Ramón Saizarbitoria

Ramón Saizarbitoria (San Sebastián, 1944) está licenciado en Sociología y es uno de los escritores más importantes de literatura en euskera. Ha cultivado tanto el ensayo como la poesía, aunque el género en que su obra adquiere mayor relieve es la novela. Saizarbitoria es uno de los grandes renovadores de las letras vascas. Su último trabajo, 'Martutene' (Premio de la Crítica en Euskera), considerado el más ambicioso de su trayectoria, pone el foco sobre dos parejas que se están recomponiendo (o descomponiendo) y a las que sorprende la llegada de una socióloga americana, que trastocará muchas de sus inercias. Una trama de celos, infidelidades e historias varias que se entremezclan con los últimos veinte años del País Vasco. Aquí puede leer el comienzo.




Julia recuerda el día en que conoció a Martin. Recuerda en realidad laprimera vez que habló con él, porque de vista le conoce de toda la vida. Fue en la clausura del Primer Congreso sobre Traducción Literaria, al que su directora había invitado a escritores que tenían la experiencia de haber sido traducidos. También estaba Harri, que se coló sólo para oírle a él. En el preámbulo, confesó que no le gustaba intervenir en público pero que se había visto obligado a aceptar la invitación dado el empeño de la directora del curso, a quien le unía una vieja amistad, y se excusó porque, a falta de recursos oratorios, iba a proceder a leer un texto aun sabiendo que resultaría aburrido. El texto, que tiene escasa relación con el tema propuesto, resulta, sí, demasiado denso para ser oído, pero no se puede decir que sea aburrido. Comienza con la descripción de una escena a la que se suele referir muchas veces, demasiadas incluso: una mujer joven, sin rostro, vestida únicamente con una enagua de color salmón claro, brillante como de seda, está sentada al borde de una cama muy alta, de estilo antiguo, y de pie, a su lado, hay un hombre a quien tampoco logra ver el rostro, vestido severamente con un traje oscuro, que apoya una mano en el hombro de la joven. Lo de que es joven lo deduce por la tersura del cuello y la lozanía de sus miembros pero, por alguna razón que desconoce, sabe que el rostro, que no llega a distinguir bien porque está en una zona de penumbra, es hermoso. El rostro del hombre le resulta invisible porque lo tiene oculto tras una careta que representa una manzana con un bombín, como en el célebre cuadro de Magritte, pero deduce que no es joven, no sabe muy bien por qué, quizá por lo circunspecto de su indumentaria. Sin que tampoco sepa el porqué, la visión de esa estampa, ya que es de lo que se trata en realidad, de una estampa aparentemente anodina, le provoca una inquietud terrible y, cuando en un momento dado empieza a oír un tañido de campanas cada vez más próximo y que, finalmente, le resulta ensordecedor, se suele despertar asustado. La estampa constituye, pues, una pesadilla recurrente, de tal manera que en privado se refieren a ella como "la" pesadilla y, con el tiempo, han extendido el uso de la expresión -"ha tenido la pesadilla"- para decir que no ha pasado buena noche.



