J. M. Coetzee
El premio Nobel de Literatura John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, Suráfrica, 1940) ha llevado por fina buen puerto su esperadísima última novela, La infancia de Jesús (Mondadori, 2013), una extraña historia de emigrantes de no se sabe dónde en un no menos extraño país del que nada se sabe. Simón y el pequeño David llegan a un centro de acogida en la ciudad de Novilla. Parecen padre e hijo pero no lo son, se han encontrado fortuitamente y unido en el viaje y buscan a la madre perdida del niño. Pero las cosas no son como se esperan en una ciudad cuyos habitantes se muestran amables y dispuestos a ayudar pero no mucho más...Aquí puede leer el primer capítulo de 'La infancia de Jesús'.
El hombre de la puerta les indica un edificio bajo y achaparrado que hay no muy lejos.
-Si se dan prisa -dice-, podrán registrarse antes de que cierren.
Se apresuran. «Centro de Reubicación Novilla», dice el letrero.
«Reubicación», ¿qué significará eso? No es una de las palabras que ha aprendido.
La oficina es amplia y sobria. También calurosa, incluso más que afuera. Al fondo, un mostrador de madera cruza la sala, dividido por paneles separadores de cristal esmerilado. Apoyada en la pared hay una hilera de ficheros de madera barnizada.
Suspendido de uno de los paneles hay un letrero, «Recién llegados», con las palabras impresas en negro en un rectángulo de cartón. La empleada de detrás del mostrador, una mujer joven, le saluda con una sonrisa.
-Buenos días -dice él-. Acabamos de llegar. -Pronuncia las palabras despacio, en el español que tanto le ha costado dominar-. Estoy buscando trabajo y un sitio donde vivir. -Sujeta al niño por las axilas y lo levanta para que pueda verlo-. Tengo un niño conmigo.
La joven se inclina para darle la mano al niño.
-¡Hola, muchachito! -dice-. ¿Es su nieto?
-Ni mi nieto, ni mi hijo, pero soy responsable de él.
-Un sitio donde vivir. -Hojea los documentos-. Tenemos una habitación libre, aquí en el Centro, que puede usted usar mientras busca algo mejor. No será lujosa, pero tal vez no le importe. En cuanto al trabajo, ya buscaremos algo por la mañana… parece usted cansado. Seguro que quiere descansar. ¿Vienen de lejos?
-Llevamos toda la semana en la carretera. Hemos venido de Belstar, del campamento. ¿Conoce Belstar?
-Sí, lo conozco bien. Yo misma vine por Belstar. ¿Aprendió español allí?
-Hemos asistido seis semanas a clases diarias.
-¿Seis semanas? Tiene suerte. Yo pasé tres meses en Belstar. Casi me muero de aburrimiento. Lo único que me animó a seguir fueron las clases de español. ¿No tendría por casualidad de profesora a la señora Piñera?
-No, nuestro profesor era un hombre. -Duda-. ¿Puedo cambiar de tema? Mi niño -mira al crío- no está bien. En parte es porque está disgustado, confuso y disgustado, y no ha comido como es debido. La comida del campamento le parecía rara, no le gustaba. ¿Hay algún sitio donde podamos comer como es debido?
-¿Cuántos años tiene?
-Cinco. Es la edad que le han asignado.
-Y dice usted que no es su nieto.
-Ni mi nieto, ni mi hijo. No somos familia. Tome.
Saca las cartillas del bolsillo y se las entrega.
Ella comprueba las cartillas.
-¿Se emitieron en Belstar?
-Sí. Ahí fue donde nos pusieron nuestros nombres españoles.
La joven se inclina sobre el mostrador.
-David… es un nombre muy bonito -dice-. ¿Te gusta tu nombre, muchachito?
El niño la mira a su misma altura, pero no responde. ¿Qué es lo que ella ve? Un niño pálido y delgado con un abrigo de lana abotonado hasta el cuello, pantalones cortos grises hasta las rodillas, botas negras de cordones sobre unos calcetines de lana y una gorra de tela ladeada.
-¿No tienes calor con tanta ropa? ¿Quieres quitarte el abrigo?
El niño mueve la cabeza.
Él interviene.
-La ropa es de Belstar. La escogió él mismo, entre lo que tenían. Le tiene mucho apego.
-Entiendo. Lo preguntaba porque me parecía demasiado abrigado para un día como hoy. A propósito: tenemos un almacén en el Centro donde la gente dona la ropa que se le ha quedado pequeña a sus hijos. Está abierto todas las mañanas los días laborables. Puede servirse usted mismo. Encontrará más variedad que en Belstar.
