alto de Basurto, hasta que se hicieron con él, arrancáronle sus ojos y le arrastraron con una soga a todo lo largo de Gregorio Balparda.