2312
Kim Stanley Robinson
19 julio, 2013 02:00Representación del amanecer en Mercurio según imágenes de la sonda Messenger (NASA)
Considerar 2312 y, en general, la obra de Robinson como ciencia ficción "dura" -Hard SF- resulta de un reduccionismo desfasado e inútil. Es cierto que, como en su famosa trilogía iniciada con Marte rojo, la especulación científica es totalmente realista, verosímil y abunda -incluso se excede- en el empleo del lenguaje tecnológico y científico especializado, siguiendo la corriente de viejos maestros como Larry Niven, Poul Anderson o Robert A. Heinlein. Es cierto que la extrapolación en manos de Robinson no va nunca más allá de lo fácticamente posible, subrayando las realidades de la física y sus limitaciones. Pero es solo uno de los muchos aspectos de un libro que denota la sana influencia de la primera y mejor Ursula K. Le Guin -la de La mano izquierda en la oscuridad y Los desposeídos-, de Delany, Cordwainer Smith o el propio Dick. En definitiva, de la corriente más humanista, psicológica y literaria del género, encuadrada en la New Wave de los 60.
Pero es injusto hablar de 2312 solo en relación a otros maestros y grandes obras del género, que Robinson ha crecido leyendo, asimilando y madurando. Injusto, porque se trata de una gran novela por derecho propio, en la que su autor ha conjuntado, por medio de una arriesgada yuxtaposición posmodernista, que bebe tanto de John Dos Pasos como del John Brunner de Todos sobre Zanzíbar, prácticamente todos los elementos dispersos en buena parte de sus mejores novelas anteriores -además de la trilogía marciana, hay que citar también The Memory of Whiteness (1985), donde ya aparecía la ciudad circulante de Terminador-, para componer un ambicioso fresco planetario que, evitando los excesos del space opera, está repleto de intriga, romance, acción e inventiva. Todo sabiamente disimulado bajo una exquisita capa de sutileza y precisión. Sin efectos dramáticos, con sobriedad y excepcional comprensión y compasión hacia sus protagonistas. Hasta el punto de que apenas nos damos cuenta de que, bajo el aspecto de una compleja historia del futuro, se esconden un manifiesto socio- político, un cuento de hadas -con una doncella que es también doncel y un príncipe que es rana todo el tiempo- y una alegoría alquímica -no descubro nada al hablar de una protagonista mercurial y un protagonista saturninamente taciturno-, entre otras cosas. Ejemplo de una hipermodernidad -más es más-, bien entendida.
Kim Stanley Robinson hace mucho que dejó de ser una promesa para convertirse en referente de la ciencia ficción actual. Un género en perpetua crisis desde los años 80, pero que, en sus manos, sabe recuperar todo su valor subversivo, literario e intelectual. La impresionante fusión de ciencia y poesía, extrapolación y emociones, aventura y reflexión, estilo y contenido, que supone 2312, con su catálogo de terraformaciones, inteligencia artificial cuántica, arcas espaciales, polimorfismo sexual, calentamiento global, economía alternativa y terrorismo interplanetario, da meditada respuesta progresista a una tradición conservadora e incluso reaccionaria en la vertiente más tecnológica y cientifista del género, a la vez que resucita el viejo arte de construir un futuro plausible, complejo y potente. Lleno de posibilidades infinitas. Quizá improbables, pero perfectamente posibles.