John Barth

Ebenezer Cooke fue el poeta londinense que, según los estudiosos, a principios del siglo XVIII escribió la que se considera la primera sátira americana. En 'El plantador de tabaco', John Barth retomó esta figura para dar vida al inocente y torpísimo protagonista, enviado al Nuevo Mundo para hacerse cargo de la hacienda de su padre. Por el camino, una serie de contatiempos que incluyen piratas, prostitutas, traiciones y desfloramientos le conducen a escribir una especie de 'Ilíada' de Maryland, la 'Marylandíada', el famoso poema 'The Sotweed Factor, or A Voyage to Maryland', por el que el verdadero Cooke será recordado. Los críticos consideran 'El plantador de tabaco' la obra maestra indiscutible de Barth, todo un clásico contemporáneo e imprescindible.



Aquí puede leer las primeras páginas de 'El plantador de tabaco', de John Barth.




Presentación del poeta, diferenciándolo de sus semejantes

En los años finales del siglo xvii había entre los juerguistas y petimetres que frecuentaban los cafés londinenses un individuo delgaducho y zanquilargo llamado Ebenezer Cooke, con más ambición que talento y, sin embargo, más talento que prudencia, el cual, al igual que sus compañeros de juerga, que en teoría estaban educándose en Oxford o Cambridge, encontraba en los sonidos de la madre lengua inglesa más un motivo de juerga y diversión que algo con sentido, con lo que se podía trabajar y, en consecuencia, en lugar de entregarse a los sinsabores de la erudición, el tal Ebenezer aprendió el arte de versificar, dando en desgranar, conforme a la moda de entonces, cuadernillos de pareados plagados de Joves y Júpiteres espumeantes, entre el estruendo de las rimas estridentes y símiles que de tanto tensar la cuerda, a punto estaban de romperla.



Como poeta, el tal Ebenezer no era ni mejor ni peor que sus colegas, ninguno de los cuales dejó tras de sí nada más noble que su misma posteridad; pero había cuatro cosas que lo distinguían de los otros. La primera era su aspecto: de pelo y ojos claros, huesudo, los pómulos hundidos, levantaba -más bien al sesgo- ocho o nueve palmos del suelo. Sus ropas eran de buen material, bien confeccionadas, mas pendían de su esqueleto cual velas orzadas de altos palos. Hombre garza, de patas flacas y pico largo, caminaba y se sentaba con pose descoyuntada; su porte mismo era una sorpresa angulosa, cada uno de sus gestos, una semiagitación. Su rostro era, además, desconcertante, como si los rasgos no encajaran: el pico de garza, la frente de perro lobo, la barbilla puntiaguda, la mandíbula descarnada, los ojos de un azul aguado y las cejas rubias y huesudas; tenía cada uno de dichos elementos voluntad propia; movíanse como les venía en gana, adoptando extrañas posturas que la mitad de las veces no guardaban relación alguna con lo que en un momento dado se pudiera suponer que era el estado de ánimo de Ebenezer. Y tales configuraciones tenían una vida corta, ya que, al igual que ocurre con los inquietos patos silvestres, sus facciones no bien se habían aposentado cuando, ¡tris!, levantaban de repente el vuelo y, ¡tras!, venga a revolotear, y no había ser humano capaz de decir lo que ocultaban.



La segunda era su edad: en tanto que la mayor parte de sus colegas apenas rebasaba la veintena, Ebenezer, en la época que corresponde a este capítulo, frisaba los treinta, no teniendo, sin embargo, ni un ápice más de juicio que ellos, que tenían la disculpa de ser seis o siete años más jóvenes.