Pero aquel día se limitó a describirla sin venir a cuento, simplemente para mostrar que cualquier punto de partida servía para tirar del ovillo de una historia, y se refirió al juego deseguimientos quesolían practicar decríos y que consistía en elegir a algún viandante en la calle, al azar, o guiándose por su aspecto, misterioso, perverso, miserable, y seguirle luego con la esperanza de que les condujera a una cita clandestina, a un encuentro amoroso, al escenario de un drama. A veces, la persecución resultaba imposible a los pocos pasos o se les hacía pesada y la abandonaban como se abandonan los libros aburridos, pero, por lo general, a él le entretenía esa actividad, másen todo caso quecaminar al azar, andar sin rumbo preguntándose, como solía suceder,en qué podían matar las lentas horas desus tediosas tardes juveniles. Luego se adentró en un largo y árido discurso -poco propio, en verdad, para ser oído- sobre las motivaciones psicológicas que mueven a algunas personas a escribir sobre ellas mismas o sobre los demás, a contar historias. Daba la sensación de aburrirse más que el público escuchándole, no hacía pausas, su voz era monótona, cansada, pastosa, se le notaba la boca seca -lo que producía a Julia una gran angustia- pero no tocó el vaso de agua -luego sabría que para que no se le notase el temblor de las manos al cogerlo- y, a partir de cierto momento, empezó a correr como si ansiara llegar al final, pero aun así tardó mucho porque el texto era largo. Le dio pena. Terminada la lectura de los folios los dobló y los guardó apresuradamente en un bolsillo de la chaqueta, y agradeció,con voz ronca, la atención paciente dela gente, queen realidad no lo fuetanto, porqueseremovió bastante en los asientos y tosió mucho. Tenía un aire cansado, abatido -"Nevermore", le oyó decir cuando Harri le empujó al estrado para presentarle-, y más que defelicitarle,como la circunstancia exigía, le dieron ganas de abrazarle y de reconfortarle como a un niño que en la fiesta de fin de curso olvida su poesía. En contraste, Alberdi habló como si estuviera ante un público infantil ávido de cuentos. Hacía sabias pausas en las que recorría a la gente con una sonrisa satisfecha, consciente de su poder de seducción, una sonrisa en la que percibió algo perverso. Sintió asco por aquel hombre.Tanto asco como afecto por Martin, que permanecía en silencio a su lado con aire ausente pero aliviado de haber finalizado su prueba. Le dio más rabia todavía Alberdicuando, en elcoloquio, matizó, por no decir que refutó -con un tono divertidamente pedagógico-, algunas afirmaciones de Martin. Sus maneras mansas y suaves, humildes, no disimulaban la excelente idea que tenía de sí mismo. El anuncio de una nueva parábola para ilustrar su pensamiento hizo que el público se arrellanara en sus asientos, y se podría haber oído el vuelo de una mosca cuando empezó a hablar de los vagones para transporte de animales cargados de judíos hacinados que atravesaron Europa camino de Auschwitz, Dachau, Büchenwald, durante semanas, pegados los vivos a los cadáveres porque no había espacio para dejarlos en el suelo. El propio Martin comentaría luego, cuando se quedaron solos, que el recurso al símil es viejo, ya que, si no recuerda mal, aparece en el Diccionario de las artes de Félix de Azúa, pero Julia, como el resto del público, supone, lo ignoraba entonces y lo consideró muy bien traído. Azúa, en efecto, cuenta que los cautivos de cada vagón elegían a un compañero para alzarlo al respiradero del techo, situado a unos dos metros y medio del suelo, y sostenerlo en el aire con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Los elegidos tenían que sobreponerse a la luz cegadora y al aire abrasador tras días, quizá semanas de encierro, y quienes les sostenían, con gran esfuerzo, lesconcedían un tiempo para queserecuperaran. No todos lo conseguían y tampoco todoscuantos lo lograban servían para la función que les era encomendada, ya fuera porque resultaban excesivamente prolijos y se perdían en detalles nimios e innecesarios o porque, por el contrario, daban una visión dispersa, inconexa de las cosas, sin orden ni concierto, o bien excesivamente personal, muy ligada a sus propias experiencias, por lo que mantenían aupados sólo a quienes eran capaces de hacerles sentir lo esencial para ellos, es decir, que seguían siendo "partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos".



Martin volvió a referirse a la parábola de los vagones cargados de judíos con destino a Auschwitz o Dachau cuando se fueron a tomar una cerveza a un bar cercano. Le recuerda con el ademán grave que todavía ahora le hace dudar de si habla en serio, definiéndose a sí mismo como el oteador que, aupado al respiradero, a la vista de los campos de trigo que posiblemente nunca más volverá a ver, con el viento fresco en la cara y la luz de un sol cálido en un cielo transparente, consciente de que los compañeros que le sostienen en los hombros no lo harán por mucho tiempo, les habla de la escena infantil que desvela su sueño. Él era el oteador frustrado que, desplazado a su rincón por otro más competente, continúa el inevitablemente pormenorizado relato de su historia para un reducido auditorio de desgraciados que, identificados con lo que cuenta, le hacen corro.