-Gracias.
-Además, una vez haya cumplimentado los formularios necesarios, podrá sacar dinero con la cartilla. Dispone de una prestación por traslado de cuatrocientos reales. El niño también.
Cuatrocientos cada uno.
-Gracias.
-Y ahora, permita que le lleve a su habitación.
Se inclina y le susurra a la mujer del mostrador de al lado, que lleva el letrero «Trabajos». La mujer abre un cajón, rebusca en él y mueve la cabeza.
-Un pequeño contratiempo -dice la joven-. Parece que no tenemos la llave de su habitación. La tendrá la conserje del edificio. Es la señora Weiss. Vaya al Edificio C. Le dibujaré un plano. Cuando la encuentre, pídale que le dé la llave de la C-55. Dígale que le envía Ana, de la oficina principal.
-¿No sería más fácil darnos otra habitación?
-Por desgracia, la C-55 es la única que está libre.
-¿Y la comida?
-¿La comida?
-Sí. ¿Hay algún sitio donde podamos comer?
-Pregunte también a la señora Weiss. Ella podrá ayudarles.
-Gracias. Una última pregunta: ¿hay alguna organización especializada en reunir a la gente?
-¿Reunir a la gente?
-Sí. Debe de haber mucha gente buscando a miembros de su familia. ¿Hay alguna organización que ayude a reunir a las familias… familias, amigos, amantes?
-No, no he oído hablar de ninguna organización así.
En parte porque está cansado y desorientado, en parte porque el plano que le ha dibujado la joven no es muy claro y en parte porque no hay letreros, tarda un buen rato en encontrar el Edificio C y la oficina de la señora Weiss. La puerta está cerrada. Llama. No hay respuesta. Para a una mujer diminuta con la cara puntiaguda y ratonil que pasa por allí y que lleva el uniforme de color chocolate del Centro.
-Busco a la señora Weiss.
-Ha salido -dice la joven, y cuando ve que no le entiende añade-: Se ha tomado el día libre. Vuelva por la mañana.
-En ese caso, tal vez pueda usted ayudarnos. Estamos buscando la llave de la habitación C-55. La joven mueve la cabeza.
-Lo siento, no me ocupo de las llaves.
Vuelven al «Centro de Reubicación». La puerta está cerrada.
Golpea el cristal. No hay indicios de que haya nadie dentro. Vuelve a golpear el cristal.
-Tengo sed -se queja el niño.
-Espera un poco -dice él-. Buscaré un grifo.
La chica, Ana, aparece en la esquina del edificio.
-¿Llamaba? -dice.
Una vez más, le sorprenden la juventud, la salud y la lozanía que irradia la joven.
-Por lo visto, la señora Weiss se ha ido a su casa. ¿No podría hacer usted algo? ¿No tiene una... cómo se dice, llave universal para abrir la habitación?
-Llave maestra. No hay una llave universal. Si tuviéramos una, se habrían acabado nuestros problemas. No, la señora Weiss es la única que tiene una llave maestra del Edificio C.
-¿No tiene ningún amigo que pueda alojarles esta noche? Luego puede volver por la mañana para hablar con la señora Weiss.
-¿Un amigo que pueda alojarnos? Hace seis semanas que llegamos a la costa, desde entonces hemos estado viviendo en una tienda de campaña en un campamento en el desierto.
-¿Cómo cree que vamos a tener amigos que puedan alojarnos?
Ana frunce el ceño.
-Vaya a la puerta principal -le ordena-. Espéreme fuera.Veré lo que puedo hacer.
Pasan la puerta, cruzan la calle y se sientan a la sombra de un árbol. El niño apoya la cabeza en su hombro.
-Tengo sed -se queja-. ¿Cuándo vas a encontrar un grifo?
-¡Chsss...! -dice él-. Escucha a los pájaros.
Escuchan el extraño canto de los pájaros, notan el viento extraño sobre la piel.
Ana sale. Él se levanta y saluda con la mano. El niño también se pone en pie, con los brazos rígidos en los costados y los pulgares metidos en el puño cerrado.
-He traído un poco de agua para su hijo -dice-. Toma, David, bebe.
El niño bebe y le devuelve el vaso, ella lo guarda en el bolso-. ¿Estaba buena? -pregunta. -Sí.
-Bien. Y ahora, sígame. Hay una buena caminata, pero puede tomárselo como un modo de hacer ejercicio.
Echa a andar ágilmente por el sendero que cruza el parque.