La tercera era su origen: Ebenezer era norteamericano de nacimiento, aunque no había visto el lugar donde naciera desde la más temprana infancia. Su padre, Andrew Cooke segundo, de la parroquia de Saint Giles in the Fields, condado de Middlesex (un viejo libertino de cara rojiza, piel blancuzca, voz estentórea, mirada vidriosa y lisiado de un brazo), pasó su juventud en Maryland, ejerciendo de agente comercial al servicio de un fabricante inglés, al igual que hiciera su padre antes que él, y como tenía buen ojo para las mercancías y aún mejor para los hombres, a la edad de treinta años añadió al patrimonio de los Cooke unos mil acres de buenos bosques y tierra arable, a orillas del río Choptank. Al emplazamiento de aquellas tierras lo llamó Puntal de Cooke, y a la pequeña casa solariega que allí erigió, Malden. Se casó ya entrado en años y tuvo hijos gemelos, Ebenezer y su hermana, Anna, cuya madre (como si una fundición de hierro excesiva hubiera resquebrajado el molde) murió al alumbrarlos. Cuando los gemelos contaban sólo cuatro años de edad, Andrew regresó a Inglaterra, dejando Malden en manos de un capataz, paraen lo sucesivo ejercer de comerciante, enviando a las plantaciones a sus propios agentes. Sus negocios prosperaron y los niños estaban bien atendidos.



La cuarta cosa que distinguía a Ebenezer de sus contertulios de café era el temperamento: aunque ni uno sólo de ellos había sido agraciado con más talento del preciso, todos los amigos de Ebenezer se daban grandes aires cuando estaban juntos, declamando sus versos, denostando a todos los poetas célebres de la época (y a cualesquiera miembros de su propio círculo que por casualidad no estuvieran presentes), alardeando de sus conquistas amorosas y de las inminentes perspectivas de éxito, por lo demás, comportándose de un modo tal que, de no ser porque el resto de las mesas del café exhibían círculos de fatuos similares, hubiera resultado de lo más molesto. Pero el propio Ebenezer, si bien su apariencia descartaba por completo la posibilidad de que pasara desapercibido, tenía propensión a la taciturnidad. Era incluso frío. A excepción de algunos infrecuentes estallidos de locuacidad, rara vez tomaba parte en la conversación; antes bien parecía contentarse la mayor parte del tiempo con simplemente contemplar cómo los demás pájaros se acicalaban las plumas. Algunos consideraban tal renuncia como un signo de desdén, y en consecuencia se sentían o intimidados o irritados por ello, según el grado de confianza en sí mismos que tuvieran. Otros lo tomaban por modestia; otros por timidez; otros por despego artístico o filosófico. De haber sido efectivamente síntoma de cualquiera de esas cosas, no habría ningún relato que contar; la verdad, sin embargo, es que el temperamento de nuestro poeta nacía de algo mucho más complicado que justifica el referir su infancia, sus aventuras y, por fin, su deceso.



La extraordinaria manera en la que se educó Ebenezer y los no menos extraordinarios resultados de dicha educación

Ebenezer y Anna se educaron juntos. Al darse la circunstancia de que no hubiera otros niños en la heredad de Saint Giles, crecieron sin más compañeros de juego que ellos mismos, como consecuencia de lo cual estaban desusadamente unidos. Compartían los mismos juegos y recibían instrucción en las mismas materias, ya que Andrew tenía dinero suficiente para procurarles un tutor, si bien no tutoría por separado. Hasta la edad de diez años compartieron incluso el dormitorio; y no porque faltara espacio, ni en la casa que tenía Andrew en Londres ni en el ulterior establecimiento de Saint Giles, sino porque la vieja ama de llaves de Andrew, la señora Twigg, que durante algunos años fue institutriz de los niños, se tomaba tan en serio el hecho de que fueran gemelos que se propuso tenerlos siempre juntos y, más adelante, cuando la circunstancia de que estuvieran más crecidos junto con la suposición de que ya se daban cuenta de las cosas empezaron a azarar al aya, disfrutaban tanto los niños de su mutua compañía que la señora Twigg fue incapaz durante un tiempo de resistir las protestas conjuntas que hacían en cuanto se mencionaba la posibilidad de ponerlos en habitaciones separadas. Cuando finalmente se llevó a cabo la separación, por orden de Andrew, ésta consistió meramente en situarlos en dos cámaras adyacentes cuya puerta de comunicación se dejaba normalmente abierta a fin de posibilitar la conversación.