Narrar la escena que nos ocasionó el trauma. Freud y la herida narcisista. Eso dio para mucho. Alberdi se había ido, aduciendo que estaba acostumbrado a trabajar por las mañanas y que, en contra de lo que se cree, un escritor está obligado a llevar una vida ascética, de manera que, desaparecido el foco de atención, todo el mundo se sentía autorizado a tomar la palabra. Se habló de esa tendencia incontrolada a contar historias privadas (que no tienen ningún interés para quien no sea el narrador mismo), vivencias que se desarrollan en el internado, en el cuartel, en el frente, en el paritorio, antes de la era de la anestesia epidural sobre todo; de cómo, llegado el caso, la gente se saca la camisa o se abre la blusa y muestra, sin ápice de pudor, zonas de su cuerpo que nunca exhibiría si no las cruzara el trazo indeleble de una cicatriz. Incluso la propia Julia se atrevió a rememorar las hileras de mendigos que, en actitudes muchas veces grotescas, exhibían sus miembros deformes, sus muñones violáceos, mientras solicitaban la caridad con voz lastimera, sentados en el suelo al borde del camino que va de Rentería a Lezo, que hacía todos los años de la mano de su madre, devota del Santo Cristo que se exhibe en el santuario de dicho pueblo rodeado de exvotos, bastones y muletas. Un espectáculo pintoresco pero que le resultaba patético. Odiaba a su madre por hacerle ver aquello. Hay veces en esas reuniones en que las conversaciones se diversifican y alguien implora tu atención, como quien, dispuesto a desaparecer en el agua, agita los brazos y tienes que oírle aunque desearías tal vez escuchar a otro o hablar tú mismo. Siempre hay algún pelma a quien se siente obligada a atender, no tanto porque le da pena como porque carece de valor para no recoger su palabra. Le vino eso a la cabeza cuando se dio cuenta de que estaba hablando para él solo y, cuando se excusó -"Te estoy dando la paliza"-, él la tranquilizó cortésmente; su recuerdo era muy interesante, dijo, y servía para ilustrar la actitud de una clase de literatos de la que formaba parte. Trabajar lo más íntimo de uno mismo, cocinar las propias entrañas aderezándolas quizá, porque la convención lo exige, con historias que nacen de su imaginación o que recoge aquí y allá, para ofrecérselas a un público renuente que se acerca a veces y que, tras husmear, como perro que olisquea la basura, esa materia de dolor, vuelve a su camino, indiferente.Todo mal escritor es patético pero mucho más si pertenece a esa especie, dijo, y volvió a insistir en que pertenecía a ella. Fácil pasto para la crítica. Sonrió burlón pero le pareció que era como un cortés signo de comedimiento, ya que, a aquellas alturas, apenas trataba de disimular que hablaba en serio y ya entonces, ese primer día, intuyó que tras su aparente modestia se encerraba un inusitado orgullo. "Cualquier cosa antes que hacer de Sherezade tratando de entretener a un vulgar Shahriar." Se lo ha oído decir muchas veces desde entonces y aquella primera vez hubiera querido decirle que le gustaban sus historias, pero no se atrevió, en parte porque no quería parecer convencional, o demasiado obsequiosa, pero sobre todo porque temía no estar a la altura poniéndose en el brete de tener que hablar de su obra. Hablaron mucho tiempo ellos dos solos, aparentemente protegidos por ese falso círculo de respeto a la intimidad que traza la gente en torno a las parejas que se están conociendo. Los demás parecían bastante entretenidos criticando a Alberdi, a quien por lo visto aborrecían todos cuantos no se habían ido con él. Se refirieron a su falsa humildad, a su forzada simpatía, a su literatura blandengue y facilona y le definieron como engatusador de un público poco exigente, pero él, Martin, parecía ajeno a los comentarios. "¿A ti qué te gusta?", le preguntó, y ella le confesó que le gustaban las novelas sobre escritores y las películas sobre cine. Trató de desarrollar la idea y le vino a la cabeza la famosa frase de Ricardou, un autor que no había leído pero de quien se sabía la sentencia tan citada. No pudo reprimir el prurito de decirla: "Le récit n'est plus l'écriture d'une aventure, mais l'aventure d'une écriture". Tuvo la debilidad añadida de decirla en francés y supo que había hecho impacto. "Una gran verdad", aprobó, y se lamentó de no recordar la frase de Unamuno que ahora Julia sí podría citar: "Lo verdaderamente novelesco es cómo se hace una novela". Ahora sabe lo frustrante que resulta para él no poder recurrir a una cita pertinente. De todas maneras, sin llegar a decir que la memoria es la inteligencia de los tontos, sí que hizo un par de referencias que, de alguna manera, idealizaban la mala memoria o deslustraban la buena, y fue la primera vez que le oyó referirse al Proust de Beckett que tanto le gusta ahora a la propia Julia y cuya edición bilingüe tiene siempre a mano. "Sólo quien no tiene memoria puede recordar." Le encantó esa frase. Más tarde, le pareció obligado preguntarle qué estaba escribiendo, desconocedora entonces de que la cuestión era absolutamente improcedente, como le hizo saber Harri, dejando bien a las claras que estaba a la escucha. "Chica, eso no se pregunta." Lo recuerda muy bien. "Una novela", dijo, e insistió: "En cualquier caso, una novela". Sería la primera suya. Ya percibió entonces su frustración por no haber sido capaz de escribir una novela, por ser un cuentista, como suele decir. "Escritor de cuentos y nouvelles", le calificó la profesora Lourdes Arregi, y así aparece, para su desesperación, en el Diccionario de autores eusquéricos. "Una novela en la que no ocurra nada." Desconocía entonces Julia el sentido de esa afirmación de Flaubert y la interpretó como una boutade. No tienes por qué contármelo, le respondió arrepentida de su indiscreción, y él, a su vez, trató de tranquilizarla. No puede recordar si, como con tanto entusiasmo ha insistido Harri, es cierto que se refirió también a un hombre y una mujer que se cruzan en la terminal de un aeropuerto. Ella insiste en que apuntó la posibilidad de elaborar una historia a partir del encuentro fortuito y fugaz que determinará la vida de una pareja. Julia no recuerda tanto. Lo que sí recuerda es que volvió a decir que "Cualquier pretexto vale para mostrar la herida", abriéndose teatralmente la chaqueta, y que, tras reírse -supuso que tratando de mostrar que era broma-, pagó las consumiciones que habían hecho, incluidas las de quienes se habían ido dejándolas sin pagar, y que ella deseó saber cuál era el secreto de aquel hombre tan sarcástico que físicamente le resultaba, además, bastante atractivo.