Seix Barral. Barcelona, 2013. 248 páginas, 18 euros. ebook: 9'49 euros

Sin duda, Isaac Rosa (Sevilla, 1974) es un escritor en cuyas creaciones se puede confiar a priori sin demasiado riesgo. Tiene un estilo marcadamente propio -hasta el punto de que un par de páginas suyas sin firma serían reconocibles de inmediato-, no se aleja nunca de la realidad ni se anda por los cerros de Úbeda -lo que convierte su literatura en testimonio permanente-, pero rehúye la narración tradicional, el relato aferrado a los modos rancios del viejo realismo de denuncia, anclados entre el costumbrismo y la crónica. Esta actitud, que era ya perceptible en El vano ayer (2004), se ha afianzado en novelas posteriores, como El país del miedo (2008) y La mano invisible (2011), obra ésta, sobre todo, con la que La habitación oscura mantiene rasgos en común.



El arranque es en ambos casos una situación con tintes inverosímiles. El público que contemplaba en La mano invisible cómo unos cuantos profesionales llevaban a cabo sus tareas para reemprenderlas una vez terminadas, convirtiendo así el trabajo en espectáculo, no era una circunstancia "realista", familiar a cualquier lector. Pero se trataba de un punto de partida para denunciar el trabajo como actividad alienante y esclavizadora. Fuera de esa situación, lo demás era perfectamente aceptable como realidad. En La habitación oscura, el grupo de amigos que costea un sótano absolutamente insonorizado y sin una sola rendija de luz para mantener allí libremente encuentros sexuales indiscriminados en los que nadie sabe nunca quién es el otro, roza también la inverosimilitud, aunque está presentado con toda minuciosidad. Al principio, la habitación posee la función exclusiva de acoger actividades que representan la independencia y la oposición, por parte de un grupo de jóvenes, a las costumbres convencionales; un modo, pues, de rebelión generacional, lo que proporciona al lugar cierto carácter metafórico. Poco a poco, los jóvenes casi adolescentes van dejando de serlo y, aunque siguen frecuentando el lugar, éste va perdiendo su sentido inicial para convertirse en una especie de refugio, en un ámbito privado donde buscar la soledad y el aislamiento frente a los problemas que los acosan; de esta manera, aunque la habitación cambie de signo con el tiempo, mantiene esa naturaleza metafórica que ahora apunta más bien a la esfera personal, a una especie de morada íntima que conserva los recuerdos de tiempos pasados en que la libertad, la juventud y el goce vital marcaban las conductas.



De ese ámbito que, repito, tiene mucho de símbolo -ya que, analizado punto por punto, es difícil concebir su existencia- extrae el autor, sin merma alguna del carácter colectivo de la historia, unos cuantos personajes, en este caso mejor perfilados que en sus novelas anteriores, de los que va ofreciendo noticias sueltas que permiten al lector recomponer sus figuras. Sabemos cómo Sergio y Olga deciden formar una familia, y conocemos la angustia de Sergio cuando, víctima de un ERE inesperado, pierde su trabajo y es incapaz de confesarlo en casa. Y nos hacemos cargo también de la frustración de otra pareja, Raúl y María, igualmente golpeados por el paro, que tratan de atenuar aceptando un crucero gratuito que sólo sirve para agriar sus relaciones. Vemos crecer los celos de Victor y Susana y la obsesiva vigilancia a que se someten ambos y que desemboca forzosamente en la ruptura. Hay datos desperdigados pero eficaces acerca del trabajo precario y discontinuo de Sonia y de las humillaciones que debe soportar. El retablo de personajes es también el retrato de una generación aspirante a un bienestar que parecía perenne y ahora se derrumba y da al traste con sus ilusiones. La historia se sitúa en la más apremiante actualidad, y es coherente que ninguna de sus peripecias ofrezca un desenlace, porque nada de lo que se presenta ha concluido aún.



Hay también personajes heridos o maltratados que intentan luchar contra los poderes opresores, de cualquier tipo que sean. Es el caso de María, que, condenada a trabajar en algo que le repugna y perseguida por un peligroso acosador, se adhiere a grupos de protesta y participa activamente en manifestaciones y actividades que a veces requieren la intervención policial. Y el de Jesús, que aporta a la lucha sus conocimientos de experto hacker: si el trabajador puede ser vigilado y controlado en su empresa gracias a dispositivos de acceso remoto instalados en el sistema de ordenadores de la empresa, ¿por qué no hacer lo mismo con quienes han creado tan aberrante sistema y controlarlos para ejercer sobre ellos una especie de terrorismo electrónico? El motivo del trabajo como servidumbre, esencial en La mano invisible, reaparece aquí con nuevos matices. Las grabaciones que se consiguen de directivos de empresas importantes a solas ante su ordenador, contemplando imágenes pornográficas o hurgándose la nariz, indican hasta qué punto la intimidad del ser humano puede ser violada en una sociedad sin escrúpulos y dotada de amplios medios materiales para hacerlo. Todos estos motivos temáticos -la ilusoria rebelión juvenil (referida casi exclusivamente al sexo), la crisis económica y de valores, la falta de horizontes, el aplastante dominio de instituciones poderosas, de amos y patrones, o (dicho a la antigua usanza) del capital sobre el trabajo-, hacen de La habitación oscura una novela de denuncia, aunque en nada semejante a las novelas del llamado 'realismo social' de mediados del siglo XX. En primer lugar, porque la narración es discontinua y fragmentada; en segundo, porque el enfoque narrativo adopta perspectivas distintas, con fragmentos del relato en segunda persona y otros en plural (para acentuar la omnipresencia del grupo como sujeto colectivo), y los diálogos directos desaparecen en beneficio de una visión externa, cambiante y a veces insegura.



Y es preciso añadir algo sobre el peculiar estilo narrativo de Isaac Rosa, que en ocasiones transforma en palabras planos cinematográficos identificables, como en la sarta metafórica de la destrucción que se extiende a lo largo de las páginas 100 y 101. Las prolongadas series enumerativas del autor, emparentadas a veces con la prosa ensayística, la crónica e incluso el panfleto político, no son meros alardes verbales, sino que sirven para dar razón de unos personajes que recuerdan su historia o resumen la historia general, en su condición de siervos del trabajo: "miles de informes redactados, códigos programados, artículos traducidos, copas servidas, ventas conseguidas, planos dibujados, cabellos cortados, llamadas atendidas, contratos firmados, presupuestos aprobados, casas reformadas, páginas diseñadas, puntos suturados, operaciones decididas; millones de bienes producidos, fabricados, tratados, procesados, montados, pintados, atornillados, abrillantados, empaquetados, clasificados, apilados, almacenados, distribuidos, etiquetados, vendidos, averiados, reparados, agotados, desechados, reciclados, triturados" (p. 49; léanse también las páginas 76-78, por ejemplo). A veces, las enumeraciones invierten su orden natural, como si el narrador quisiera recuperar el tiempo pasado y volver a etapas más felices (p. 99).



Todo esto exige una destreza en el manejo del idioma que el autor posee, indudablemente, aunque alguna elección léxica sea mejorable ("largo del pelo"(p.61) por "longitud"; "tertuliano" [p. 102] por ‘contertulio') y algún despiste: los relojes de muñeca no permiten saber si es "noche avanzada", como se dice algo precipitadamente (p. 17). La habitación oscura será con seguridad una de las novelas más destacadas del presente año.