A la luz de todo esto no es de extrañar que incluso después de la pubertad hubiera escasa diferencia, dejando aparte las manifestaciones físicas del sexo, entre los dos niños. Ambos eran vivaces, inteligentes y de buen comportamiento. Anna era la menos tímida de los dos, e incluso cuando, de modo natural, Ebenezer se hizo más alto y de mayor fortaleza física, Anna siguió siendo más rápida y de movimientos mejor coordinados, siendo, por tanto, quien ganaba habitualmente los juegos que compartían: shuttlecock, fives, squails, jackstraws o shove ha'penny. Ambos eran grandes lectores y les gustaban los mismos libros: entre los clásicos, la Odisea y Las metamorfosis, el Libro de los mártires y las Vidas de los santos; los romances de Valentine y Orson, Bevis y Hampton y Guy de Warwick, los cuentos del buen Robin, la paciente Griselda y los niños abandonados en el bosque; y entre los libros más novedosos, Muestra para niños, de Janeway; El modelo de la Virgen, de Batchiler, y La Virgen prudente, de Fisher, además de El oneroso legado de la conducta errónea, El ejemplo de paz para el joven, el Libro de los alegres acertijos, así como La senda del peregrino y la obra de Keach titulada Guerra contra el demonio, libros estos dos últimos que adquirieron poco después de su publicación. Tal vez, de haber estado Andrew menos ocupado por sus asuntos comerciales, o la señora Twigg por su religión, su gota y su autoridad sobre los demás servidores, Anna hubiera quedado circunscrita a sus muñecas y bordados, en tanto que a Ebenezer lo hubieran dedicado al aprendizaje de las artes de la caza y de la esgrima. Pero es muy raro que se les sometiera a directriz alguna, de ahí que distinguieran poco entre qué actividades eran adecuadas para niñas y cuáles eran propias de niños.



Su entretenimiento favorito consistía en hacer representaciones teatrales. Dentro o fuera de casa, hora tras hora, representaban el papel de piratas, soldados, clérigos, indios, miembros de la realeza, gigantes, mártires, damas y caballeros de la nobleza o cualesquiera otras criaturas sobre las cuales recayera la fantasía de los niños, que se inventaban la acción y el diálogo sobre la marcha. A veces mantenían el mismo papel durante días, a veces tan sólo unos minutos. Ebenezer se las ingeniaba especialmente bien para disfrazar la identidad que hubiera adoptado en presencia de los adultos, revelándosela sin embargo a Anna con claridad suficiente, para gran delicia de ella, por medio de cualquier gesto o comentario aparentemente inocentes. Por ejemplo, a lo mejor se pasaban una mañana de otoño en el huerto, representando a Adán y Eva, y cuando a la hora de comer su padre les prohibía volver allí porque había barro, Ebenezer asentía, respondiendo con un gesto de inteligencia: «Lo peor no es el barro: además he visto una serpiente». Y la pequeña Anna, una vez recuperado el aliento, afirmaba: «A mí no me asustó, pero la frente de Eben no ha dejado de sudar desde entonces», y a continuación le pasaba el pan a su hermano. Por la noche, tanto antes como después de que separaran sus habitaciones, o bien proseguían con el simulacro (necesariamente confinados al diálogo, que era fácil de mantener en la oscuridad) o bien hacían juegos de palabras; de estos tenían gran variedad, desde el sencillo «¿cuántas palabras riman con deprisa?», hasta los códigos complicados, las pronunciaciones al revés y los lenguajes que se inventaban hacia el final de su infancia.



En 1676, cuando los niños contaban diez años de edad, Andrew contrató para ellos a un nuevo tutor, que respondía al nombre de Henry Burlingame iii, un joven nervudo, de ojos castaños, piel atezada, veintipocos años, vehemente y no exento de atractivo. El tal Burlingame, por razones no explicadas, no había terminado sus estudios universitarios; sin embargo, dada la amplitud y profundidad de sus capacidades, le faltaba poco para ser un Aristóteles. Andrew se lo encontró en Londres, sin empleo y subalimentado y, siempre buen negociante, dadas las circunstancias, pudo, a cambio de un salario miserable, proporcionarles a sus hijos un tutor que con idéntica facilidad cantaba el papel de tenor en un madrigal de Gesualdo, diseccionaba un ratón de campo o conjugaba el verbo §iu€. A los gemelos les cayó bien inmediatamente y él, a su vez, al cabo de tan sólo unas semanas, les cobró tal afecto que no cupo en sí de contento cuando Andrew lo autorizó, sin que mediara un aumento de sueldo, a convertir el pequeño cenador sito en la heredad de Saint Giles en una mezcla de laboratorio y residencia, donde podía dedicar toda su atención a sus tutelados.