No se puede negar que es una joven atractiva, aunque la ropa que lleva no le favorece: una falda oscura y sin forma, una blusa blanca cerrada en el cuello y zapatos sin tacón.
Podría seguirle el paso si fuera solo, pero, con el niño en brazos, no. Grita:
-¡No tan deprisa… por favor!
Ella no le hace caso. La sigue cada vez más de lejos a través del parque, de una calle y de una segunda calle. La joven se detiene ante una casa estrecha de aspecto corriente y les espera.
-Es mi casa -dice. Abre la puerta principal-. Adelante.
Les conduce por un pasillo oscuro, pasan una puerta trasera y bajan por una escalera destartalada de madera hasta un jardín pequeño cubierto de hierbajos y cercado por dos lados por una valla de madera, y por el tercero por una tela metálica.
-Siéntese -dice señalando una silla de hierro oxidado medio cubierta de hierba-. Les traeré algo de comer.
No le apetece sentarse. El niño y él esperan junto a la puerta.
La chica vuelve a salir con un plato y una jarra. La jarra está llena de agua. En el plato hay cuatro rebanadas de pan untadas de margarina. Exactamente lo mismo que les dieron para desayunar en el centro benéfico.
-Al ser un recién llegado, tiene la obligación legal de residir en un alojamiento autorizado o en el Centro -explica-.
Pero no hay problema en que pase aquí la primera noche.
Como trabajo en el Centro, podemos decir que mi casa es un alojamiento autorizado.
-Es muy amable y generoso por su parte -responde él.
-En ese rincón hay material de construcción sobrante -señala la joven-. Puede construirse un cobertizo, si quiere. ¿Puedo dejarles solos?
Él la mira perplejo.
-No estoy seguro de entenderla -dice-. ¿Dónde exactamente vamos a pasar la noche?
-Aquí. -Señala hacia el jardín-. Volveré dentro de un rato a ver qué tal les va.
Los materiales de construcción son media docena de planchas de hierro galvanizado, oxidado en algunos sitios -sin duda debían de formar parte de algún tejado- y varios trozos de madera. ¿Los estará poniendo a prueba? ¿De verdad pretende que el niño y él duerman al aire libre? Espera a que regrese, tal como ha prometido, pero no llega. Prueba a abrir la puerta trasera: está cerrada. Llama, pero no hay respuesta.
¿Qué está pasando? ¿Estará detrás de las cortinas, observando sus reacciones?
No son prisioneros. Sería fácil saltar la valla de tela metálica y escapar. ¿Debería hacerlo, o conviene más esperar y ver lo que ocurre?
Espera. Cuando la joven regresa, ya está oscureciendo.
-No ha hecho gran cosa -dice con el ceño fruncido-. Tome.
-Le da una botella de agua, una toalla de mano y un rollo de papel higiénico; y, cuando él la mira con aire interrogante, añade-: No le verá nadie.
-He cambiado de opinión -dice él-. Volveremos al Centro.
Debe de haber alguna habitación pública donde podamos pasar la noche.
-Imposible. Las puertas del Centro están cerradas. Cierran a las seis.
Exasperado, se dirige al montón de material de construcción, saca dos planchas y las apoya en ángulo contra la valla de madera. Hace lo mismo con una tercera y una cuarta plancha para fabricar un tosco cobertizo.
-¿Es esto en lo que había pensado? -pregunta, volviéndose hacia ella. Pero la joven ha desaparecido-. Esta noche dormiremos aquí -le dice al niño-. Será una aventura.
-Tengo hambre -responde el niño.
-No te has comido el pan.
-No me gusta.
-Pues tendrás que hacerte a la idea, porque es lo único que hay. Mañana buscaremos algo mejor.
Con desconfianza, el niño coge una rebanada y la mordisquea. Él repara en que tiene las uñas negras de suciedad.
Mientras acaba de menguar la luz del día, se instalan en su cobertizo, él sobre un lecho de hierba, el niño en el hueco de su brazo. Pronto, el niño se duerme, con el dedo pulgar en la boca.
En su caso, el sueño tarda en llegar. No tiene abrigo; al cabo de poco, el frío se le cuela en los huesos; empieza a temblar. «No es grave -se dice-, solo un poco de frío, no te matará. La noche pasará, saldrá el sol y llegará el día. Pero que no haya insectos de esos que se arrastran. Si los hubiera, sería demasiado.»
Se queda dormido.
De madrugada, despierta rígido y dolorido de frío. La rabia le domina. ¿A qué viene esta absurda penuria? Sale arrastrándose del cobertizo, se abre paso a tientas hasta la puerta trasera y llama, primero discretamente, luego cada vez con más fuerza.
Arriba se abre una ventana; a la luz de la luna, apenas distingue los rasgos del rostro de la chica.
-¿Sí? -pregunta ella-. ¿Pasa algo?
-Sí, claro que pasa -responde-. Aquí hace frío. Por favor, déjenos entrar.
Se produce un largo silencio. Luego la joven dice:
-Espere.
Espera. Luego oye la voz de la joven:
-Tome.
Un objeto cae a sus pies: una manta, no muy grande, doblada en cuatro, está hecha de algún material áspero y huele a naftalina.
-¡¿Por qué nos trata usted así -grita-, como si fuésemos basura?!
La ventana se cierra con un ruido sordo.
Se arrastra hasta el cobertizo, se envuelve en la manta y tapa también al niño con ella.
Le despierta el clamor de los pájaros. El niño, aún profundamente dormido, está tumbado hacia el otro lado, con la gorra bajo la mejilla. Su propia ropa está húmeda de rocío. Vuelve a quedarse adormilado. Cuando abre otra vez los ojos, la chica lo está mirando.
-Buenos días -dice-. He traído el desayuno. Tengo que irme pronto. Cuando estén listos les dejaré salir. [...] -¿Nos dejará salir?
-A través de la casa. Por favor, dese prisa. No olvide traer la manta y la toalla.
Él despierta al niño.
-Vamos -dice-, hora de levantarse. Y de desayunar.
Mean uno al lado del otro en un rincón del jardín.
El desayuno vuelve a ser pan y agua. El niño arruga la nariz; él tampoco tiene hambre. Deja la bandeja en las escaleras sin tocarla.
-Estamos listos -grita.
La chica les conduce a través de la casa hasta la calle vacía.
-Adiós -dice-. Si les hace falta, puede volver esta noche.
-¿Y qué hay de la habitación que nos prometió en el Centro?
-Si no pueden encontrar la llave, o alguien ha ocupado la habitación, pueden dormir aquí otra vez. Adiós.
-Un momento. ¿Podría ayudarnos con un poco de dinero?
Hasta entonces no había tenido que mendigar, pero no tiene a quien acudir.
-Dije que le ayudaría, no que le daría dinero. Para eso tendrá que ir a las oficinas de la Asistencia Social. Puede coger el autobús para ir al centro. Asegúrese de llevar la cartilla, y su certificado de residencia. Luego podrá cobrar la prestación por traslado. O si no, puede buscar trabajo y pedir un anticipo. Esta mañana no estaré en el Centro, tengo reuniones, pero si va usted allí y les dice que está buscando trabajo y que quiere un vale, sabrán lo que necesita. Un vale. Y ahora lo siento, pero tengo mucha prisa.
El sendero que siguen el niño y él por el parque resulta ser uno equivocado; cuando llegan al Centro, el sol ya está alto en el cielo. Detrás del mostrador de «Trabajos» hay una mujer de edad mediana y rostro serio, con el cabello peinado muy tenso hacia atrás y recogido en una coleta.
-Buenos días -dice-. Nos registramos ayer. Somos recién llegados y estoy buscando trabajo. Tengo entendido que puedeusted darme un vale.
-Un vale de trabajo -dice la mujer-. Déjeme ver su cartilla.
Le da la cartilla. Ella la inspecciona y se la devuelve.
-Le extenderé un vale, pero es usted quien tiene que decidir lo que quiere hacer.
-¿Tiene alguna sugerencia para empezar? No conozco este sitio.
-Pruebe en los muelles -dice la mujer-. Normalmente, buscan trabajadores. Coja el autobús número 29. Sale de la puerta principal cada media hora.
-No tengo dinero para el autobús. No tengo ni un céntimo.
-El autobús es gratis. Todos lo son.
-¿Y un sitio donde quedarnos? ¿Puedo preguntar si hay un sitio donde quedarnos? La joven que estaba aquí ayer, una tal Ana, nos reservó una habitación, pero no hemos podido entrar.
-No quedan habitaciones libres.
-Ayer quedaba una, la habitación C-55, pero no sabían dónde estaba la llave. La encargada era la señora Weiss.
-No sé nada de eso. Vuelva usted esta tarde.
-¿Puedo hablar con la señora Weiss?
-Esta mañana hay una reunión del personal de más antigüedad. La señora Weiss está en la reunión. Volverá esta tarde.